Crónicas | Opinión
Rencor del campo, arrogancia de la ciudad; un desencuentro interminable
"Hay una larga historia en la ultraderecha de alistarse de boquilla en el desprecio a la gran ciudad, mientras apoya medidas favorables a caciques y grandes propietarios e ignora las necesidades de la mayoría de la población rural", reflexiona Ovejero.
Vivo en un pueblo en el que no hay tienda. Cada dos días, en verano a diario, viene el panadero con su furgoneta. Según va subiendo la carreterita que lleva al pueblo, toca el claxon anunciando su llegada. Quienes vivimos más retirados nos acercamos ya a la plaza cuando se acerca la hora. Somos tan pocos que, de esperar a oír el claxon, para cuando llegásemos ya habría terminado la venta, la furgoneta estaría de camino al siguiente pueblo y nos quedaríamos dos días sin pan.
Allí, en la plaza, nos reunimos tres o cuatro personas, rara vez cinco. Salvo en verano, cuando la población se multiplica por seis y se quedan en el pueblo algunas mujeres solas, viudas casi todas, no es infrecuente que seamos solo hombres quienes salimos a por el pan. Esta semana ha sido así, y el panadero, al bajarse de la furgoneta, nos ha echado una mirada socarrona y ha dicho: tendrían que venir los de Madrid, que luego dicen, pero aquí son los hombres los que hacen la compra.
Según bajaba de regreso a casa, con una hogaza de pan en la bolsa, pensaba en ese malestar frecuente en el mundo rural, y que me he encontrado muchas veces en distintas manifestaciones, hacia quienes, desde la capital o la gran ciudad, creen que pueden decir a los del campo cómo pensar y actuar.
Podríamos achacar la desconfianza hacia los urbanitas a que el campo vive aferrado a valores superados, a opiniones retrógradas –el antifeminismo, la homofobia, una religiosidad elemental–, a estructuras socioeconómicas de otros tiempos que se resisten a ser reformadas. Pero culpar del desencuentro al conservadurismo rural es lo fácil; porque también podríamos achacar esos recelos y animadversión a que los habitantes urbanos han tendido siempre a mirar a los del campo por encima del hombro.
Las palabras «rústico» y «pueblerino» no son meramente descriptivas, expresan ese menosprecio hacia una cultura y una visión del mundo supuestamente tosca y obsoleta, como si aún creyésemos que la civilización es un proceso de avance lineal. Aunque hoy consideramos eurocéntrico llamar primitivas a las civilizaciones que no han vivido los procesos de industrialización y las transformaciones sociales de Occidente, nos cuesta más respetar las costumbres y tradiciones de gente que vive a pocos kilómetros de distancia. Nos escandaliza que se llame salvaje a un miembro de una tribu amazónica pero podemos llamar paleto a alguien que se dedica a la agricultura o la ganadería y vive en una población pequeña.
Hace poco participé en una encuesta lanzada por las Asociaciones Culturales de Gredos Norte para comunicar a las autoridades de la Unión Europea, que iban a visitar la zona, cuáles son nuestras prioridades para mejorar las condiciones de vida de sus habitantes. Los prioridades que salieron de la encuesta fueron, con pocas variaciones, las mismas que yo, urbanita recién instalado en el campo, había señalado en mis respuestas: mejora del transporte público; favorecer la rehabilitación y la compra de viviendas y el alquiler prolongado (frente al incremento del alquiler turístico); mejoras en los servicios de salud para que lleguen también a las pequeñas poblaciones (más ambulancias, más consultas móviles); crear bolsas de empleo; descenso en las ratios de los centros escolares y medidas para ayudar a los profesores a instalarse cerca de ellos; aumentar las conexiones de Internet y teléfono para atraer el teletrabajo; plan de prevención de incendios; fomento de las energías renovables; plan de lucha contra la soledad no deseada; igualdad de oportunidades para la población rural…
Al parecer, en esos temas esenciales, poco distingue a los nativos de la región de los recién llegados. Pero nos empeñamos en subrayar las diferencias, como si estas no existiesen de la misma manera dentro de un mismo pueblo y dentro de una misma ciudad. Es verdad que la izquierda ha pecado a menudo por omisión, fiel a sus orígenes marxistas, viendo en el proletariado urbano el motor de la historia, y en el campesinado un lastre que había que arrastrar; como es verdad que hay una larga historia en la ultraderecha (y cada vez más en la derecha sin prefijos) de alistarse de boquilla en el desprecio a la gran ciudad –cosmopolita, decadente, multicultural, corrupta–, mientras apoya medidas favorables a caciques y grandes propietarios e ignora las necesidades de la mayoría de la población rural.
Y ahí seguimos, en ese enfrentamiento entre campo y ciudad, en la desconfianza alimentada por la desidia o por la manipulación o por las dos cosas. En el orgullo herido de quienes piensan que nadie cuenta con ellos y en la arrogancia de quienes se consideran más avanzados, más cultos, más modernos. Me consta que hay gente trabajando por colmar esa brecha, por recuperar el diálogo y la escucha. Pero por ahora no parece que el esfuerzo haya dado suficientes frutos.
El medio rural en general, no sólo los terratenientes, suele votar a las derechas. A mí no me parece una actitud positiva.
La iglesia y el medio rural son el granero de las derechas.
Alguien les ha metido en la cabeza que si viene la izquierda les sacará sus pequeñas propiedades.