Opinión

Progresar no es avanzar

"Que alguien sometido al ordenamiento jurídico no pueda ser juzgado por sus actos, que no se le puedan atribuir, por principio, responsabilidades civiles o penales derivadas de conductas lesivas, es un delirio absolutista que nada tiene que ver con la Constitución del 78 ni con el ámbito de convivencia que propugna", escribe Fernando Royuela.

El rey emérito, a su llegada a Galicia. REUTERS

Hubo un tiempo en el que los reyes gobernaban y su poder era absoluto. La razón era divina y por esa circunstancia nadie estaba legitimado para pedirles cuentas por sus actos. La inviolabilidad del rey estaba ligada a su naturaleza sobrenatural. No había distinción entre actos públicos y privados, no tenía sentido político que la hubiera.

Pero el mundo cambia, avanza y retrocede y viceversa, y con el paso del tiempo la monarquía dejó de ser una forma de gobierno para convertirse en una forma de estado. El rey reina pero no gobierna. Surge así la monarquía parlamentaria. En ella el papel del monarca viene delimitado, en lo que a su función pública se refiere, por el texto constitucional, que aprueba el pueblo soberano y que articula un modelo de convivencia, en nuestro caso social y democrático, también de derecho.

Sus valores superiores, los del ordenamiento jurídico que la sustenta, son la libertad, la igualdad, la justicia y el pluralismo político. Queda muy solemne así proclamado, pero la grandilocuencia de los conceptos jurídico-políticos corre el riesgo de convertirse en palabrería si a la hora de la verdad se les vacía de contenido.

El rey, en el papel que se le asigna, es el jefe del Estado. Sus actos deben ser refrendados por el presidente del Gobierno. ¿Cómo exigirle, pues, responsabilidad al rey por unos actos que necesitan el refrendo? Sería absurdo hacerlo, también injusto. Por ello se declara irresponsable su persona, la persona del rey. También inviolable. La persona del rey, insisto, es decir, la jefatura del Estado encarnada en su persona. He aquí el fundamento de la inviolabilidad, también su ámbito: los actos del rey que el Gobierno debe refrendar.

El asunto de la responsabilidad civil y penal del monarca se ha zanjado en España sobre la premisa de su absoluta inviolabilidad. Así se le ha dado a entender a la gente por los poderes públicos y por los medios de comunicación. Los fines buscados parece ser que lo exigían. Pero en democracia jamás los fines podrán justificar los medios. 

Que alguien sometido al ordenamiento jurídico no pueda ser juzgado por sus actos, que no se le puedan atribuir, por principio, responsabilidades civiles o penales derivadas de conductas lesivas, es un delirio absolutista que nada tiene que ver con la Constitución del 78 ni con el ámbito de convivencia que propugna.

Todo lo demás es monarquía absoluta y cena informal con súbditos y productos gallegos.

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