Opinión
El miedo y la pena que damos ante la guerra de Ucrania
"Y solo hay algo que dé más miedo que esta antelación del dolor que no hay diluvio universal que logre apagar: aceptar que toda esta pena ha provocado una ola de solidaridad internacional porque sus protagonistas son blancos, europeos y de cultura cristiana", reflexiona Patricia Simón.
Hay algo que da más miedo que el fin de la vida propia y de la de los seres queridos: la antelación de sus cenizas. Hay cierta fascinación ante la contemplación del precipicio: lo fácil que es convertir cuerpos que albergan mentes que componen afectos, melodías, ficciones e ingenierías mecánicas en jirones de carne sepultadas en fosas comunes; a hijos en retratos de pancartas portadas por madres que ya no temen nada porque sienten que nada tienen; habitaciones que hacían las veces de despacho mientras llegaba el día en que se convertirían en castillos para dragones imaginarios reducidas a escombros y alaridos desventrados sin consuelo.
En las primeras semanas de la invasión rusa, Kiev era el epicentro del terror psicológico. Tras el vaciado de quienes huyeron para poner a salvo a sus criaturas, aquellos que permanecieron portaban un rictus de turbación: allí permanecían mientras sabían que, en cualquier momento, el presente se podría convertir en pasado sin memoria. Adiós hogar, adiós proyectos, adiós familia, adiós amigos. Tuvieron que aprender en un instante a vivir al día. Y eso solo se aprende en generaciones. Así que el resultado era un viscoso y estruendoso pavor a lo que, semanas después, se confirmaría en Bucha –como antesala a los testimonios que nos llegan de Járkov, del Donbás o de Mariúpol–. Un terror que, envuelto en las sirenas antiaéreas, amortiguaba los silencios: los silencios de quienes no tenían qué decir porque su cabeza era una olla a presión; los silencios de quienes temían que sus palabras sirvieran de excusa en algún momento para finiquitarlos; los silencios de quienes, una vez ocurrido lo imposible, no encontraban sentido a verbalizar lo, posiblemente, irremediable.
Los ateos descubrimos la fe con la pérdida del ser querido: ante la muerte tenemos que recordarnos y convencernos cada día de que su ausencia es la demostración de que ya nunca volverá. Eso es el duelo: el rito de memorizar lo que ya no es ni será. Y entonces surge un miedo terrible al olvido: cada despertar es un volver a empezar, colocar la primera piedra, una vez más, ante la devastación total. Y ese miedo es, quizás, uno de los más difíciles de documentar. Porque es una idea, una probabilidad, que lo condiciona todo y cuyas víctimas potenciales prefieren omitir porque… ¿quién puede evocar a quien ama como futuro cadáver bajo las bombas?, ¿cómo preguntar si lo imagina?
Ante el anuncio de una ofensiva inminente, los habitantes de Kiev comenzaron un proceso de duelo preventivo sobre lo que estaban por perder. En los relatos de los millones de refugiados y desplazados escuchaban el eco de su propia pena.
En aquellos días, en la capital de Ucrania, pero también en otras ciudades, costaba encontrar a quien se permitiera llorar cuando relataba su mal. Había un esfuerzo por mantener la entereza como escudo de orgullo frente al agresor. Y mientras nevaba rugía una tormenta de verano que no cesaba: la del crujido de los bombardeos estrellándose contra las nubes y las ventanas. Y sonaba extrañamente parecido a cuando Silvia Pérez Cruz, en Diluvio Universal, la más triste de las elegías que le dedica a su padre muerto en su disco 11 de Novembre, comienza a cantar a capela:
“Ay, vidrieritas de cristal
si mi corazón tuviera,
te asomaras y lo vieras,
chorros de sangre llorar»
Siguiendo la estela dejada por los desplazados y refugiados, los periodistas llegamos a algunas ciudades antes de los chorros de sangre. Y era indómita la impotencia: nuestra presencia no evitaría nada. Al contrario, Rusia se permitió dejar claro desde un principio que aniquilar informadores era parte de su estrategia de tierra quemada –como ocurriera antes en otras invasiones, como la de Iraq de 2003–. Entonces ya resultó evidente que podría conquistar el territorio, ocupar con su Ejército y colonos, anexionarse el país; pero jamás convertir a su población en rusa. El miedo por sí solo no basta para someter; el tiempo bajo el yugo termina despertando la valentía de hasta a los más timoratos.
Pero en aquel momento todo era un matrix que proyectaba sobre los edificios de las ciudades que resistían las llamas que reducían a la nada Mariupol, Járkov o Chernihiv.
Y solo hay algo que dé más miedo que esta antelación del dolor que no hay diluvio universal que logre apagar: aceptar que toda esta pena ha provocado una ola de solidaridad internacional porque sus protagonistas son blancos, europeos y de cultura cristiana. Y ante ese espejo, ante ese matrix, lo que resulta casi tan insoportable es el racismo y la crueldad de nuestra sociedad.
*Patricia Simón estará firmando su libro Miedo. Viaje por un mundo que se resiste a ser gobernado por el odio (Debate, 2022) en Sant Jordi en Barcelona.
Quien no empieza su reflexión por Donbás 2014 sólo puede decir tonterías al gusto de los responsables occidentales de la guerra. Bruto el que nunca movió ni un dedito desde entonces y hoy sólo se pone a lloriquear porque se lo sugiere la tele del imperio.
Estremecedor testimonio que, aun así no retrata del todo el horror de la guerra. Me sorprende cuando veo escrito que los paises, llamémosles occidentales, hablan de investigar si en este conflicto se han cometido «crímenes de lesa humanidad». Como si la guerra, todas las guerras, no fuesen crímenes contra la humanidad. Y, además, el cinismo de volvernos solidarios con las personas refugiadas cuando llevamos años rechazándolas.