Política

Francisco Martorell: “La izquierda actual funciona como las distopías, emplea el miedo a modo de acicate y busca prevenir males”

El doctor en Filosofía Francisco Martorell Campos es autor de 'Contra la distopía: La cara B de un género de masas' (La Caja Books, 2021).

El doctor en Filosofía Francisco Martorell Campos. ISMAEL LLOPIS

Lo que ha escrito Francisco Martorell Campos en Contra la Distopía (La Caja Books, 2021) es más que un ensayo. Se trata de un compendio de reflexiones sobre la manera como miramos al pasado, el presente y el futuro. Más que eso: es un ensayo sobre la politización del miedo a un futuro catastrófico, sobre la nostalgia reaccionaria, sobre el desconocimiento del mundo físico y una tesis sobre la ingenuidad.

A lo largo de casi 250 páginas, el autor aborda las diferentes características de las distopías, su nacimiento, su historia y su recorrido a través de una serie de productos culturales tanto mainstream como alternativos. Escribe: “Estamos sin utopías influyentes y compartidas, presos de la impotencia, el miedo y la fascinación por el apocalipsis: vivimos tiempos en los que la facultad de imaginar futuros políticamente mejores se halla en stand by”. A esta falta de utopías se le suma una proliferación del pensamiento distópico, domesticado y mercantilizado por un sistema que promueve el ascenso del individualismo neoliberal, que promulga la impotencia como emoción y que ha provocado un declive en la esperanza social. Porque como ya escribió Frederic Jameson en 1994: “Parece que nos resulta más fácil imaginar el total deterioro de la tierra y de la naturaleza que el derrumbe del capitalismo”. 

Pandemias, posibilidad de una tercera guerra mundial, ataques químicos… ¿Vivimos en una distopía?

En los años cincuenta, en los colegios rusos y estadounidenses se enseñaba qué se tenía que hacer en caso de ataque nuclear y a nadie se le ocurría decir que vivía en una distopía. La filósofa Marina Garcés hablaba hace poco del hastío que le provoca que se diga esto: no estamos ni en un apocalipsis ni en una distopía. Ella dice que usamos estas palabras para no llamar a las cosas por su nombre. Gran parte de los males que estamos viviendo son expresiones de la pobreza e injusticia económica, o de la discriminación, la explotación y el imperialismo. En lugar de usar las palabras políticas de las que dispone el lenguaje de la izquierda para denunciar la realidad, hacemos uso de eufemismos.  

¿Qué puede decir del estallido de la pandemia en marzo de 2020?

Los peores momentos de la pandemia recordaban a películas y novelas catastrofistas, no distópicas. La vivencia que experimentamos a nivel colectivo con la pandemia fue algo nuevo. En aquel momento hice un repaso por las distopías que presentan futuros en los que los individuos viven confinados durante toda su vida. Tras revisar la literatura sobre este tema, me di cuenta de que nuestra situación no tenía nada que ver con lo que describía esta corriente distópica. Se producían coincidencias en el apartado formal, pero no en el contenido. 

¿Qué diferencias?

En las distopías del confinamiento, los individuos no desean salir de los recintos blindados en los que se encuentran aislados porque han sido adoctrinados para que tengan un miedo insoportable a salir al exterior; nosotros, ciertamente, sí que queríamos salir. En las distopías del confinamiento, los individuos ni pueden ni quieren verse en persona, cara a cara, más allá de las pantallas. El simple hecho de pensarlo les produce náuseas y ansiedad. Eso tampoco nos pasaba a nosotros. De hecho, nos ocurría lo contrario. En este caso, el concepto ‘distopía’ se usó de manera poco exacta. Ningún columnista dejó pasar la oportunidad para usar la palabra y difundir el mantra de que “estamos viviendo una distopía”.  

Y del Saldremos mejores, ¿qué puede decir?

Pues que la ingenuidad no conoce límites. Fue un síntoma de cómo la sociedad actual oscila entre el alarmismo distópico y el optimismo cándido del pensamiento positivo y similares. Creo que hay que buscar una alternativa a esos extremos ideológicos que nos impiden articular un pensamiento crítico adecuado. Lo cual no impide reconocer que durante algunos momentos de la pandemia afloraron fenómenos ilusionantes, como las redes de apoyo mutuo, la revalorización de trabajos tradicionalmente minusvalorados o el debate sobre la Renta Básica Universal

La pandemia trajo un deseo de retorno a la naturaleza, salir al campo y volverse al pueblo. Escribe en el libro: “La historia de las ideas demuestra que la llamada de la naturaleza escuchada por los disidentes distópicos y la gente actual es un constructo social, algo tan artificial y, por ende, culturalmente mediatizado como el frenesí provocado por las óperas de Wagner y el chupinazo de San Fermín”.

Muchas distopías coinciden con las utopías del campo en rechazar la modernidad, cuyas utopías arquetípicas son urbanas, industrialistas y extractivistas, el reflejo de la fe ilustrada en el progreso tecnológico y científico. La idea de que, ante una catástrofe, hay que huir a las zonas rurales no solo se encuentra en infinidad de novelas y películas del género, sino que es uno de los primeros pensamientos de las personas ante una catástrofe real.

Es comprensible que, ante un acontecimiento social traumático, la gente busque refugio en espacios más tranquilos, orgánicos y solitarios. Sin embargo, el mensaje de la distopía es más ambicioso e hilvana un diagnóstico de la civilización que viene a decirnos: solo recuperaremos la libertad y la identidad perdidas en la metrópolis si nos reconciliamos con la naturaleza y nos renaturalizamos, es decir, si nos emancipamos de los artificios. Esta disyuntiva entre lo natural-liberador y lo artificial-opresor es teóricamente ridícula y políticamente peligrosa. De hecho, puede alentar y justificar la barbarie. Así ocurrió, por ejemplo, con los nazis y los Jemeres Rojos, devotos de lo natural.

Irse al campo. 

La fantasía recurrente de volver al campo está hoy en el subconsciente ideológico de las sociedades tardocapitalistas. Además del matiz que acabo de aportar, habría que recordar que en los cincuenta y los setenta la gente no se fue a las ciudades por afición, sino porque la vida campestre y rural era tremendamente sacrificada. El filósofo Ramón del Castillo insiste en sus textos dedicados a estos temas en que el campo no es el sitio bucólico donde van los pijos o hipsters el fin de semana a recoger cuatro tomates ecológicos o a pasar un fin de semana en la sierra o haciendo senderismo: vivir en el campo de verdad es muy duro. Idealizarlo es hacerle un flaco favor. 

O volver a ‘lo natural’.

A día de hoy sostener que existe algo como ‘la naturaleza’, entendiendo por ‘naturaleza’ como aquello no creado y no influenciado por el ser humano, es falaz. La naturaleza independiente del ser humano ya no existe, para bien y para mal. No hay ningún rincón del planeta no alterado de alguna manera por la presencia y la actividad humana. Esta tesitura es, en parte, fruto de una rapiña antropocéntrica desmesurada, ligada al pensamiento metafísico occidental. A diferencia de los anti-antropocentristas en boga, yo apuesto por un antropocentrismo materialista y autocrítico que centre el debate en torno a la supervivencia humana y de las otras especies, no en torno a una supuesta naturaleza punitiva que debemos respetar so riesgo de padecer castigos sin igual. 

Tampoco existió un orden natural armónico, entonces.

¿Qué orden armónico? Ha habido épocas en las que las condiciones del planeta impedían la posibilidad de vida. Eso son eslóganes vacíos. Al planeta le es indiferente que estemos aquí o no. Y le es indiferente porque no es un sujeto, y menos un sujeto con preferencias.

Habla de desnaturalizar el ecologismo y reivindica un antropocentrismo revisado. ¿Un ecologismo sin naturaleza?

Algunos discursos ecologistas convierten a la naturaleza en una especie de divinidad que planea vengarse de nosotros y hacernos pagar los pecados cometidos (crecimiento irresponsable, orgullo, destrucción medioambiental, etc.). Vista así, la naturaleza aparece como la entidad superior que impone las normas y los límites a la humanidad. Se trata de una narrativa naturalista que nace de manera oficial con Aristóteles y que tiene un recorrido histórico lleno de presuposiciones cuestionables y efectos indeseables. Mis inclinaciones se ubican en el extremo opuesto, junto a los autores que teorizan un ecologismo político, o sea, un ecologismo sin naturaleza, enteramente laico, consciente de que los seres humanos somos los únicos que gestamos normas y límites.  

Francisco Martorell Campos durante la entrevista. QUERALT CASTILLO

“Sea cual sea su sello ideológico, las distopías de la naturaleza nos comunican que cuanto más nos empeñemos en dominarla y separarnos de ella, mayor será la dominación que repercutirá sobre nosotros mismos”, escribe. 

La tesis de que el dominio de la naturaleza desemboca en el dominio de la humanidad es el núcleo de la corriente principal de la distopía y de buena parte de la teoría crítica. No seré yo quien le quite parte de razón. Sin embargo, considero que, una vez sabido eso, el desafío consiste en salir del relato en el que o el hombre domina a la naturaleza o la naturaleza domina al hombre. Este pensamiento binario y la falsa elección que formula dificultan la creación de otros escenarios posibles, en especial el de una civilización postcapitalista moderna y tecnológica que entable relaciones diferentes con el entorno físico. 

Se dice que todos somos responsables de lo que está pasando y que tenemos que estar unidos ante la crisis ecológica.

La idea de que la Madre Naturaleza agoniza porque tú coges el coche para ir a trabajar o no reciclas nos convierte a todos en culpables en igual medida del desastre ecológico y despolitiza el problema. Es una treta para ocultar la responsabilidad de las élites y del sistema que personifican. Un intento de camuflar los conflictos de clase que laten bajo el cambio climático.

¿Hemos mercantilizado la naturaleza?

El capitalismo lo ha mercantilizado todo, inclusive a eso que llamamos naturaleza. La naturaleza ha devenido en un lugar turístico y publicitario y en un asunto de Estado gestionado por las administraciones de medio ambiente. Las reservas naturales no tienen nada de naturales porque son espacios legislados, monitorizados y demarcados por el ser humano. La parte negativa del fin de la naturaleza-natural en lo tocante al activismo político es que nos hemos quedado sin una exterioridad al sistema, sin una alteridad a la que apelar. De encarnar a lo otro, la naturaleza ha pasado a encarnar un objeto de consumo de la clase media y alta. La parte positiva de esta despedida de la naturaleza es que nos quitamos de encima una instancia autoritaria que a lo largo de la modernidad perpetuó el modus operandi de Dios.

Escribe: “Las advertencias sobre mañanas agoreros adquieren un nivel de saturación tan excesivo que el público termina desensibilizado, habituado a ellas y negado para experimentar alguna inquietud. Los peligros inminentes suelen espabilar con mayor regularidad a la sociedad. Si afloran, el miedo que inspiran maniobra como un arma de doble filo. Puede promover movilizaciones justas, pero también concentraciones contra los menas”. ¿Qué papel juegan los medios en la proliferación del pensamiento distópico?

Los medios de comunicación han sido los primeros en utilizar de manera indiscriminada la palabra distopía, en aplicarla a todo aquello que no nos gusta y en estimular la percepción distópica de las cosas. ¿Hay una guerra? Distopía. ¿Hay una pandemia? Distopía. ¿Hay una crisis económica? Distopía. La utilización abusiva del concepto empezó en las columnas periodísticas y las propias editoriales. La causa fue el gran éxito mediático de las series, películas y libros del género distópico que empezó a darse, poco más o menos, a partir de 2005, sobre todo entre los jóvenes. Desde entonces, los editores venden como distópicas obras que no lo son y los medios califican de distopía coyunturas de nuestro mundo que tampoco, entre otras cosas porque la distopía ocurre, por definición, en el futuro y siempre es peor que el presente.

¿Y esto es negativo?

Por un lado, desvirtualiza el sentido y el significado original de la palabra; por otro, le resta utilidad al concepto. Si todo es distopía, ya no sirve como elemento de contraste. 

Sobre el papel de la izquierda, escribe: “Las organizaciones izquierdistas de la posmodernidad han nadado a favor de la corriente y han adoptado el activismo reactivo como modos operandi. Enfrascadas en la protesta, la denuncia y la queja, faltas de iniciativas afirmativas y más preocupadas por sabotear los planes del adversario que por producir y consumar los suyos, agitan miedos en lugar de esperanzas, y se muestran incompetentes para establecer propósitos”.

En el libro intento demostrar que las distopías forman parte, en mayor o menor medida, del discurso dominante. Al mismo tiempo, se han transformado en el método privilegiado de crítica social. Y esto sí es un hándicap serio, pues tratamos, entonces, con una crítica que no desafía al sistema. La izquierda actual funciona como las distopías: emplea el miedo a modo de acicate y busca prevenir males.

La caída del muro de Berlín propagó un sentimiento de culpa entre los izquierdistas que todavía no se ha disipado. Un sentimiento de duelo que tuvo el efecto rebote de disuadir la confección de propuestas políticas a gran escala por miedo a provocar decepciones y calamidades análogas a las del pasado. Esta es, grosso modo, una de las raíces de la izquierda agorera y resignada que le regaló a la derecha el futuro y las nociones de esperanza y progreso. En estos momentos, nos encontramos con una izquierda incapaz de presentar programas con cambios globales a largo plazo. Las propuestas, si se dan, son concretas, inmediatas y van destinadas a evitar males mayores. En términos futbolísticos, pienso que la izquierda juega a la defensiva.

Quizá se trate de ser pragmáticos.

Hay que ser pragmáticos. Lo cual no implica que nos pasemos la vida defendiendo derechos heredados de nuestros antepasados, sin idear ni reivindicar derechos nuevos que inspiren las luchas de nuestros descendientes y permitan pasar a la ofensiva. Así y todo es innegable que ha habido avances sociales en las últimas décadas. La izquierda no ha estado parada, pero sus loables conquistas en el plano cultural han coincidido con un retroceso de las conquistas económicas, que es, a mi modo de ver, el ámbito central de la izquierda.

En el libro se muestra crítico con la nostalgia.

La nostalgia es un sentimiento inevitable y muy creativo. Nada que objetar. El problema viene cuando desborda la esfera individual y se convierte en un sentimiento social que reproduce los intereses sistémicos. Mis críticas se dirigen a esa nostalgia sistematizada que sirve a la función de bloquear la imaginación política y el futuro, no a la nostalgia en sí.

Hemos de tener en cuenta que defender, como yo hago, la noción de futuro es también un acto nostálgico, en tanto que conecta con el espíritu fundacional de la modernidad. Pero esa nostalgia de futuro es anti-nostálgica, como también la nostalgia de izquierdas teorizada por Enzo Traverso, la hauntología de Mark Fisher y otras expresiones parecidas. Mirar hacia el futuro no implica desmerecer el pasado u olvidarlo, sobre todo si es inspirador y brinda argumentos e imágenes para reivindicar un mañana mejor y distinto. Nada que ver con las retrotopías que anhelan regresar a épocas de antaño.

Apuesta por las utopías. 

Sí, por supuesto. No obstante, mi crítica de la distopía corre paralela a la crítica de la utopía tradicional, por lo general repleta de elementos autoritarios y dogmáticos. Pienso que es vital reivindicar la utopía, en efecto. Pero cuidado, porque la utopía también puede ser peligrosa. Hay que generar utopías nuevas, redimidas de los componentes metafísicos que echaron a perder a las utopías precedentes. Otra tarea vital, quizá más difícil todavía, es la de mostrar que la utopía no conlleva abrazar ningún optimismo ingenuo. El deseo utópico nace del deseo de un mundo mejor, y eso aparece cuando el individuo siente indignación, cuando el presente genera dolor y malestar. En los últimos cincuenta años quien ha rentabilizado ese malestar ha sido la distopía, no la utopía.

Sin embargo, parece que la tendencia empieza a cambiar.

Estamos viendo desde hace unos años un aumento progresivo de los productos culturales utópicos y deliberadamente anti-distópicos, pero aún es pronto para hacer balance y averiguar si estamos ante un cambio de paradigma del consumo cultural y de los imaginarios colectivos o ante un simple suceso pasajero e inofensivo. Ahí están, sin embargo, Lugar seguro, de Isaac Rosa, El futuro que hicimos, de Óscar Eslava, El colapso, de Jaime Paz, y Newropía, de Sofía Rhei, novelas recientes de autores españoles que se alinean del lado de la utopía y comunican que no está todo perdido. Hace 10 años, esta sucesión de narraciones utópicas hubiera sido impensable.

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Comentarios
  1. Los Bolsonaros y Macris ganan elecciones porque los progresistas siguen ligados al neoliberalismo.
    ERIC TOUSSAINT: «EL PROGRESISMO LLEVA 20 AÑOS PROMETIENDO ROMPER CON EL NEOLIBERALISMO, PERO LUEGO HACE LO CONTRARIO»

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