Crónicas | Internacional
Las orejas del lobo asoman por Francia
Emmanuel Macron ganó la primera vuelta de las elecciones presidenciales pero no pudo ocultar su preocupación por el ascenso de la extrema derecha. Marine Le Pen, exultante, está a un paso del Elíseo. Ahora sí. Ahora va en serio.
La extrema derecha se convirtió anoche en la primera fuerza política de Francia. La primera vuelta de las elecciones arrojó un panorama inquietante: Marine Le Pen mejoró en casi medio millón de votos los resultados de 2017, unos apoyos a los que ahora hay que añadir los 2,4 millones que aporta el extremista Éric Zemmour. La pelea por la segunda vuelta, que se disputará el próximo 24 de abril, entre el presidente Emmanuel Macron y la líder de Reagrupamiento Nacional se presenta más cerrada que nunca.
Las empresas de sondeos empezaron, desde la misma noche de ayer, a escupir pronósticos sobre la que es la cita electoral más importante en la historia reciente de Europa. Y lo más alarmante es que cambiaban en cuestión de minutos. Si la cadena estatal France 2 hablaba de un 54/46 a favor de Macron en la segunda vuelta, esa percepción ha ido cambiando poco a poco pero inexorablemente. El instituto Ifop auguraba un empate técnico: 51% a favor de Macron y 49% para Le Pen.
Estos números aún no se conocían cuando los líderes de los partidos salieron a comentar los resultados de la elección en sus cuarteles generales. Pero algo se olían. La exultante alegría de Le Pen contrastaba con el semblante preocupado del presidente. El claro ganador de la contienda tenía la cabeza en otra parte. Estaba repensando su estrategia, calculando qué concesiones tendrá que hacer a la izquierda para atraerse su voto. La misión no es fácil: el presidente que más fuerte ha pegado a los trabajadores, el que eliminó el impuesto a la riqueza y subió los impuestos al carburante, el que quiere subir la jubilación a los 65 años tiene que salir ahora a pedir (más bien a suplicar) la ayuda de quienes han sido atropellados por sus políticas.
Votar «en conciencia»
Valérie Pécresse, candidata de la derecha tradicional y una de las grandes derrotadas de la noche (sólo consiguió el 4,8% de los votos), utilizó una expresión muy elocuente para marcar el camino a sus seguidores el próximo 24 de abril: «Votaré, en conciencia, a Emmanuel Macron para impedir la llegada al poder de Marine Le Pen y el caos que resultaría de ello». Disfrazaba así, de sacrificio, lo que entra dentro de la lógica más aplastante. Es cierto que entre los gaullistas también hay díscolos y resentidos que hoy se arriman a la extrema derecha (como es el caso de Éric Ciotti, que perdió las primarias de Los Republicanos contra Pécresse), pero en su mayor parte apoyarán sin excesiva pesadumbre al «presidente de los ricos».
Pero si hay una fuerza política que ha representado históricamente la lucha «en conciencia» y el sacrificio por un bien mayor esa ha sido siempre la izquierda. Ejemplos hay muchos. Los soviéticos pusieron encima de la mesa 27 millones de muertos para derrotar al nazismo. Sin ellos, los añorados «Treinta Gloriosos» que dispararon el desarrollo y el bienestar de Francia sencillamente no hubieran existido. En España, el PCE tuvo que aceptar un rey y una bandera ajenos para impedir otra guerra y hacer posible la democracia. Hoy la clase obrera vuelve a estar en la misma tesitura: votar en contra de sus propios intereses para evitar la reedición del fascismo en Europa. Expresamente, han pedido el voto para Macron el candidato de los verdes, Yannick Jadot (que reunió ayer el 4,6% de los sufragios), el comunista Fabien Roussel (2,3%) y la socialista Anne Hidalgo (1,7%). Mélechon también lo hizo, a su manera, y son precisamente sus maneras las que ponen a sus detractores como una moto.
«Sabemos por quién no votaremos jamás», declaró. «Como dije hace cinco años, nuestros votantes saben qué hacer. Son capaces de saber lo que es bueno para el país. Sé que hay quien nunca perdonará nuestra confianza en la democracia. Así pues… no debéis darle un solo voto a la señora Le Pen». Y quiso recalcar su mensaje: «Voy a repetirlo porque a veces digo las cosas pero es como si nunca las hubiera dicho. Vuelvo al principio: ¡No hay que darle un solo voto a la señora Le Pen!». Y repitió la consigna dos veces más entre aplausos y vítores de sus seguidores. ¿Fue suficiente? Por supuesto que no. Mélenchon, según la mayoría de analistas políticos, debía haber pedido el voto para Macron directamente para evitar la tentación de la abstención. La derrota no basta, hay que comerse las palabras, hay que hacer profesión pública de fe, hay que pasar por debajo del futbolín. Es sorprendente ver a tertulianos hechos y derechos reclamando para la política los usos y costumbres del patio de colegio.
El veterano líder de La Francia Insumisa, por otra parte, tenía motivos para mostrarse frustrado, aunque no lo hizo; apareció ante los suyos sorprendentemente animado. «La lucha continúa», dijo mostrando una singular fortaleza de ánimo. Se quedó a medio millón de votos de la segunda vuelta. La sempiterna división de la izquierda, irónica expresión que no provoca hoy ninguna gracia, lo impidió. En 2017, la formación de Mélenchon y el Partido Comunista acudieron juntos a las urnas. Esta vez no fue así porque Roussel ganó sus primarias prometiendo que irían solos a las presidenciales y que abandonarían las moderneces de la izquierda contemporánea para retornar a las inquietudes del pueblo llano. La ecología y el feminismo están muy bien, venía a decir, pero hay que volver a hablar el lenguaje de nuestro electorado tradicional para que no se vaya con la extrema derecha. Acumuló casi 800.000 votos. El camino al infierno está empedrado de buenas intenciones.
Ya están aquí
Hay que reconocerle a Marine Le Pen un olfato político que le ha faltado a la mayoría de exponentes del neofascismo, tan inclinados al patrioterismo testicular. Cuando dejó de hablar del peligro musulmán y empezó a hacerlo del poder adquisitivo, de las clases populares olvidadas, de los perdedores de una globalización que sólo ha favorecido a las élites y que tiene a Macron como uno de sus adalides, se llevó finalmente el gato al agua. Desde hace algún tiempo y según diversas encuestas, los votantes de Reagrupamiento Nacional no se ven a sí mismos como personas de extrema derecha. Lo son, claro, pero ellos piensan que no. Y eso es lo importante.
Así pues, cuando Le Pen, anoche sin ir más lejos, apelaba a «la igualdad entre hombres y mujeres», estaba ejerciendo una forma sutilísima y difícilmente atacable de islamofobia. Ha remozado el discurso de su formación, matando figuradamente al padre (Jean-Marie Le Pen) y fabricando una neolengua capaz de confundir a izquierdistas poco avisados. La ultraderecha que ha conseguido alumbrar es tan sofisticada que ya ni siquiera se puede hablar de populismo. Populista es Zemmour, que se ha quitado la careta de intelectual de derechas para ofrecer la imagen de un hombrecillo xenófobo cuasi demente.
Zemmour contaba con ese prestigio (que tan bien conocemos en España) del derechista cultivado, elocuente, capaz de ofrecer argumentaciones sólidas para posturas políticas insostenibles. Un ejemplo: en cierta ocasión acudió al programa de radio de Alain Finkielkraut (Repliques) para minimizar la actuación del mariscal Pétain durante la ocupación alemana y reparar su memoria. Tal cual. ¿Cómo ha podido un defensor del colaboracionismo tener tanta presencia en la esfera pública francesa? Pues en parte gracias a magnates de la comunicación como Vincent Bolloré. Metido ya a candidato, el nombre de su movimiento no podía ser más expresivo: Reconquista. Como la iniciada, según la leyenda, por Pelayo en la Península Ibérica.
«Somos los únicos en defender nuestra civilización», dijo ayer Zemmour, tras conocerse los primeros resultados. Su extremismo ha contribuido en buena medida a suavizar la imagen de Le Pen, para la que pidió el voto en la segunda vuelta. En la despedida de los suyos pronunció solemnemente una frase asombrosa: «Viva la República. Pero sobre todo, sobre todo… viva Francia». Era el punto final royaliste, en la mejor tradición de Acción Francesa, a una campaña delirante. Puede parecer extravagante, pero ese nicho de voto existe. Y al contrario de lo que ocurre con la izquierda, la división de la ultraderecha no le ha perjudicado sino que ha favorecido sus intereses.
Marine Le Pen, gracias a las diatribas de Zemmour, parece seria. Y lo es más comparando sus programas: donde ella presenta un plan económico elaborado, él ofrece un panfleto literario sobre terrorismo y el fin de la patria. El próximo 24 de abril ambas corrientes, la formal y la conspiranoica, convergerán. Y Macron se tienta la ropa… con razón.
Ahora sí. Ahora va en serio. Ocurrió en Estados Unidos. Ocurrió en Brasil. Y hoy Francia (y con ella todas las democracias europeas) está rodeada.
Menos mal que en el penoso y ya agonizante reino de Españistan conseguimos superar eso del fascismo egpañol llamado franquismo , si no hubiera sido así ; no quiero ni pensar como estaríamos los spanish peaple ,je ,je ,.je .
Salud.
Puede qué Le Pen no quede cómo presidenta, pero, seguro, quedará cómo forunculo de Macron.