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Una auténtica impostora

La fascinación que ejerce 'La impostora' de Nuria Barrios tiene que ver con su manera de acercarse a la traducción no sólo como disciplina sino con cómo la autora la mezcla con emociones, "la traducción como la práctica de la admiración", como explica.

Portada de 'La impostora. Cuaderno de traducción de una escritora', de Nuria Barrios (Páginas de Espuma).

En La impostora. Cuaderno de traducción de una escritora ( Páginas de Espuma), Nuria Barrios escribe sobre la traducción, un tema que a primera vista interesaría sobre todo a quienes trabajan con, sobre o en los alrededores del oficio de traductor o, más bien, por seguir la reflexión de Barrios, de traductora. Y, sin embargo, pronto queda muy claro que su escritura no va dirigida solo a lectores y lectoras especializados, sino a cualquiera que tenga un mínimo interés por la lengua, la lectura o la cultura en general.

¿Y por qué escribo «la traductora» en lugar de «el traductor? Porque como Barrios señala en su ensayo, si el traductor es un fantasma, ese individuo invisible cuya importancia para la calidad de la obra en un idioma en el que no se escribió a menudo se olvida -y a quien con frecuencia no se menciona en portada–, más invisible aún es la traductora, no solo relegada en los grandes premios, también a veces ocultada, como sucedió en el caso de la primera traducción al español de La metamorfosis, falsamente atribuida a Borges incluso cuando ya se sabía que no la tradujo él, y que probablemente era obra de una mujer.

Una parte del ensayo la componen pequeños episodios como este último, que iluminan la historia de una actividad con frecuencia poco apreciada. Así, nos recuerda la prohibición de traducir la Biblia a lenguas vernáculas, que costó a William Tyndale ser estrangulado y quemado, y a John Wycliffe, con mayor fortuna, ser desenterrado treinta años después de morir para hacer una quema conjunta de sus huesos y su manuscrito. O las disputas entre escuelas, por ejemplo entre quienes piensan que «la traducción debe causar en las lectoras un efecto similar al que produce la obra original, aunque para conseguirlo sea preciso, a veces, desviarse de ella» y quien, como Nabokov, sostiene que «la sintaxis y las peculiaridades lingüísticas del original deben ser escrupulosamente respetadas», dos objetivos que, llevados al extremo, son imposibles, aunque el segundo tiene para mí un cierto regusto de elitismo intelectual. Y anécdotas entre extravagantes y terroríficas, como la de aquel traductor de Los versos satánicos que, ante los ataques, a veces mortales, que estaban sufriendo los traductores de ese libro condenado, en lugar de firmar la traducción con su nombre usó el de su mujer.

Pero estas narraciones, aunque amenas y didácticas, no son para mí lo más importante del ensayo, cuyo núcleo no es tanto hablar de «traducción» como de «traducir», esto es, sobre cómo afecta a la mente y al cuerpo de la traductora, qué exige de ella, qué le aporta: «la traducción requiere un cuerpo paralizado y un cerebro en ebullición», nos dice Barrios y habla de su necesidad del yoga para soportar las larguísimas jornadas sentada al teclado, casi inmóvil. Y también: «Quien traduce abandona la realidad exterior y se instala en un no-lugar. Ausente y presente al mismo tiempo, está sin estar, no está estando». Y en ese estar y no estar, ser y no ser la autora de las páginas que leemos, actividad que se vuelve aún más compleja porque es una escritora que traduce y una traductora que escribe, está la clave del título. Quien traduce se adentra en un mundo que no es el suyo y adopta una máscara y una voz ajena: «Cuando traduzco, he de abandonar esa voz [la de la escritora] para encontrar esa otra que refleje la del autor traducido […] La escritura, por el contrario, está teñida de identidad».

La fascinación que ejerce La impostora tiene que ver precisamente con su manera de acercarse a la traducción no sólo como disciplina o como resultado de una actividad intelectual sino con cómo la autora la mezcla con emociones, con eso que sucede durante el acto de traducir, con «la traducción como la práctica de la admiración«. Admiración, entusiasmo, amor, por el lenguaje, por la literatura, por los mundos que nos abre; por eso, para ella no hay traición alguna en el hecho de traducir: «La única traición en una traducción es la falta de amor. ¿Qué es una mala traducción sino una declaración de indiferencia?». Este amor -no los míseros honorarios, otro capítulo del libro– lleva a la paciencia, a la inmersión en el texto, a descifrarlo con la misma pasión con la que desciframos el mundo y la vida: «… si Odiseo no hubiera huido, si hubiese permanecido atento y paciente, habría comprendido el canto de las sirenas».

Leyendo a Nuria Barrios tengo la impresión de que es la traductora que cualquier escritor o escritora desearía tener. Entusiasta, concienzuda, capaz de entender que la literatura no es solo texto, sino que es una parte de la vida de quien escribe y de quien lee, y se enfrenta a ello sintiéndose responsable de lo que el texto hará con las lectoras y los lectores.

«La sinceridad es una categoría que pertenece a la vida; la autenticidad, al arte», nos dice. Y este libro, que es tanto reflexión sobre el arte como sobre la vida, ofrece la ventaja de ser ambas cosas: sincero y auténtico.

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