Internacional
Las diversas razones para coger un tren de vuelta a Ucrania
Un tren se dirige a Leópolis el mismo día en que las inmediaciones de su aeropuerto han sido bombardeadas. En él, viajan muchas mujeres solas y familias gitanas de vuelta a sus hogares en un país en guerra. Junto a ellas, hombres llegados de diversos puntos del planeta para tomar las armas contra las tropas invasoras rusas.
Son las 12.30 del mediodía del viernes 18 de marzo. Buena parte de los medios internacionales abren sus páginas con el bombardeo ruso en las inmediaciones del aeropuerto de Leópolis (Lviv), a apenas 80 kilómetros de donde nos encontramos. Y unas trescientas personas esperan poder subirse a un tren que les lleve de vuelta exactamente a esta ciudad para, en muchos casos, continuar con su regreso a sus hogares en distintos lugares de Ucrania.
Mientras, cuatro jóvenes procedentes de Alemania predican el amor de Jesucristo y su pronta intervención para resolver la invasión de Ucrania. Son de la organización Awakening Europe, que en su web se presenta con imágenes de jóvenes de distintas etnias y looks modernos que se declaran “hambrientos de Jesús y hambrientos por regalarlo entre los demás”. Algunos refugiados los observan atónitos, otros los graban con sus móviles.
A unos metros de allí, hablando con tres policías polacos –que llevan cubiertos el rostro y solo muestran los ojos–, se encuentran dos estadounidenses vestidos con ropa militar. Kevin, 22 años, de California, ha dejado su trabajo construyendo carreteras porque sintió que “tenía que ayudar al pueblo ucraniano. Todo el mundo le ha dado la espalda, la OTAN debería intervenir, tengo experiencia en táctica militar y aquí seré útil”, explica, mientras absorbe, ansiosamente, un cigarro. “Mi padre me dijo que estaba loco, que la guerra no es cosa de hombres dignos y quizás lleve razón. Pero he visto tantas noticias que no podía quedarme allí sin hacer nada”, explica quien, según cuenta, fue expulsado del Ejército norteamericano por una lesión.
A su lado asiente Mike, de 37 años, administrativo en una sucursal bancaria. Se acaban de conocer y también “siente” que este es el lugar en el que debe estar porque tuvo una novia ucraniana. No tiene experiencia militar, aunque vaya vestido listo para entrar en combate. En Kiev le espera su exsuegro para dictarle los siguientes pasos a seguir.
A su izquierda, unos voluntarios intentan convencer a las familias gitanas que hacen cola para volver a Ucrania de que se queden. “Piensan que aquí no hay ayuda para ellas, pero sí la hay. Lo sentimos, no podemos atenderos más, porque es muy importante la labor que estamos desarrollando”, sentencia ante los periodistas que le habíamos preguntado si nos podrían ayudar con la traducción para entender por qué querían volver a su país. Nos despacha con la vehemencia de quien se siente portador de una causa suprema.
Lo cierto es que, según explican algunas de estas mujeres gitanas y otros voluntarios, algunas han pasado alguna noche durmiendo en los recintos habilitados en los alrededores de la estación y, ante la falta de alternativas, han decidido volver a sus casas, cercanas a esta frontera. Otras, vienen por la mañana con sus hijos e hijas para recoger alimentos y ropa de la que reparten en la estación, y vuelven en el tren de la tarde a sus hogares. Son personas que viven en condiciones de absoluta exclusión social en Ucrania, donde el pueblo gitano fue prácticamente exterminado por el genocidio nazi y donde una parte significativa, especialmente la que vive en Transcarpatia, la región fronteriza con Hungría, sigue sufriendo una fuerte discriminación.
De hecho, en la estación de Budapest, varias mujeres gitanas que llevaban semanas huyendo con su prole, negaron haber sufrido discriminación durante el éxodo –»si no fuese por el voluntariado, no habríamos sobrevivido», explicaban–, pero sí en su propio país. Una de ellas, que había mantenido la entereza durante toda la entrevista, se quebró ante la pregunta de cómo se plasmaba ese racismo: «No tengo palabras para describir todo lo que nos hacen», sentenció. Minutos antes me enseñaba en el móvil cómo su familia se refugiaba del frío de sus chabolas alrededor de un bidón de gasolina con leña ardiendo.
Falta de una respuesta institucional coordinada
Tres semanas después de que comenzase la invasión rusa, ni la Unión Europea ni los gobiernos fronterizos con Ucrania han desarrollado una respuesta coordinada para gestionar el flujo de familias refugiadas. La ausencia de Estado en lugares donde se concentran las víctimas de crisis humanitarias fuerza a que sean personas solidarias y bienintencionadas las que se organicen para auxiliarlas, pero también se convierte en un imán para todo tipo de iluminados que sienten que su intervención en esos contextos es trascendental e insustituible. Personas que conocen estas situaciones gracias a las informaciones publicadas por los medios de comunicación pero que, en algunas ocasiones, rechazan o desprecian el trabajo de los periodistas.
No es el caso de Kasia Shulhan, una bielorrusa de 22 años que tuvo que abandonar su país tras participar en las protestas de 2021. Era miembro del sindicato universitario, del cual permanecen encarcelados una docena de sus miembros por manifestarse públicamente contra el dictador Alexander Lukashenko. Tras refugiarse en Ucrania, ahora vive en esta frontera, donde orienta a los desplazados y realiza labores de traducción a quien lo necesita. “Supongo que estoy aquí porque yo también viví lo que están pasando ellos cuando tienes que salir huyendo y no tienes información”, expone, quien ahora sigue sus estudios en Políticas y Económicas a través de clases online gracias a una beca en la European Humanitarian University.
En todas estas estaciones de Polonia y Hungría hay abundancia de comida, exceso de ropa de segunda mano y una falta flagrante de información que el voluntariado intenta contrarrestar con un sistema de coordinación que han ido construyendo de manera autogestionada sobre la marcha.
La fortaleza del sistema ferroviario ucraniano
Tras cuatro horas de espera, empiezan a salir los pasajeros del ferrocarril que tendría que haber partido rumbo a Leópolis a la una. Pero procede de un país en guerra, así que nadie se muestra impaciente, y cuando las mujeres con menores empiezan a salir de la terminal, el retraso queda más que justificado: familias procedentes de Kiev, de Járkov y de otras ciudades bombardeadas avanzan en sentido contrario de quienes les observan y esperan para ocupar sus asientos.
Alex es lituano y ha venido desde Noruega, donde trabaja vendiendo prensa, a esperar a su mujer Marina. Pega saltitos de emoción mientras habla con ella por videollamada, que se acerca ya al punto de encuentro. Se abrazan, él me presenta, ella sonríe y rompe a llorar. “He dejado en Odesa a mi madre y a mis dos hermanos. Llevábamos días encerrados pensando que nunca podría salir de allí. La luz se va a menudo. Pero el Ejército ruso nunca vencerá porque el pueblo ucraniano nunca se rendirá”, añade, en reconocimiento a quienes ha dejado atrás en una ciudad asediada por las tropas del Kremlin. Le llama su hermano y antes de activar la cámara, se enjuga las lágrimas y sonríe. Volverán hoy mismo en coche a su hogar.
Unos trabajadores de Cáritas pasean por la estación. Dicen que no saben por qué hay tanta gente que quiere volver a sus hogares. Anastasia Oussienke tiene 21 y acaricia a la cabeza de su gato, que asoma por encima de la chamarreta negra. Huyó de Kiev junto a sus padres y a sus hermanos a Stuttgart (Alemania) cuando comenzó la invasión rusa. “Siento que tengo que estar con mi pueblo, ayudando en lo que sea: cocinando, preparando cajas de comida, tejiendo redes de camuflaje… Mis padres piensan que estoy loca”, explica junto a otra joven a la que ha conocido durante la espera y que, en su caso, quiere estar junto a su novio antes de que sea llamado a filas “por si no vuelve”.
Las bolsas y los carritos azules de Ikea se han convertido en una de las señas de identidad de este exilio, también para quienes vuelven, cargados con las pocas pertenencias con las que salieron, además de comida para el viaje de vuelta. Un trayecto de ochenta kilómetros que no llevaría más de dos horas y medias en circunstancias normales y que en esta ocasión se dilatará más de cinco, la mitad de las cuales las pasaremos paradas a pocos kilómetros de la frontera mientras una militar revisa los pasaportes de todos los pasajeros.
En el habitáculo colindante al nuestro, viajan una mujer y tres hombres. Ella es Nata, quien no quiere dar información sobre cuál era su trabajo antes de que decidiera marcharse de Kiev por la guerra. Explica que fue bien acogida por otros refugiados en Varsovia, pero que vuelve a la capital para “apoyar a los soldados en lo que pueda”. Mira al joven que tiene sentado en frente y añade: “Me da mucha esperanza que vengan chicos de otros países. Eso significa que no estamos solos”.
Se refiere a Damiel, 21 años, procedente de República Checa. Tras 20 horas de viaje en tren, en un estado de llamativa somnolencia, explica que dejó su empleo en una planta de ensamblaje automovilístico de su país porque también siente “que ha de ayudar a Ucrania”. Dice que alguien le espera en la estación de trenes de Kiev para llevarle a donde se unirá a las unidades de voluntarios internacionales. Sostiene que participó en un curso de formación militar que ofrece la Policía checa. Cuando le pregunto por el significado de los tatuajes en sus manos, bromea, ríe, pero no responde. Lleva un 1666 en los dedos, una cifra vinculada con la protección de los difuntos; un triángulo en el reverso de la mano derecha, unas ramas con espinas en la izquierda. Tiene acné adolescente y desprecia la política. No se identifica con ninguna orientación política y considera que esta guerra no tiene nada que ver con ella.
Le suscribe Dima, 37 años, ucraniano que se fue hace siete meses a Reino Unido para trabajar allí en la agricultura. Ahora retorna a Sumy, en la frontera con Rusia, para apoyar a su pueblo, aunque no aclara si empuñará las armas. Enseña una fotografía de sus amigos armados: “Están de caza”, dice con sarcasmo. Como la mayoría de los habitantes de esa región, tiene familiares y amigos viviendo en territorio ruso. “No nos creen cuando les decimos que nos están matando. Es por la propaganda que ven en la televisión. Nos dicen que es nuestra culpa, otros me decían que acabaría a las seis horas de que comenzase la invasión. Y a otra mucha gente le parece que está bien porque nos están liberando, que lo hacen en nombre de la libertad”, lamenta, quien tampoco tiene claro que le aceptasen en el frente porque no tiene formación militar. “Todo el mundo quiere ayudar, pero si no tienes experiencia y formación eres solo carne”.
Quien sí dice tener una amplia experiencia como soldado es el estadounidense de unos 50 años que comparte habitáculo con ellos, aunque apenas lo pisa. Recorre los vagones, entabla conversaciones histriónicas con otros pasajeros, e interpreta a la perfección el estereotipo de veterano reconvertido en mercenario. Sostiene que ha viajado a Ucrania para demostrar a su exmujer –que le dejó por un coronel “que no ha matado a nadie porque solo pulsa botoncitos porque es piloto”– que es capaz de hacer algo bueno; por su nieta a la que le practicaron una operación de vida o muerte a los cinco meses, que se llama ‘Loca’ y porque hay muchas ‘Locas’ en Ucrania; porque se dedica a salvar a los niños de los reformatorio en países en conflicto desde que en Afganistán le destrozaron la espalda y ya no puede mantener combates de verdad; porque está deseando matar a unos cuantos rusos y luego volverse a casa. «Nadie que ha ido a una guerra vuelve bien. Estoy aquí porque todo el mundo me quiere, pero nadie me necesita», dice, en uno de los momentos en los que adopta un tono dramático y circunspecto.
El hombre, vestido con ropa de color tierra y botas militares, bromea sobre qué pasaría si la aviación rusa bombardeara el tren en el que viajamos con las persianas bajadas para que no se vea la luz desde el exterior o sobre si tuviera lugar un asesinato entre nosotros como en el Orient Express de Agatha Christie. La revisora nos pide que no hagamos entrevistas ni saquemos fotos porque los espías rusos los ven publicados en Internet y las utilizan para atacar objetivos militares.
Son las 11.50 de la noche cuando el tren llega a la estación de Leópolis. El toque de queda se extiende desde las 10 de la noche a las 6 de la mañana, por lo que no hay taxis ni transporte público funcionando. Solo unos voluntarios que están registrados oficialmente pueden trasladar en sus coches particulares a los pasajeros hasta su destino. Las calles de la sexta ciudad ucraniana por población están absolutamente vacías a estas horas. Solo algunos policías custodian algunos cruces de caminos y militares han sido desplegados en los edificios oficiales y de valor histórico para protegerlos. Poco más tarde saldrá rumbo a Kiev el tren en el que siguen su camino, entre otros, los voluntarios internacionales que han venido hasta aquí para combatir a las tropas rusas. Ucrania es ya un polvorín internacional en el que cada uno viene a librar su causa.