Cultura

La cabaña del monte, un relato de Can Xue

Este es uno de los relatos incluidos en 'Hojas rojas', de Can Xue, una de las autoras más relevantes del panorama literario chino contemporáneo.

En el monte baldío de detrás de nuestra casa hay una cabaña de madera.

Ordeno los cajones todos los días. Cuando no los estoy ordenando, me siento en un sillón, descanso ambas manos sobre las rodillas y escucho. Oigo los rugidos del viento del norte azotando con fiereza la techumbre de corteza de pino de la cabaña y los aullidos de los lobos reverberando en el valle.

—Es imposible mantener los cajones ordenados —dice mi madre, dirigiéndome una sonrisa postiza.

—Estáis todos mal del oído —contengo un instante la respiración antes de proseguir—: Por las noches merodean la casa un montón de ladrones. Cuando enciendo la luz, veo los innumerables agujeritos que hacen con el dedo en la ventana, mientras tú y padre roncáis pesadamente en el cuarto de al lado, con tanto estrépito que los botes brincan en la despensa. Doy una patada en la cama, giro a un lado la cabeza tumefacta y oigo a la persona que hay encerrada en la cabaña, aporreando la puerta con violencia. Los ruidos continúan hasta el amanecer.

—Cada vez que vienes a mi cuarto a buscar algo, me das un susto que me deja temblando. —Mamá me observa con atención mientras retrocede hasta la puerta. Veo cómo se le estremece la mitad de la cara en una mueca ridícula.

Un día decidí subir al monte para averiguar qué ocurría. Me puse en marcha en cuanto amainó el viento y ascendí durante largo rato. El sol brillaba con tanta fuerza que me mareaba y me cegaba; las piedras centelleaban con diminutas llamas blancas. Tosía, deambulando por el monte, mientras el sudor salado de las cejas me goteaba en los ojos. No vi ni oí nada. Cuando regresé a casa permanecí un tiempo de pie frente a la puerta y vi a la persona del espejo con los zapatos manchados de barro y grandes círculos violáceos en torno a los ojos.

—Es una enfermedad —oigo a la familia reírse a hurtadillas en la oscuridad.

Para cuando mis ojos se acostumbran a la penumbra del cuarto, ya se han escondido. Siguen riendo, ocultos. Descubro que aprovechan mi ausencia para poner los cajones patas arriba y esparcir por el suelo polillas y libélulas muertas. Saben muy bien que estas son las cosas que más quiero.

—Te ayudan a ordenar los cajones cuando no estás —me dice mi hermana menor mirándome de hito en hito. El ojo izquierdo se le ha puesto verde.

—He oído aullar a los lobos —le digo, con la intención de asustarla—. Manadas de lobos rodean la casa, corriendo de acá para allá. Hasta introducen las fauces por las rendijas de la puerta. Todo esto pasa en cuanto se hace de noche. Te asustas tanto mientras duermes que un sudor frío te recorre los pies. En esta casa, a todos nos sudan los pies fríos. Mira si no los edredones húmedos, y lo sabrás.

Siento desasosiego porque las cosas me desaparecen de los cajones. Mi madre finge no darse cuenta con la vista baja. Pero yo sé que me mira fijamente el cogote con malicia, porque cada vez que clava la vista en el hueco de mi nuca, se me eriza el cuero cabelludo. Sé que me han enterrado la caja de las fichas de weiqi junto al pozo. Ya lo han hecho muchas de veces, y todas ellas la he desenterrado en mitad de la noche. Cuando me pongo a excavar, encienden la luz y se asoman a la ventana, mostrándose indiferentes ante mi rebeldía.

—En el monte hay una cabaña —comento durante la comida.

Hunden la cabeza y sorben la sopa ruidosamente, como si no me hubieran oído.

—Un montón de ratas corrían alocadas en el viento —elevo la voz y suelto los palillos— y las piedras del monte caían como en un aluvión, golpeando el muro de atrás. Os llevasteis tal susto que los pies se os cubrieron de un sudor frío. ¿Os acordáis? Basta con mirar los edredones para saberlo. Tan pronto se hace de día, los sacáis a orear. El tendedero está siempre ocupado con vuestros edredones.

Padre me lanza una mirada furtiva, una mirada de lobo que me resulta familiar. Entonces lo entiendo todo: mi padre se convierte cada noche en un lobo más de la manada y merodea la casa lanzando aullidos estremecedores.

 —Un blanco tembloroso lo inunda todo —pongo una mano sobre el hombro de mi madre y la sacudo—, es todo tan chillón que se me saltan las lágrimas. No te das cuenta de nada. Pero en cuanto entro y me siento en el sillón, descansando las manos sobre las rodillas, veo con claridad la techumbre de corteza de pino de la cabaña. Está muy cerca, seguro que tú también la has visto. La verdad es que toda la familia la ha visto. No hay duda de que hay una persona encerrada ahí dentro. También tiene dos círculos violáceos en torno a los ojos. Son de no dormir.

—Cada vez que te pones a excavar al lado del pozo y a armar escándalo con las piedras, tu madre y yo flotamos en el vacío. Temblamos y estiramos los pies a un lado y a otro, pero no llegamos a tocar el suelo. —Mi padre aparta la mirada y la dirige hacia la ventana. El cristal está cuajado de moscas—. Las tijeras que se me cayeron están en el fondo del pozo. En sueños me convenzo de que las tengo que sacar. Nada más despertar, sin embargo, me doy cuenta de que estoy confundido, de que no se me han caído ningunas tijeras. Tu madre dice que me equivoco, pero no me resigno. Luego me acuerdo otra vez. Me tumbo, y se me ocurre de repente que es una pena, que las tijeras se pueden oxidar en el pozo, que por qué no iba a sacarlas. Llevo décadas dándole vueltas a esto. Tengo la cara llena de arrugas como cortes de cuchillo. Una vez fui al pozo y probé a lanzar el cubo. La cuerda era pesada y escurridiza y, en cuanto aflojé la mano, el cubo retumbó y se hundió hasta el fondo. Corrí a casa, me miré al espejo y vi que la patilla del lado izquierdo se me había cubierto de canas.

—El viento del norte es terrible. —Encojo la cabeza, con el rostro entre violáceo y azulado—. Se me han formado pequeños pedazos de hielo dentro del estómago. Cuando me siento en el sillón, los oigo entrechocar.

Estoy empeñada en ordenar los cajones, pero mi madre me lleva la contraria a hurtadillas. Recorre la habitación contigua dando zapatazos, impidiéndome pensar con claridad. Para olvidar sus pasos, saco una baraja de cartas y cuento en voz alta: «Uno, dos, tres, cuatro, cinco…». Los pasos se detienen de súbito y mi madre asoma su rostro cetrino por el marco de la puerta. Murmura:

—He tenido un sueño obsceno. Todavía noto un sudor frío recorriéndome la espalda.

—Y las plantas de los pies —añado—. A todo el mundo le exudan los pies un sudor frío. Ayer volviste a sacar a orear el edredón. Es algo habitual.

Mi hermana se acerca corriendo y me dice a escondidas que mi madre me quiere cortar el brazo porque la vuelvo loca abriendo y cerrando cajones. Nada más oír el ruido de los cajones, se pone tan mala que le entran ganas de meter la cabeza en agua fría y dejarla en remojo hasta pillar un grave resfriado.

—Estas cosas no son casuales. —La mirada de mi hermana siempre es fija, directa, tan incisiva que me provoca pequeños sarpullidos rojos en el cuello—. Mira si no nuestro padre, debe llevar diciendo eso de las tijeras por lo menos veinte años. En fin, ha sido así desde siempre.

Pongo aceite en los laterales de los cajones para abrirlos y cerrarlos con suavidad y sigilo. Llevo muchos días probando a hacerlo así y los pasos no han sonado en el cuarto de al lado. La he engañado. Está claro que se pueden burlar un montón de cosas, tan solo tienes que poner un poco de atención. Estoy entusiasmada. Me paso la noche en vela, animosa. Sin embargo, a punto de terminar de ordenar los cajones, la bombilla se funde de pronto y mi madre esboza una sonrisa fría en el cuarto de al lado.

—La luz de tu cuarto hace que me retumbe la sangre en las venas. Como tambores. Mira aquí —mi madre se apunta con el dedo a la sien, por la que trepa un gusano—, preferiría tener escorbuto. Siento como si me sacudieran el cuerpo por dentro todo el día, tronando por un sitio o por otro. No tienes idea de lo que es esto. Tu padre ha pensado incluso en suicidarse por culpa de esta enfermedad. —Extiende su mano gorda y me agarra por el hombro. La noto fría como el hielo, goteando sin cesar.

Alguien ha estado tramando algo junto al pozo. Oigo cómo lanzan el cubo una y otra vez, dando sonoros golpes contra los laterales. Cuando se hace de día, tiran el cubo con un golpe seco y huyen corriendo. Abro la puerta del cuarto de al lado y veo a mi padre aletargado, con una mano venosa fuertemente agarrada al borde de la cama, dejando escapar tristes gemidos en mitad del sueño. Mi madre está despeinada, dando escobazos aquí y allí. Me cuenta que, al amanecer, un enjambre de escarabajos longicornios ha entrado por la ventana, se ha chocado contra las paredes y ha acabado por todo el suelo. Cuando se ha levantado para limpiar y ha ido a calzarse, uno de los escarabajos, oculto en la zapatilla, le ha mordido el dedo del pie. La pierna se le ha hinchado tanto que parece un tonel.

—Ese —señala a mi padre, dormido— está soñando que lo muerden a él.

—En la cabaña del monte también hay alguien gimiendo. El viento negro arrastra algunas hojas de vid.

—¿Has oído eso? —En mitad del cuarto, entre la claridad y la penumbra, mi madre acerca la oreja al suelo y presta atención—. Los bichos estos se han desmayado de dolor al estrellarse contra el suelo. Han entrado en el instante en el que amanecía.

Aquel día volví a subir al monte. Lo recuerdo con total claridad. Primero me senté en el sillón con las manos sobre las rodillas; luego abrí la puerta y me adentré en el resplandor del día. Trepé por la montaña con los ojos cegados por las llamas de las rocas blancas. No había vides. Ni cabaña alguna.

Hojas rojas, de Can Xue

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