Cultura
“Torrijos era para sus simpatizantes el noble que renunciaba a todo por la libertad de su patria”
Manuel Alvargonzález es el autor de 'José María de Torrijos y Uriarte: más allá del cuadro de Gisbert' (Sílex, 2021)
Se dice a veces que Fusilamiento de Torrijos y sus compañeros en las playas de Málaga, el célebre cuadro de Gisbert, fue el Guernica del siglo XIX, emblema pictórico de los progresistas de aquel siglo que vio en José María de Torrijos y Uriarte, héroe malogrado del liberalismo exaltado, el santo patrón de sus aspiraciones siempre frustradas. Manuel Alvargonzález (Oviedo, 1992) lo biografía ahora en José María de Torrijos y Uriarte: más allá del cuadro de Gisbert (Sílex, 2021), libro del que desentrañamos algunas de las claves en esta breve conversación.
Torrijos es un liberal exaltado. ¿Qué significaba esto y qué relaciones determinaba con otros liberales?
La exaltada fue una de las dos grandes culturas políticas que se dieron en el seno del liberalismo a lo largo de aquel Trienio 1820-1823 en que se restableció la Constitución de 1812 y en cuyo bicentenario nos encontramos. Frente a ellos (en política los partidos siempre se definen por su oposición), tenemos a los liberales moderados. Ambas ramas del liberalismo eran revolucionarias y, de hecho, los moderados eran quienes habían estado diez años antes en las Cortes de Cádiz aprobando una legislación que desmantelaba el Antiguo Régimen en España.
Sin embargo, cuando la Constitución se restableció tras el pronunciamiento de Rafael del Riego a comienzos de 1820, se constató que había dos grandes facciones dentro del liberalismo. Los moderados —quienes pasaron a asumir inmediatamente las responsabilidades de gobierno— se definieron por su miedo a una popularización de la vida política y por sus intentos de hacer atractivo el nuevo sistema al rey Fernando VII, hasta el punto de intentar llevar a cabo reformas de la Constitución en un claro sentido conservador.
Frente a ellos estaban los exaltados, más jóvenes y con una concepción más inclusiva y abierta de la participación en la vida pública. Por lo general, los exaltados quedaron al margen de las instituciones en 1820. Torrijos fue una excepción y fue llamado a ocupar puestos de responsabilidad militar en Madrid por el ministro de la Guerra, el marqués de las Amarillas. Fue un error de cálculo por parte de este: pensó que Torrijos sería un moderado debido a su origen. Recordemos que era de familia noble y había sido paje de Carlos IV; y además su madre y su hermano estaban en el servicio del Palacio Real.
La consecuencia de todo esto fue que José María estuvo en una posición privilegiada para observar desde muy pronto que había dos formas de entender el liberalismo. Digamos que para los moderados la revolución ya estaba hecha y para los exaltados solo había comenzado. Para los moderados la política solo podía hacerse desde las Cortes y para los exaltados había que arraigar un sistema que estaba rodeado de enemigos y aún era débil en la sociedad. Para los exaltados la política debía hacerse en las sociedades patrióticas, en la milicia nacional, en el propio ejército y en sociedades secretas. Esta desconfianza mutua entre liberales se fue agudizando a lo largo del Trienio. No fue la causa del fin del sistema, pero desde luego fue un punto débil en 1823.
Un aspecto original de su libro es que incide en cuánto estuvo marcado Torrijos por la leyenda napoleónica; por la napoleomanía de la época de la Restauración.
Efectivamente, no creo que se pueda entender la vida política de la historia contemporánea hasta nuestros días sin reparar en esa figura tan grotesca de Napoleón Bonaparte. Torrijos definió toda su estrategia revolucionaria a partir de él, lo tradujo al español y lo estudió con intensidad. ¿Por qué esta obsesión? Pues porque Napoleón personifica la épica, pero —y esto es fundamental— una épica democrática. Era el hombre del pueblo que todo lo consigue a partir de su propio genio, no hay límites para quien confíe en su propia audacia, valor y noble patriotismo. Era el pequeño cabo que asciende por la determinación que demuestra en el campo de batalla. La antítesis de la vieja y decadente nobleza del Antiguo Régimen, Napoleón venía a regenerarlo todo, era pura energía y vitalidad.
Su historia era pura propaganda, pero ha resultado muy atractiva y estimulante a lo largo del tiempo. Digamos que a partir de su estudio —en el que no deja de mostrarse bastante crítico con el personaje—, Torrijos definió un heroísmo napoleónico cuyo rasgo más importante era la capacidad de insuflar al pueblo toda esta energía para levantarse contra la tiranía. El pueblo seguiría al héroe en su revolución por imposible que pareciese su éxito porque el heroísmo es contagioso.
Ciertamente, Napoleón recuperó el poder de forma impactante y contra todo pronóstico en 1815. Había desembarcado en Golfo Juan tras huir de Elba con muy pocos hombres y sin embargo consiguió que Luis XVIII, que contaba con el apoyo de toda Europa sin excepción, huyese de París intimidado ante su avance. Insisto, había mucha propaganda, pero el resultado es un relato que sigue fascinando hoy. Torrijos esperaba hacer algo similar en 1831 cuando se abalanzó sobre las costas de Málaga desde Gibraltar. Frente al terror paralizante que imponía Fernando VII, Torrijos proponía actuar con un heroísmo inspirador.
Son muy interesantes los pasajes en los que habla de la fascinación que Torrijos y la aventura revolucionaria española despertaba en los románticos ingleses, jóvenes frustrados por la inacción de una época segura y estable, pero aburrida, cuya juventud «alcanzaba la edad adulta oyendo las historias épicas de la época inmediatamente anterior» y acababa volviéndose adepta a lo que Rafael Argullol llamara espíritu termopiliano.
Es con mucho el capítulo que más disfruté: el de esos estudiantes de la Universidad de Cambridge que conocen al Torrijos exiliado en Inglaterra y deciden sumarse a su conspiración. Era una generación de jóvenes frustrados en una Inglaterra que tras el triunfo sobre los revolucionarios franceses y sobre Napoleón estaba sufriendo un importante giro reaccionario en los tiempos de Jorge IV. Eran también unos jóvenes que se habían quedado sin referentes en lo que a la disidencia se refiere. Los irreverentes John Keats, Percy Shelley y Lord Byron habían muerto de forma prematura. De hecho, Torrijos llegó a Inglaterra en los días en que Byron moría en Grecia.
¿Qué significaba Torrijos para ellos? Pues era el hombre de origen noble que renunciaba a todo por la libertad de su patria. Torrijos se había arruinado, había tenido que huir de su país, había renunciado a una prometedora carrera en la España de Fernando VII y aún estaba dispuesto a seguir arriesgando su vida hasta el final. Se negaba a una vida cómoda, era un héroe. Los Apóstoles de Cambridge (así se llamaba el grupo) lo financiaron y siguieron, pero se arrepintieron intimidados y le abandonaron. El heroísmo exige sacrificarlo absolutamente todo, incluida la vida, y eran demasiado jóvenes para saber lo que eso significaba. Es famoso un primo de uno de ellos: Robert Boyd, que sí acompañó a Torrijos hasta el final y destaca por su elegancia en el célebre cuadro de Antonio Gisbert. Tenía veintiséis años cuando lo fusilaron.
Explica en el libro que Torrijos jamás aceptó al campesinado como un actor político activo, y cuando se alió con grupos campesinos, nunca tuvo en cuenta la deuda política que conllevaba. Tampoco entendió el odio del campesinado al régimen liberal.
Digamos que Torrijos partía de una simplista concepción del campesinado como una masa analfabeta y manipulada por el clero reaccionario a la que había que educar políticamente antes de tomársela en serio. Creo que quizá en esto era un tanto heredero de la máxima del despotismo ilustrado de «todo para el pueblo, pero sin el pueblo». Venía de dónde venía.
Una parte significativa del campesinado se movía en un universo mental muy diferente; uno en el que términos clave para Torrijos y los liberales como nación, libertad o patria no les decían nada o les decían cosas muy diferentes. Sí había un campesinado, especialmente el que tenía cierta prosperidad y vivía por encima de la subsistencia, que apoyó el liberalismo. Pero muchas reformas económicas del Nuevo Régimen perjudicaban seriamente a los que estaban en una posición más débil. Por ejemplo, las desamortizaciones acababan también con el sistema comunal de tierras. He de decir, sin embargo, que tampoco podemos considerar a los campesinos como defensores del poder absoluto de Fernando VII. En 1820 se mostraron expectantes ante un cambio que les decepcionó e incluso muchos participaron en los pronunciamientos.
La célebre referencia de que gritaban «¡viva las caenas!» en 1823 tiende a ignorar el contexto. Con cien mil soldados que hubo que llamar de Francia (y que se tuvieron que quedar hasta 1828), linchamientos de liberales en toda España y el líder moral de los revolucionarios (Rafael del Riego) asesinado pública y espectacularmente, ¿quién iba a ser el valiente que gritase otra cosa?
La esposa de Torrijos era una persona importantísima en su vida; una mujer inteligente, tenaz y muy libre para los cánones de la época, de la que se llegó a maliciar que dominaba a su marido y era la responsable de su exaltación política.
Luisa Carlota Sáenz de Viniegra generó, efectivamente, habladurías varias. Y es interesante que tanto entre reaccionarios como entre liberales. Así, el marqués de las Amarillas la acusaba de la ser la responsable de la exaltación política de Torrijos. No sé si esto es cierto, pero, desde luego, en la biografía que ella escribió de su esposo se muestra en esta línea política.
Además, durante el exilio, los espías de Fernando VII señalaban que iban juntos a las reuniones conspirativas y los miembros del círculo de Torrijos se referían a ella como generala. A Torrijos también se le acusó entre los liberales de escucharla demasiado durante la defensa de Cartagena en 1823. Se trató de un matrimonio peculiar, marcado por la camaradería y la amistad mucho más que por una pasión romántica esproncediana. Tradicionalmente ella se ha hecho célebre en la historia del liberalismo español por ser la destinataria de la última y preciosa carta que escribió José María, pero fue tan revolucionaria, conspiradora y heroica como él.
Hola, el artículo está bien, pero el cuadro que lo enmarca refleja el ajusticiamiento de los Comuneros, también de Gisbert. Besos.