Crónicas | Opinión

El caso del argelino condenado a muerte: la geopolítica no mata, matan los hombres

Pablo Batalla escribe sobre la condena a muerte de un disidente argelino deportado por España para suavizar la crisis diplomática hispanoargelina.

Mohamed Benhlima pidió asilo en España. AMNISTÍA INTERNACIONAL

¿Qué es el poder? Norbert Elias lo definía así: «La expresión de una posibilidad particularmente grande de influir sobre la autodirección de otras personas y participar en la determinación de su destino». En La fantasía de la individualidad: sobre la construcción sociohistórica del sujeto moderno, la antropóloga Almudena Hernando diserta sobre las implicaciones psicológicas de la cosa. Para poder ejercer el poder, explica: 

«Es necesario, por un lado, tener clara la dirección que se quiere otorgar a ese destino –lo que implica una conciencia clara de los propios deseos– y, por otro lado, dar más importancia a los deseos propios que a los de los demás. Es decir, el ejercicio del poder implica cierto grado de individualización, por un lado, y, por otro, exige cosificar en cierta medida a aquello/s sobre los que se ejerce, asumiendo una posición de sujeto en una relación en que los otros son objetos de los propios deseos».

Todo poder es biopoder; poder de decisión sobre la vida de otros. Sobre su rumbo y, en el límite, sobre su misma existencia. Directa –firmando sentencias de muerte literales– o indirectamente, el poderoso mata, y lo hace sin perder el sueño, perseguido por los fantasmas de sus víctimas. No sería poderoso si lo perdiera; si, en el camino ascendente hacia las alturas de la soberanía, que siempre implica años de «sentarse sobre los demás», hubiera llevado amarrado a la pierna el lastre de la empatía.

El poder es también distancia; un conjunto de muros tanto literales –los de los palacios– como de papel burocrático o retóricos que alejan al soberano, e invisibilizan o insonorizan para él, las consecuencias de sus decisiones: ojos que no ven, oídos que no escuchan, narices que no huelen, corazón que no siente. Es también una matemática, alquimia transformadora de la letra en número y de la(s) humanidad(es) y la sustancia incontable, irreductible, calurosa, de sus principios en una fría álgebra de pérdidas y ganancias. Los retorcimientos de dolor de los condenados no arriban a los despachos en los que todo se reduce al desapasionado movimiento de las cuentas de un ábaco.

Las revoluciones democráticas demandan siempre transparencia: la que deshermetice lo que sucede en esos despachos, para que quede a la vista, y por lo tanto bajo el control, del pueblo soberano. Pero tendemos a preocuparnos tan solo de una de las dos direcciones de la transparencia de ese cristal: la que hace que lo de dentro se vea desde fuera, y no así la inversa; que lo de fuera se vea desde dentro. «Aquel que dicta sentencia, debe blandir la espada», dice un apesadumbrado Ned Stark en Juego de tronos cada vez que enuncia una condena a muerte, sabiendo que la costumbre del reino ordena que sea él mismo su verdugo, de tal manera que contemple a un palmo de sí –que sean transparentes para él– la sangre y los estertores del ajusticiado y, como mínimo, jamás dicte condena a la ligera.

Saber que el disidente argelino Mohammad Benhalima, deportado a Argelia para agradar al Gobierno de allá y suavizar la crisis diplomática hispanoargelina, ha sido condenado a muerte por un tribunal militar según ha puesto el pie en su país natal no turba, seguramente, los sueños de Pedro Sánchez. El poder también son mecanismos de despersonalización ilusoria de la responsabilidad: diluciones de la misma en una tranquilizadora responsabilidad colectiva (por eso los pelotones de fusilamiento son eso, pelotones, y no un tirador individual) o, más aún, en una irresponsabilidad geológica; la vastedad inabarcable de un pretendido fatum cuyo designio se presente como algo atávico, inexorable. «No fui yo, fue la geopolítica».

Deben desenredarse estas mallas protectoras. La geopolítica no mata: matan los hombres, siempre que matan podrían no matar, y matan también cuando no matan directamente, pero saben que la firma estampada en un expediente de deportación conducirá a ello. La voz acusadora de Benhalima debe atravesar los muros de la Moncloa y arribar a los oídos del presidente.

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