Crónicas | Internacional
Rescatar en autobús a quienes no pueden huir de las bombas
Un cura y un payaso lideran una iniciativa de un pueblo de Dnipro dedicada a rescatar a personas con discapacidad y problemas de movilidad atrapadas en las zonas bombardeadas por las tropas rusas. Lo hacen en furgonetas y autobuses.
Sus cuerpos, tan rígidos como inmóviles, no podían adaptarse a los asientos del autobús. Estos ancianos llevaban años encamados y teniendo que ser asistidos por sus cuidadores para realizar sus funciones más básicas. Así que cuando el padre Andriy Pinchuk y el payaso Jan Tomasz Rogala llegaron a la residencia de ancianos ya sabían que tendrían que acomodarlos, de la mejor manera posible, en los maleteros. Sobre mantas y edredones, fueron colocando a dos ancianos por hueco, seis en total, y cerraron los portones. Otras 30 personas ancianas que, al menos, podían mantenerse en pie con ayuda, eran subidas al interior del autobús justo cuando se reiniciaron los bombardeos. “Habían estado atacando la ciudad todo el día pero, curiosamente, en el momento en el que salimos de la residencia pararon. En cuanto el conductor arrancó, volvieron a caer los morteros”, explica Julia Dedgtiar, una de las mujeres rescatadas.
Casi seis horas después, y al filo de la medianoche, el autobús llega a Voloske, una pequeña población rural a orillas del río Dnipro en la que, en el segundo día de la guerra, su comunidad convirtió su colegio en un en un refugio para los desplazados del Donbás. El párroco Andriy Pinchuk, vestido con su sotana de lino beige y su crucifijo en el pecho, abre el maletero y ahí dentro, acurrucadas, con rostros aterrados, aparecen las ancianas. Unos adolescentes las envuelven en las colchas entre las que han viajado y las cargan hasta una de las aulas convertidas en dormitorios. Algunas se quejan por el dolor con sonidos guturales. El sacerdote las coge de la mano, las consuela y las calma, hasta que se sienten tranquilas para ser trasladadas.
Mientras, un hombre avanza solo, apoyado en su bastón, hacia ningún sitio: no sabe dónde está ni cómo ha llegado hasta aquí. Una mujer espera, apoyada en otras dos ancianas, a que alguien le traiga una silla de ruedas. La escena tiene tintes apocalípticos de devastación: son los últimos de entre los últimos. Quienes ni siquiera se podían plantear que podían huir.
Ya dentro del aula en el que la mayoría de las mujeres pasará la noche, el olor es irrespirable. Muchas de ellas llevan días sin poder ser lavadas por la falta de agua y de luz corrientes provocada por los ataques rusos. Y, aun así, quienes pueden se empeñan en mantener su dignidad. Como Tamara Semerick, quien, en cuanto se sienta en el camastro que han colocado para ella los voluntarios, empieza a sacar de una bolsa de plástico de supermercado las pocas pertenencias que conserva a estas alturas de su vida y que va desplegando en un mueble que hace las veces de mesita de noche: un herrumbroso hervidor de agua, un medidor de la tensión, unas cajas de pastillas, un rollo de papel higiénico, y un teléfono móvil de, al menos, veinte años de antigüedad que, pregunta en cuanto llega, dónde puede ponerlo a cargar.
“Mi hijo vive en Moscú desde hace más de 25 años. Antes de la guerra quería que me fuese a vivir con él, pero yo no quise porque en mi pueblo están las tumbas de mi otro hijo, de mis padres, de mi marido. Y no las quería abandonar. Y ahora ya no me puedo ir porque no se puede viajar a Rusia desde Ucrania”, explica, ataviada con un desgastado vestido de flores rojas y una boina de lana violeta. Toda su vida fue maestra de infantil: “Todo el mundo quería que le tocasen mis niños porque a los con años ya les había enseñado a leer y a escribir”, rememora, mientras su mirada azul chisporrotea antes de compartir su gran aprendizaje vital. “Lo más importante en la vida es tener un trabajo que te apasione”, revela, rodeada de personas que, en su mayoría, no recuerdan su vida anterior, ni a qué se dedicaron ni dónde vivieron hasta ayer.
Exactamente el momento vital contrario al que se encuentra Artur Pavlyniv, uno de los chavales que ha cargado a las personas ancianas y preparado las aulas en las que pasarán los próximos días. Desde que comenzase la guerra prácticamente vive en el edificio en el que pasó su infancia como alumno. “Esto es lo que podemos hacer ahora por ayudar a nuestro pueblo. Pero si me llaman para unirme al Ejército, estaré listo para defenderlo también mediante las armas”, explica, mientras bromea con sus amigos de toda la vida, también volcados en ayudar en este refugio, tan niños aún todos ellos que resulta ridículo imaginarlos disparando en el frente.
En la entrada del edificio, un hombre de unos 60 años hace guardia con una escopeta de caza. Es lo habitual en las zonas rurales. Vecinos de los pueblos controlan los accesos con armas desfasadas e inútiles ante una eventual incursión de soldados rusos. Se muestran especialmente nerviosos cuando, como en el caso de esta periodista, tiene que identificarme de noche, pasada la hora límite marcada por el toque de queda. Ucrania se está defendiendo de la invasión mediante una intrincada red que va desde los soldados profesionales mejor pertrechados a campesinos con un cuchillo como toda arma defensiva.
«Una partida de videojuego que no se acaba»
“El 24 de febrero fue la primera vez que mi mujer y yo dejamos solos a nuestros hijos adolescentes para pasar un par de días con unos amigos en Kiev. Por la noche, desconectamos el móvil y comenzaron los ataques. Mis hijos nos llamaban pero no podían localizarnos. Al día siguiente, intentamos volver rápidamente, pero había muchos atascos, tuvimos que pasar cerca de Chernihiv, que estaba siendo bombardeada, pero conseguimos llegar. Imagínate lo poco que podía imaginarme que esta guerra iba a tener lugar”, explicaba el día anterior Andriy Pinchuk, párroco, exalcalde y alma de Voloske, un pueblo de 1.300 habitantes que ya en 2014, cuando comenzó la guerra del Donbás, también convirtió este colegio en un centro de acogida.
“Pero aquello fue mucho menos grave. Ahora, cuando, conseguimos entrar en Járkov, la gente estaba tan desesperada que se subió en tromba al autobús y quienes no cabían se agarraban a las puertas llorando. Pensé que no podríamos salir de allí por el peso, eran varios cientos de personas subidas al autobús, mientras nos bombardeaban”, explica Pinchuk, sentado en el polideportivo de la escuela, rodeado de más de 100 colchones y mantas.
“Una de las veces, trajimos a una madre que había pasado tres días escondida con su hija en la casetilla de madera donde se guarda la basura. Otra, a una mujer que llevaba cinco días sin comer. Recuerdo también a los niños de un orfanato que se ponían a temblar y llorar cuando apagábamos las luces porque, para ellos, la oscuridad significaba que empezaban a bombardear”, continúa narrando, rodeado de una frenética actividad.
En la sala principal del edificio, varias voluntarias hacen manualidades con una veintena de niños sentados alrededor de una mesa. Junto a ellos, un hombre vestido con una chaqueta burdeos y un pañuelo amarillo de lunares negros al cuello juega al pinpong con uno de los críos.
“Los niños llegan como cachorrillos asustados, no se fían de nadie y no dejan que nadie les toque. Están muy afectados por el sonido de las explosiones. Es un tipo de miedo que no tienen los adultos porque nosotros nos activamos para proteger a los menores. Pero los niños son pacíficos, no entienden lo que les está pasando y no saben qué hacer con todo ese terror. Cuando llegan aquí, se sienten a salvo y acogidos por los voluntarios y los payasos y, poco a poco, se van relajando. Y los padres, al ver que sus hijos vuelven en sí, se relajan también”, explica Dmitry Mosin, ilusionista y propietario de un teatro en Járkov que ha desaparecido por las bombas. Él mismo fue rescatado, junto a sus dos hijos y su esposa, por el padre Pinchuk y su amigo el payaso Jan Tomasz Rogala.
“Nosotros no sabíamos lo que era la guerra. Ahora sentimos que vivimos en una partida de un videojuego que no se acaba. Cuando estás en una ciudad sitiada, no puedes dejar de pensar en la guerra. Es agotador. Los aviones pasan sobre tu cabeza y piensas que…”. Y se queda en silencio. Las mañanas que no viene a hacer trucos y jugar con los críos, Mosin acude al hospital infantil de Dnipro para distraer a los niños y niñas heridos por los bombardeos rusos. En la huida no trajo ninguno de los instrumentos que utiliza como ilusionista, así que sus compañeros de la Fundación Pomogaem (“Ayudando”, en español), fundada por payasos especializados en la atención hospitalaria, le han dejado unas cuerdas, una chaqueta y un pañuelo para que vuelva a hacer reír a niños y mayores. “Reconstruiré mi teatro como hizo Edison con su empresa”, dice, amargamente, quien se ha formado con los mejores ilusionistas de Estados Unidos, Alemania o Francia.
La importancia de recordarles que son capaces de tomar decisiones
Un día más es casi media noche cuando Jan Tomasz Rogala irrumpe en el patio del colegio en su furgoneta azul con dibujos de payasos en los laterales. Trae a tres mujeres de una misma familia: la abuela, la madre y la niña de trenzas que agarra su peluche. Tomasz es un polaco fibroso, locuaz y enérgico que desde hace años dirige la Fundación Pomogaem y que desde el comienzo de la guerra evacúa, ya sea en autobuses o con su propio vehículo, a personas atrapadas en las zonas ocupadas por las tropas rusas o muy cercanas a los combates de la línea del frente.
“Cuando entras en estas ciudades, lo que más sorprende son sus avenidas vacías con los edificios destruidos. Es como entrar en una película de guerra. Cuando las personas rescatadas se suben al coche o al autobús, se quedan en silencio las primeras horas. Luego empiezan a hablar y te dicen: ‘Llévame a donde sea’. Cuando llegan al centro, lo que hacemos como payasos es poner un poco de magia en sus vidas para que puedan olvidarse por un rato de lo que están viviendo. Eso les da esperanza”, explica este hombre que desde hace más de un mes conjuga una doble identidad: la de rescatador y la de payaso. Y ambas salvan vidas, a su manera.
Tras dormir por primera vez en un mes sin escuchar bombas, Aleksandr Karich, de 82 años, ha desplegado sus témperas y sus pinceles en el suelo del polideportivo y pinta una arboleda imbricada, inspirada en una foto que trajo consigo cuando fue evacuado de la residencia en la que vivía. Con un algodón difumina los contornos de las copas, y cuando esta periodista le pide fotografiarle, le sale la coquetería y se quita las gafas. Tampoco le hace gracia dejar registro de la obra a medio concluir, pero accede amablemente.
“Yo no quería ser pintor, pero era la ilusión de mi padre y cuando este murió, y yo pensé en dejarlo, mi madre me pidió que mantuviera mi oficio en su memoria. Me he dedicado toda la vida a pintar la actividad de las fábricas que me contrataban. Ahora ya me gusta”, explica, con las botas de la nieve quitadas y los pies apoyados en la pista deportiva de madera donde vive hoy.
En Ucrania se distinguen los ricos de los pobres, entre otras cosas, por sus zapatos. Mientras los pobres visten botas altas, con suelas de plástico gruesas y distintas capas de paño para preservar el calor, los ricos visten zapatillas deportivas o zapatos de piel. No necesitas ir demasiado abrigado si sabes que vas a estar poco tiempo a la intemperie y que los espacios cerrados en los que te sueles mover tienen la calefacción garantizada. Pero entre los desplazados que huyen ahora, un mes y medio después de que comenzase la invasión rusa, también hay quienes lo hacen en zapatillas de andar por casa o en zuecos. Son los pobres entre los más pobres, los que esperaron más para desplazarse porque no tienen dinero para emprender el exilio ni, en muchos casos, a quién acudir dentro de Ucrania.
“Aquí poco más podemos hacer que devolverles su autoestima para que sepan que son capaces de tomar decisiones. Porque tras conseguir ponerse a salvo de las bombas, tienen que tomar muchísimas decisiones y, a menudo, se sienten devastados y desorientados”, explica Victory Navizhna, psicóloga y voluntaria del centro. “En las primeras semanas, muchas personas llegaban, pasaban un par de días y seguían su camino a países europeos. Ahora no saben dónde ir porque no tienen dinero para afrontar una huida. Así que buscamos alojamiento en los alrededores o en otros sitios en los que tenemos contacto”, añade esta mujer que había abandonado su profesión como psicóloga para dedicarse, desde 2018 a dirigir una feria literaria en Dnipro. La guerra le ha obligado a retomar su vocación inicial.
“Para muchas personas, esta es la segunda vez que se convierten en desplazados. Ya lo vivieron en 2014. Cuando llegan los adultos, al principio se muestran enteros. Pero cuando comen, encuentran un lugar cálido y una cama, se derrumban”, explica junto a Igor, su marido, al que no le deja de sonar el teléfono. Es el encargado de mantener la comunicación con las personas atrapadas que piden ser evacuadas. “Si tienen agua y comida y la situación es muy crítica, les recomiendo que esperen a que podamos entrar. Porque muchas están tan desesperadas que quieren salir por sus propios medios ya. Es muy duro escucharles desesperados y decirles que tienen que esperar”.
Desde que comenzase la guerra, este refugio ha acogido a más de 4.000 personas, en su mayoría, personas en situaciones de especial vulnerabilidad: con discapacidades, falta de movilidad, aisladas… Y la mayoría de ellas han sido rescatadas por sus voluntarios en autobuses, furgonetas y coches. “Cuando te bombardean, te encoges y piensas que se acabó. De repente, escuchas un sonido lejano a ti, levantas la cabeza y ves la columna de humo negro. Entonces sabes que sigues vivo”, explica Jan Tomasz Rogala, mientras Cheban Galina, enfermera del colegio y, ahora, de este refugio, se lleva a las mujeres que acaba de traer para hacerles una revisión médica básica.
Víktor Danko avanza por el pasillo agarrándose a la pared con una mano y al bastón con la otra. Viste un abrigo de pelo largo negro y un gorro de piel verde. Tiene 85 años y solo quiere hablar de por qué, durante su vida laboral, no le pagaron cómo se merecía. “Bajábamos a la mina, quince, dieciséis horas, y nunca nos pagaron lo que merecíamos ni nos reconocieron nuestra aportación a la Unión Soviética”. Da igual sobre lo que se le pregunte. Ese es su dolor, lo que quiere verbalizar.
“Solo podremos librarnos del odio cuando Rusia reconozca los crímenes que ha cometido, pida perdón y pague por ello. Dicen que los rusos no son culpables de lo que hace su Gobierno, pero llevan eligiendo a Putin más de 20 años. Aquí hemos cambiado muchas veces de presidente. Eso es lo que no les gusta, que tenemos democracia”, espeta el padre Pinchuk, quien nunca se imaginó que para cumplir con su mandato religioso, tuviera que vestir chaleco y casco antibalas.
“La Unión Europea no se quiere implicar más porque no quiere la III Guerra Mundial. Pero no se da cuenta de que ya ha comenzado y de que Ucrania no solo necesita armas defensivas, sino también de ofensiva. Pero terminará implicándose cuando los países empobrecidos padezcan hambrunas porque no les llegan nuestros cereales. Entonces sufrirá una crisis de refugiados mucho mayor que la ucraniana y entonces declararán la zona de exclusión aérea porque el sufrimiento global va a ser enorme”, concluye este hombre de semblante amable y dulce al que se le nubla y endurece cuando verbaliza esta especie de maldición. Cuanto más se alarga esta guerra, más difícil resulta encontrar a alguien que crea que la negociación es la solución. Incluso en este refugio de la solidaridad y la compasión.