Cultura
Lidia García: “Hay que hablar de ‘placeres situados’ antes que de ‘placeres culpables’”
La artífice del pódcast ‘¡Ay, campaneras!’ publica un libro en el que rehabilita, con humor y erudición, la memoria de la copla, el cuplé y la zarzuela.
«Elvira Lindo nos dio a muchos el primer espejo de clase en el que mirarnos en la literatura. Al menos es el primero que yo recuerdo», cuenta Lidia García (Montealegre del Castillo, Albacete, 1989) en su libro ¡Ay, campaneras!, recientemente editado por Plan B.
Cuando era niña y leía las aventuras de Manolito Gafotas le sorprendía que el abuelo del protagonista y el suyo propio tuvieran una misma canción favorita, esa Campanera que hizo célebre Joselito y que luego también cantaron Carlos Cano o Martirio. Evidentemente, no era casualidad. Había una razón social y cultural en esas raíces compartidas. Ella aprendió las primeras coplas y cuplés ayudando a su madre en las tareas del hogar, que las tarareaba mientras hacía las camas o preparaba la comida. También cantaba su padre cuando hacía la vendimia. «Alivio de faenas y memoria sentimental, también eso es la copla. También eso es la música», escribe.
Actualmente García es investigadora en la Universidad de Murcia y hace divulgación de la copla, el cuplé y la zarzuela en el pódcast del mismo nombre, ¡Ay, campaneras!, y en el programa Hoy empieza todo, de Radio 3. En sus episodios cuenta historias fascinantes sobre los inicios de las varietés e intenta rehabilitar la memoria de sus grandes artífices: La Chelito, La Fornarina, Raquel Meller, La Goya… Como ella misma dice, «no hay nada indigno en cantar La pulga». Y además, reconozcámoslo, puede ser muy divertido.
Tengo bastantes reparos hacia el concepto de placer culpable, pero tampoco puedo evitar pensar en esos términos. Le pongo un ejemplo: a mí me hace muchísima gracia La regadera de Olga Ramos. ¿Eso me convierte en un señor rijoso?
Pues no sé. [Risas]. ¡En ese caso también lo sería yo! A mí tampoco me gusta eso de los placeres culpables. Más bien creo en los placeres situados, en poder disfrutar de algo siendo consciente del contexto en el que fue creado y de todas las connotaciones que despliega, aunque alguna de ellas no se alinee absolutamente, en un sentido ideológico, con lo que una piensa y defiende. Pero no creo que por eso haya que dejar de disfrutarlo. Incluso sin dar ese paso de intelectualización, creo que se puede disfrutar igualmente.
Si le pido que nos explique el origen etimológico de la palabra sicalipsis, ¿le pongo en un compromiso?
En absoluto. [Risas] Las cuestiones etimológicas conllevan siempre mucho debate. Para esta palabra, en concreto, hay dos teorías. Se cree que pudo utilizarse por primera vez en la promoción de un álbum de fotos titulado Las mujeres galantes, a principios del siglo XX. Se trataba de fotografías más o menos eróticas, aunque realmente, vistas hoy en día, son bastante cándidas. Por lo visto, el hombre que encargó la publicidad quería presentarlo como algo absolutamente inédito, y en su afán de grandilocuencia dijo que el álbum era «sicalíptico», aunque lo que quería decir en realidad era «apocalíptico». Pero el periodista que tomaba notas lo recogió así y así se quedó. Hay otras personas que piensan que es una palabra que se creó adrede, porque es cierto que tiene un aire pseudocientífico. En aquella época se manejaban muchos términos de origen griego para hablar de nuevas disciplinas, como la de la psicología. Joan Corominas, por ejemplo, dice que viene de la unión de sykon, que significa higo, y aleiptikós, que significa frotar. Frotar el higo. Tal cual. [Risas] Así que unos piensan que fue fruto del azar y otros creen que eso es demasiada casualidad y que se trata de una broma rijosa intelectual que probablemente se creara en uno de los debates de la época.
La copla, que tanto nos gusta, habla habitualmente de violencia machista aceptada, de sumisión al hombre… «No debía de quererte, y sin embargo te quiero» sería un ejemplo clásico. E Isabel Pantoja cantaba aquello de «aunque fueras un veneno, a mí me resultas bueno». ¿Tiene la impresión de que, con los mismos mimbres, se podría escribir un libro completamente opuesto a este?
Pues probablemente. En cualquier caso, yo siempre trato de esquivar las lecturas simplificadoras. A veces oímos que «la copla es feminista». Yo no lo creo así, en esos términos. Creo que es una manifestación cultural ambivalente que, como bien dice, recoge todo ese imaginario patriarcal. Y no solo lo recoge en el sentido testimonial sino que, hasta cierto punto, lo alienta. Porque una vez que esos discursos se integran en la educación sentimental femenina creo que se generan esos mecanismos de romantización que son tan peligrosos, y que están tan estudiados. Por eso yo abogo por destacar esa ambivalencia. Me parecía interesante buscar esos otros puntos de vista. Sin olvidar nunca que, por supuesto, en muchos sentidos, la copla reproduce ese discurso patriarcal.
Carmen Martín Gaite o Manuel Vázquez Montalbán fueron dos intelectuales que hicieron una lectura y una reflexión sociológica de la copla y del arte popular desde un lugar, digamos, elevado u omnisciente. Podríamos decir «desde fuera». Usted hace lo mismo pero desde dentro, hablando de sus padres, de su pueblo, de su niñez, de su esposa… ¿Ese «desde dentro» tiene que ver con la clase social, con su condición de «chica de pueblo»?
Así lo creo yo, totalmente. Es «desde dentro» porque siempre soy muy clara con mi lugar de enunciación. Por eso estoy tan presente en el libro, en primera persona. Pero también hablo «desde fuera». Al final yo no dejo de ser alguien que trabaja en la universidad, que es investigadora. Pero es cierto que no quería perder ese enfoque. Cuando entras en círculos académicos, por la propia manera en la que está erigida la academia, eso te lleva de algún modo a hablar de tu propia cultura, incluso de quién tú eres, desde fuera. Como un otro al que se observa, como un sujeto que se alteriza. Y eso, en el libro, yo no lo quería hacer.
No quería perder su conexión con Manolito Gafotas.
Exacto. El mero hecho de que yo tenga interés por estos temas tiene que ver con quién soy. Tiene que ver con que soy una mujer y con la clase social de la que vengo. Bueno, de la que vengo… ¡y en la que estoy! [Risas]. No he ascendido a ninguna otra.
Se decía de Ernst Lubitsch que, en sus películas, podía ser más picante con una puerta cerrada que otros con una bragueta abierta. En ese sentido, y hablo de recursos puramente artísticos, ¿las letras de las coplas no serán tan buenas precisamente por estar armarizadas?
Desde luego. Es un fenómeno que se da mucho en la cultura cuando las cosas no se pueden decir abiertamente. Esa manera de buscar eufemismos, de dar rodeos, dan lugar a una enorme riqueza de sentido que, por supuesto, engrandece las canciones. En el caso de la copla, esos mecanismos, la forma en la que se utilizan los silencios, las elipsis, las insinuaciones, la engrandecen en un sentido poético, pero también en otra dirección muy interesante: la de desencadenar la identificación del público. Cuanto más vaga es una historia, cuanto más silencios contiene, es más fácil que más gente pueda decir: «Esta canción está hablando de mí». Creo que por eso es tan efectiva la copla.
Bueno, por un lado despierta la identificación y, por otro, el chismorreo. Cuando Miguel de Molina cantaba: «¿Por qué no te casas, niño?, dicen por los callejones. Estoy compuesto y sin novia, porque tengo mis razones…». ¡Ahí estaba todo el mundo murmurando!
Claro, están murmurando pero también le está dando visibilidad. Por supuesto, esto es un arma de doble filo.
En el pódcast y en el libro usted habla del contexto histórico y social en el que se popularizaron los espectáculos de varietés. Y aquel mundo era muy sórdido y muy violento. Ahí es cuando entendemos de verdad la utilidad de «la madre de la artista»…
Está muy arraigado ese tópico de «la madre de la artista» como alguien molesto, pacato, que la sigue a todas partes, que no le deja ser libre… ¿Y por qué? Pues yo creo que siempre que se insiste de manera tan unívoca en un tópico y se ridiculiza tanto es porque detrás hay muchos intereses para que esa idea cuele. En este caso me parece que es bastante obvio que las madres de las artistas funcionaban como parapeto, como cuidadoras de lo que, muchas veces, no dejaban de ser niñas que entraban en una industria absolutamente terrorífica. Ahora conocemos el escándalo del #MeToo, pero imagínese lo que sería dedicarse al espectáculo en los años veinte, treinta o cuarenta para mujeres que eran muy jóvenes y que, sobre todo, eran pobres. O sea, que estaban a merced de lo que quisieran hacerles. Por supuesto que se iba a ridiculizar la única figura que funcionaba como cuidadora en esos contextos. Les convenía, vaya.
Y no es que sea un descubrimiento reciente, ya se sabía lo que ocurría. Ahora volvemos a las entrevistas que dio Pepa Flores hace 40 años y nos llevamos las manos a la cabeza. ¡Pero esas entrevistas se publicaron y entonces nadie le dio importancia a lo que contaba!
De hecho, cuando analizas estas canciones o cualquier vestigio de la cultura popular de la época, hay referencias constantes a eso. Es algo que me preocupa y a lo que también le he dedicado mucho tiempo: a cómo se refleja ese acoso en canciones que hablan de mujeres trabajadoras. Y se refleja a través del humor, a través de erotizar precisamente el acoso. Todas estas floristas, vendedoras de lotería, cerilleras, modistillas que aparecen en zarzuelas, en cuplés, en chotis, al final lo que están enfrentando es un acoso sexual permanente. Lo que pasa es que se folcloriza, pero lo cierto es que en esas canciones ya encontramos ese testimonio. Lo interesante es que actualmente podemos leerlo como tal, pero en su momento se veía como lo más normal del mundo. En el libro menciono una entrevista de Concha Velasco con Jesús Hermida en la que cuenta este acoso por parte de los productores…
Y él se reía.
Sí. Y todo el público se reía, aunque ella estaba hablando en un tono serio. Había una complicidad en torno a eso. No había ningún tipo de reflexión sobre si el acoso pudiera resultar algo problemático. La lógica de entonces era: «Pues ellas se lo han buscado. Ellas sabrán lo que tienen que hacer para llegar adonde quieren llegar. Si no quieren estar ahí, pues que se queden en su casa».
Uno de los personajes que más me han llamado la atención en el libro es Álvaro Retana, el escritor, letrista de cuplés y autor de Historia del arte frívolo. Tanto, que he buscado sus títulos por bibliotecas y librerías y… nada. No hay nada.
Es increíble. Mucha gente me ha dicho que lo ha descubierto a raíz de escuchar el pódcast. Yo lo menciono constantemente porque es una gran fuente, aunque es una fuente que unas veces es fiable y otras no. Era muy folklórica y, en ocasiones, digamos que… adecuaba los hechos a su conveniencia. [Risas] Me parece una figura alucinante y refleja muy bien los cambios que hubo en España. En los años veinte y treinta era un dandy frívolo, abiertamente homosexual. Y después de la guerra es perseguido por «su pasado de rojo y de autor pornográfico» y se amolda a ese silencio. Su historia es fascinante. Y dejó un testamento que es gloria bendita.
Extracto del testamento:
Hago constar que muero sin perdonar a cuantos elementos del régimen de Francisco Franco Bahamonde se han complacido en perseguirme, difamarme y desdeñarme, con ese implacable rencor que distingue a tantos titulados católicos, apostólicos romanos, compostelanos y hasta del puente de Vallecas, partidarios de restaurar la siniestra España de Felipe II. Si de verdad existe el infierno, como allí nos encontraremos todos, procuraré hacerles imposible la vida eterna […]. No terminaré este testamento sin proclamar que fallezco sin acusarme de otros pecados que los exclusivamente de alcoba; perpetrados siempre sin perjuicio de tercero y de acuerdo con la parte beligerante, que invariablemente solicitaba una repetición.
Álvaro Retana, 1890-1970
Sobre el antes y el después de la guerra, a Carmen Martín Gaite le gustaba subrayar que durante el franquismo la gente recordaba perfectamente que había habido otra España.
Sí, en Usos amorosos de la posguerra española dice justamente eso. Y yo lo recojo en el libro porque es un detalle que me chifla: las mujeres de los años cuarenta recordaban que antes había diputadas, que había cancionistas frívolas, y todo eso estaba en el ambiente a pesar de esa quiebra tan horrorosa.
Cuando usted habla del foxtrot Venga, alegría dice que «la mayor parte de las veces la alegría no se hace sola, hay que hacerla», que es una especie de autoimposición. Y Vázquez Montalbán hablaba de que éramos «pobretes pero alegretes», que es una forma un poco fea pero…
…pero exacta. Es que este hombre era muy preciso. ¡Se habrá dado cuenta de que estoy obsesionada con él! [Risas] «Pobretes pero alegretes» es una expresión muy reveladora de cómo la cultura oficial de la dictadura representaba a los pobres. Esa alegría hablaba, en el fondo, de resignación y, hasta cierto punto, de una condición de pueblo adocenado: había que estar contento con la vida que te había tocado vivir. En cualquier caso, también creo que la alegría puede ser un disparador del cambio. Si no hay un cierto entusiasmo, si no hay ilusión por que las cosas puedan ir a mejor, ¿entonces para qué luchar?
¿Por qué cree que hemos sido tan aficionados a asimilar los mitos nacionales que venían del extranjero? ¿Qué queremos demostrar?
Pues no sabría señalar una razón específica, pero sí creo que algunas de las cosas que han pasado con un género como el de la copla no se explican sin ese mecanismo. Cualquier régimen totalitario trata de apropiarse de la cultura popular. Y el franquismo lo hace con un género de éxito, el de la copla, para fomentar su nacionalismo centralista excluyente. Pero puede hacerlo con más facilidad precisamente porque ya existía esa tendencia a indentificar lo andaluz con lo español, y eso nace de una mirada extranjera, romántica, cultivada por viajeros europeos orientalistas.
En el libro dedica uno de los mejores capítulos al lesbianismo y lamenta la «carencia atroz de referentes» con la que una niña como usted tuvo que crecer. ¿Cree que eso ha cambiado?
Menos de lo que quisiera. Me parece que seguimos teniendo una carencia de referentes terrorífica. Justamente escribí ese capítulo porque es un tema que yo investigo también en un sentido académico: los vínculos entre lo camp, lo LGTBI y la copla. Y pensaba: «Joder, al final siempre estoy hablando de hombres». Sí, de hombres que transitan entre las fronteras del género pero… ¿dónde estamos nosotras? Y ahí se ve de una manera muy clara que la criba del régimen franquista fue especialmente aterradora para nosotras. Casi todas las historias de mujeres que cuento en ese capítulo son anteriores a los años treinta. Y después es muy difícil encontrarnos. Pero, sí, hay que reconocer que las cosas han ido cambiando. Tenemos, por ejemplo, el caso de María Peláe, que últimamente ha sido muy clara a ese respecto. Y tenemos algún referente más, pero, por supuesto, vamos mucho más despacio que ellos.
Al final de cada episodio del pódcast usted siempre utiliza la misma frase: «Cuidaos y cuidad». Y la usa también para ponerle punto final al libro de ¡Ay, campaneras! ¿Por qué la eligió?
En realidad no la elegí. Todo surgió de una manera tan orgánica y tan poco preparada… Luego he tenido que pensar: «¿Por qué dije esto?». [Risas]. Empecé grabando el pódcast en mi casa, sola, sin un micrófono adecuado… ¡sin nada! Y resulta que la gente empezó a escucharlo. Lo cual me sorprendió bastante. Yo me decía: «¡Pero qué está pasando!». Lo de «cuidaos y cuidad» lo dije en el primer episodio y en ese momento estaba pensando en la COVID-19. Luego he seguido utilizándolo porque me parece bonito y porque es la base y el sostenimiento de la vida: cuidar de una y cuidar a los demás. Y es una consigna feminista que vale, por supuesto, tanto para hombres como para mujeres.
Para acabar, ¿sería capaz de recomendar una canción antigua que fuera, inequívocamente, arrebatadoramente feminista?
Yo creo que de todas las canciones de las que hablo en el libro, la que tiene menos claroscuros, la que es más directa en ese sentido probablemente sea Se dice, de Concha Piquer.