Opinión
Los Bridgerton: My Lady, no le amas, te lo quieres tirar
"Se pone el acento en la perpetuación de narrativas patriarcales, pero no tanto en cómo cierto público, habitualmente uno femenino, subvierte el orden al tomar detalles que bien promueven la autonomía, como la masturbación y el placer sexual, escribe Noemí López Trujillo. Para la autora, la serie 'Los Bridgerton' forma parte del “mainstream invisible”.
Hay una puesta en escena cada vez que una señora se hace los rulos, se enfunda en una faja y se aplica un poquito de pintalabios en las mejillas con la punta de los dedos. Hay en la búsqueda del autocuidado un placer estético propio, un ratito para una misma en un mundo en el que nos expropian el tiempo, un verse mona que te pone contenta. Hay algo casi teatral en que la señora se dirija al comedor, donde su marido y el sofá se funden en un solo ser mientras engulle una bolsa de papas fritas, y ella le pregunte a él: “Manolo, ¿a que voy guapa?”. A lo que él responderá, sin apreciar lo extraordinario del momento, algo como: “No sé, no entiendo de ropa” o “te hace un poco gorda”. Ella quizá le proponga dar un paseo, cogiditos del brazo, para lucir ese conjunto que se compró en las rebajas del Zara. Él se dejará el mismo atuendo con el que ha visto la tele, con el que se ha tomado una cañita en el bar y con el que se ha echado una siesta. El uniforme del buen señor: camiseta con algún logo promocional y pantalón holgado. Así que no me ando con rodeos: ¿que por qué triunfan Los Bridgerton? Pues porque en ella aparecen señores aseaditos, caballeros que dan la impresión de llevar la muda limpia, que no es poca cosa. Un hombre que no solo te mira, sino que te ve. Porque, como dice mi amiga Gabi, a veces solo queremos eso, “sentirnos vistas” en un contexto en el que se nos exige interpretar nuestra feminidad a la perfección pero que luego la invisibiliza e, incluso, la ridiculiza cuando nosotras la explotamos o nos reapropiamos de ella. Es el señor que te dice: “Me gustas más sin maquillaje” o “natural estás más guapa”. Como si, de alguna manera, te diese permiso para abandonar esa producción, desautorizando tu artificialidad.
Los Bridgerton no es ningún placer culpable, como dicen algunos, sino la fantasía masturbatoria de muchas mujeres. No es casual que en la serie los amantes beban más fluido vaginal que té inglés, que ya es decir, my lord. Apenas hay atisbo de sexo oral de ellas a ellos, lo cual podría ser problemático si la serie quisiese dar a entender que la felación es solo una práctica sumisa, despojándola del placer que muchas obtienen al realizarla. Creo, más bien, que es un producto cultural para el gustito de muchas señoras a las que rara vez les han arrancado las faldas y se les han tirado a la entrepierna con ansia mientras ellas agarran con fuerza la cabeza de sus amantes para que no se escapen. ¡Já! Y es desde ahí desde donde la serie funciona: se trata de una fantasía sexual femenina, con sus clichés y sus tópicos, simplemente para el disfrute, el entretenimiento y el goce.
Podría detenerme en muchos aspectos de Los Bridgerton, que es un poco como un Orgullo y Prejuicio mamarracho. Aspectos como, por ejemplo, la manera en que la figura de Lady Whistledown encarna la tan denostada política del cotilleo (el marujeo, el chismorreo) como artefacto subversivo para hablar de lo que a las mujeres no se les permite hablar. En este caso, además, atravesada por la clase social, evidenciando que los ricos se aburren mucho y quieren que se hable de ellos, aunque sea mal.
Pondría en valor, también, las fiestas exclusivamente femeninas que organiza Lady Danbury, en las que se ponen hasta arriba de copas y pierden los modales para ser maravillosamente ordinarias. O a personajes como el de Siena Rosso, cantante de ópera y demasiado disfrutona a ojos de la pacata e hipócrita realeza. O el de Marina Thompson, preñada sin estar casada y muy protomarxista ella al ser la única a la que le preocupan sus condiciones materiales. O el de Madame Delacroix, la modista con negocio propio que viste a la realeza y que siempre tiene la mueca de superioridad en la cara que se te queda cuando sirves a los ricos y te das cuenta de cuán ridículos son.
Pero no es eso lo que más me interesa de Los Bridgerton, sino el potencial erótico-festivo que contiene. La investigadora Elisa McCausland suele hablar del “mainstream invisible” en relación a esos productos culturales de consumo masivo cuyo efecto, en manos de cierto público, pasa desapercibido precisamente por ser productos infravalorados. Como ocurre con las novelas eróticas de Megan Maxwell o con esta serie creada por Shonda Rhimes, siempre se pone el acento en la perpetuación de narrativas patriarcales, pero no tanto en cómo cierto público, habitualmente uno femenino, subvierte el orden al tomar detalles que bien promueven la autonomía, como la masturbación y el placer sexual. Los Bridgerton puede interpretarse como una ficción donde las mujeres esperan al matrimonio para poder abandonarse al fornicio. O puede verse como una demostración de que, en realidad, a nosotras nos enseñan que el amor romántico es el único salvoconducto respetable para mostrarnos como seres que desean, cayendo rendidas a las promesas de amor eterno cuando, en realidad, lo que queremos es follar como unas descosidas. My Lady, tú no le amas, te lo quieres tirar.
¿Por qué diantres no se puede querer a alguien y querer follárselo o follársela?
«Manolo», «las papas fritas», «el sofá», «la camiseta»: es curioso (y triste) comprobar cómo el feminismo mainstream, escudado en el humor, emplea cada vez más dos actitudes censurables de la masculinidad hegemónica: el paternalismo y la condescendencia.