Opinión
La calle es nuestra otra vez
"Una de las grandes emociones del 8 de marzo es saber que somos muchas, en todo el mundo, haciendo algo a la vez, y por los mismos motivos, y hacia los mismos horizontes. Sabiendo cada una hacia dónde tiene que apuntar", escribe la autora tras el 8-M.
Hace unos días, una compañera, Patricia, recordaba —en una rueda de prensa que organizó la Comisión 8M del movimiento feminista de Madrid— que, cuando hicimos recuento con motivo de la pandemia de lo que se consideraba esencial en nuestras vidas, la organización política nunca entró en la lista. No se refería al trabajo institucional o de gobierno, claro —es evidente que quienes tenían que gestionar lo común debían mantener su actividad—. Se refería a la otra organización política, la de juntarnos a ver qué podemos hacer para que aquella, la de las cosas grandes e importantes, mire hacia donde tiene que mirar.
La plaza de Colón, en el centro de Madrid, fue ayer el punto de llegada de las decenas de miles de personas que caminaron y bailaron detrás de una pancarta que decía: “Derechos para todas, todos los días”. Decía Ana, otra compañera, en el texto que leyó para dar inicio a las intervenciones sobre el escenario, que esa plaza es el símbolo de tantas de las cosas por las que nos manifestamos en un día como el 8 de marzo. Linda con casi todo. En el mismo centro, esa estatua del conquistador que nos recuerda que seguimos rendiendo pleitesía a los hechos fundacionales de un sistema que hunde sus raíces en lo colonial, es decir, en el expolio y la violencia. Si miras hacia el norte, las torres más altas de la ciudad gritan que el capital define nuestros paisajes. Si caminas hacia el sur, llegas a un Ayuntamiento y a un Congreso que tal vez no rodeamos con suficiente frecuencia. A mano izquierda, la Audiencia Nacional, en la que tantas veces se pone de manifiesto que no a todo el mundo se le otorga credibilidad en los mismos términos. A mano derecha, los fantasmas de una gente que quiso hacerse con ese lugar a base de plantar en él las banderas más grandes, las palabras más brutas.
Pero ayer, Colón era otra cosa. La plaza de la revolución feminista, se escuchó. Como se escucharon también las canciones en las que bailan sus precariedades las compañeras de Territorio Doméstico, empleadas de hogar que nos han enseñado a “politizar las ollas y sartenes”. Y ese estribillo en el que Alicia Ramos repetía “la lucha es el único camino, no podrán conmigo” —mientras entre el público ondeaban con especial ímpetu las banderas trans—. Se oyó pedir una sanidad pública, universal, de calidad. Se oyó pedir una educación que tenga en cuenta los afectos como modo de no ponernos en bandeja a la violencia. Se oyó un firme «no a la guerra», un no a toda guerra, un no a toda falsa paz.
Esto era aquí, donde yo estaba. En otras partes había otros símbolos. Una de las grandes emociones del 8 de marzo es saber que somos muchas, en todo el mundo, haciendo algo a la vez, y por los mismos motivos, y hacia los mismos horizontes. Sabiendo cada una hacia dónde tiene que apuntar. El 8 de marzo es la lágrima al ver las fotos de las compañeras argentinas, chilenas, mexicanas, polacas; pero también las que me manda mi madre, mascarilla morada en el selfie, yendo a concentrarse delante del ayuntamiento del pueblo donde crecí.
Hay quien desprecia o desprestigia el salir a manifestarse. “Política de pancarta”, lo llaman. Pero detrás de una manifestación hay un entramado complejo y precioso. Una mani como la del 8 de marzo no es ni la fácil espontaneidad que a veces se le atribuye a las cosas; ni el despliegue automatizado de una productora de eventos. Es el delicado engranaje de muchas, muchísimas personas, con las más variadas circunstancias y saberes, haciendo su parte. Unas lidiando con permisos burocráticos y legales, otras con especificaciones técnicas, otras con la vergüenza para hablar ante una cámara. Una conduce un camión, otra se deja la voz en el megáfono, otra hace fotos para los tuits. Decía otra compañera, Julia: es flipante ir viendo de pronto cuál es el superpoder de cada una, su habilidad específica entrando en juego en el momento preciso. Como un reloj.
Pero eso solo es un día, un día entre los días. Y para que ese día sea posible, la clave es que detrás de ese trabajo hay un proceso largo y laborioso, que es el que le da sentido. Qué miope es ver solo el resultado, y no la potente red de aprendizajes, alianzas e ideas compartidas que se construyen en el hacerlo posible. Ese día es solo la punta de un iceberg de asambleas, documentos, devanarse las cabezas, ir a sitios, preparar logísticas, conseguir dinero, pelearse, amigarse, madrugar los fines de semana, hacer pucheros para llevar, apañársela con la conciliación, aprender a usar zoom para no perderse nada.
Esto no es un desde arriba llamando a venir.
Esto es un desde todas partes yendo, aún cansadas, a donde haya que ir para hacerlo posible.
Estos días previos al 8 —estos meses incluso— nos inundó las orejas el traído y llevado tema de la unidad. “El feminismo se divide, qué desastre”. Es comprensible que duela. Los conflictos son deprimentes en lo personal y desmovilizadores en lo colectivo. Todo ese trabajo del que hablábamos es doblemente cansado cuando se le suma el fardo de las discusiones, las acusaciones y las suspicacias. Pero sabemos, por un lado, que muchas veces “unidad “ significa homogeneidad, arrase, batalla ganada. Y no es así como funciona el movimiento feminista. Lo explicaban estos días artículos como este de Sara Plaza o este de Ruth Díaz, que hacían memoria para poner bajo los focos el hecho de que la unidad que consiguió que el feminismo se hiciera masivo en las movilizaciones de 2018 y 2019 tuvo que ver con muchísimo andado antes. Y que ese andar tuvo como brújula la generosidad cultivada durante años, durante décadas, por las activistas que fueron capaces de coordinarse en las diferencias, en lugar de entrar en el patriarcal juego de imponer posturas.
Hay muchos temas sobre los que hay debates, en este movimiento como en todos. En la mayoría se comparten preocupaciones y diagnósticos y se difiere en las soluciones propuestas. En algunos se han reabierto consensos que hace ya mucho que se daban por buenos. En infinitos más, en la muy inmensa mayoría, el acuerdo es real. Pero en los que no, para que debatir sea posible, una condición necesaria es generar espacios seguros, donde ese debate no suponga una negación de derechos para nadie, ni una vejación, ni una exclusión. Espacios donde todas las personas implicadas puedan tener claro que si alguien se comporta de manera violenta con ellas, eso no va a ser permitido por el grupo.
Si la organización política es esencial, aunque no se tome como tal en las listas pandémicas, es por todo esto. Porque nos da las herramientas, la cultura política, la disposición de cuerpo y de corazón para trabajar en común, para mantener a raya el interés personal en pro de lo colectivo, para priorizar con generosidad. Si realmente se quiere unidad, lo que hay que proteger son los procesos. Para poder tener los debates con verdad y con salud hay que conocerse, acuerparse como dicen las hermanas latinoamericanas. Solo así es posible confiar, saber cómo hablarse, ceder cuando es necesario, ser firme cuando es mejor así.
Es mejor ir juntas, sí. Siempre es mejor ir juntas. Pero quizá a veces no es posible. Porque quizá, a veces, ir juntas supone negar algo mucho más importante. Es triste, por supuesto que es triste, que alguien quiera separarse de un camino que venía siendo común. Pero si hay quien decide que no quiere seguir por el camino del consenso porque una postura firme en concreto le parece más importante, o si el precio a pagar por la juntanza es legitimar la violencia contra personas que forman parte de ese espacio, entonces no se puede ir juntas. Y ni es el fin del mundo, ni tiene por qué ser el centro de la conversación.
Hay un salto entre la separación y el relato de la separación que tiene radicalmente que ver con intereses y lógicas que no son las de quienes están poniendo el cuerpo, el tiempo y el corazón en que la movilización sea para el bien común. El relato de separación puesto en el centro les encanta a determinados medios de comunicación, porque nada da más clickbait que un buen conflicto. El relato de separación puesto en el centro les encanta a quienes tienen una agenda personal a la que le viene muy bien la visibilidad que da ese clickbait. El relato de separación puesto en el centro les encanta a quienes lo quieren instrumentalizar para una lucha entre partidos o dentro de los partidos.
Pero, ¿sabéis? —sí, claro que lo sabéis—. Mientras, cientos de mujeres hacen pancartas en los pueblos y los barrios, cientos de mujeres se apuntan para ir protegiendo el cordón (¡ánimo con las agujetas hoy, amigas), cientos de mujeres sacan al balcón un delantal. Y esas mujeres no merecen que les aturdan la cabeza con noticias que magnifican un problema que en su asamblea local no existía, pero de pronto sí. Llevamos dos años de pandemia, mucho dolor y soledad a cuestas, y ayer la mayor parte de las mujeres no estaba preocupada por un conflicto de titulares. Ayer la mayor parte de las mujeres estaba feliz, como es lógico, de salir de nuevo a manifestarse, de encontrarse otra vez, de gritar otra vez por las que no están, por las que estuvieron, por las que estarán. De cantar —a gritos aun con mascarilla— que “la calle es nuestra otra vez”. Porque lo que sin duda sabe la mayor parte de las mujeres es a quién tiene enfrente, y que no es el muñeco de paja de una enemiga imaginaria.
Y sabe a quién tiene al lado, también.
Y qué bello es que a quien se tiene al lado sean miles.
Es todo tan complicado, Laura.
Dicen que una vida es una lección de experiencia. Al menos algunxs intentamos aprender y entender, otrxs ni éso.
Te lo digo por experiencia. A veces, demasiadas veces, mis ideales se han hecho añicos ante la realidad.