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La pesca del día

Cuento del escritor y periodista Éric Fottorino, exdirector del periódico francés Le Monde y creador del semanario Le 1 en el que se publicó este relato

Éric Fottorino es escritor y periodista. Exdirector del periódico francés Le Monde, en 2014 creó el semanario Le 1, en el que se publicó el relato corto La pesca del día. En este texto oscuro y brutal, el autor ofrece una fábula inquietante sobre la cuestión de las personas migrantes. Desde las primeras líneas, un extraño pescador y un misterioso cliente en el puerto de Lesbos ponen un espejo a nuestra renuncia a la más elemental solidaridad. La pesca del día plantea la cruda pregunta: ¿seguimos siendo humanos?

La pesca del día

¿Es la pesca de hoy?

Pescado esta mañana.

¿Lejos?

Frente a Lesbos. Y justo enfrente, en las costas de Turquía. Era asomarse y cogerlos.

¿Qué tiene?

De todo.

¿Qué más?

De lo mejor y del montón. Venga bajo la carpa. Lo verá mejor.

¿Qué hay?

Maliense. Bien conservado. La piel negra protege las carnes.

¿Y ahí?

Guineano.

Calidad inferior, ¿no?

Demasiado tiempo en cuclillas en los campos de Libia. Patadas, latigazos, palos, cuchilladas. Violaciones. Eso sin contar las salidas en falso, las falsas esperanzas. En ocasiones la tortura. Los simulacros de ejecución. Y después el viaje, demasiado largo.

¿Qué tenemos?

Véalo usted mismo. Pieles agujereadas, tumefactas, reventadas, rasgadas. Hematomas. Dientes rotos. Carnes magulladas de fruta pasada.

¿Y este? Parece de pequeño calibre.

Origen indeterminado. Yo diría que Sahel. Níger o Burkina, por ahí. Un niño. Once, doce años. Ahogado al principio de la travesía. Ha tragado mucha agua. Voy a dejarlo que escurra dos o tres días.

¿Qué más?

¿Ha probado el yemenita?

A ver.

Ya me contará.

Parece recién sacado del agua.

Recién sacado del agua.

¿En este estado?

El yemenita es muy resistente. Según los entendidos, es más fino que el bonito. ¿Quiere probar?

Veremos. ¿Y ese de ahí, el de la lona caqui?

Demasiado flaco.

¿Puedo ver?

Se lo advertí. Un saco de huesos como mucho. Mire la pinta de ese. Parece que un cable de acero le ha dado en toda la cara, con ese labio arrancado, el frenillo de la boca roto. Es todo dientes. Tiene mala venta. Como mucho a precio de saldo.

¿Cómo?

Cuando la mercancía está muy estropeada, bajo los precios. Se hace eso con los descartes. Los más pobres vigilan nuestros barcos. Nos deshacemos de las peores piezas, los cuerpos desmembrados, un brazo por aquí, una pierna por allá, alguna vez una cabeza, cuando los tiburones se nos han adelantado. Hay quien me lo compra. Igual que los muertos de frío.

¿En el Mediterráneo?

En invierno el agua puede estar helada. La temperatura del agua se va a pique, igual que nuestra humanidad. Roza los cero grados. Sobre todo de noche. El organismo se paraliza, los músculos se contraen. La piel, las carnes, todo se endurece. Es difícil prepararlo. Entonces hago un descuento. Al menos me deshago de ello.

¿Y allí debajo del toldo rojo?

Nada que ver. Ya reservado.

Piezas de primera calidad, ¿no?

Para el ministro.

¿Y no le veremos por aquí?

Me extrañaría.

¿Tan pronto viene?

Él no viene nunca. Me hace los encargos antes de salir a faenar. Y le reservo la mercancía en el barco. Se la entrego yo mismo.

¿En el ministerio?

Depende de si es oficial o privado.

¿Hoy, por ejemplo?

Recibe a unos peces gordos de España y de Hungría. Y también al Gran Turco, según he leído en un periódico. Un buen desfile de horribles personajes. Hemos entregado directamente en las cocinas del ministerio.

¿Sus preferencias?

Las mujeres y los niños que han braceado mucho tiempo.

¿Por qué?

Por su coraje.

No entiendo.

Quiere comerse el coraje. Lo importante para él es que hayan luchado.

¿Le va bien a usted?

Ha habido años mejores. Ahora vamos tirando. La competencia…

¿Qué competencia?

La pesca industrial

¿De qué habla?

De los barcos de Europa, las tripulaciones de la buena conciencia, Aquarius y compañía.

¿Qué es lo que le molesta?

Los repescan vivos. Alargan su suplicio. Deberían devolverlos al agua. Menos mal que la mayoría son lo bastante insensatos para volver allí por su cuenta en cuanto los devuelven a la casilla de salida. Y basta con estar ahí en el momento adecuado. Soy paciente. Instinto de cazador. Acabamos por recogerlos con cucharilla. A algunos da miedo verlos. Desfigurados por la sal y las algas.

¿Ese es su barco?

Esa vieja bañera era de mi padre. Yo era profesor de humanidades. El instituto cerró hace trece años por falta de alumnos. Hubiera tenido que irme a Atenas. Pero no hay futuro. Las letras están acabadas. Solo hay lugar para las matemáticas y la economía. Me quedé aquí de socorrista. Luego volví al timón. Al principio salía a la dorada, al bejel, la lubina. Pescaba al volantino. Decenas de anzuelos sujetos en una placa de corcho. […]

Pero usted, ¿qué piensa?

Repetir eso me evita pensar en lo que hago todas las noches. Me da una justificación. Es una misión que está a la altura de sus dimisiones.

Pero ese sufrimiento, esos niños, esos prematuros…

Todos mueren de modo prematuro, tengan tres meses o treinta años. Podría contarle las cosas de otra forma. Decirle que el espectáculo que dan es pura propaganda. Ellos sacrifican a una parte de los suyos para que nos compadezcamos. Sea usted quien sea, es hora de rasgar el velo. Los migrantes son lobos para los migrantes. Escogen a los más débiles para que mueran en el mar. Las cámaras se agolpan, es el gran espectáculo de la indignación, las grandes ceremonias de la autocompasión. Detrás esperan los más fuertes para pasar con honores y vítores. Su ingenuidad me confunde. En su Europa de viejos, ellos serán mañana los jóvenes triunfadores, Césares negros. Morderán su mano hasta hacerla sangrar. La mano que los ha salvado.

Lo que usted llama ingenuidad yo lo llamo humanidad, debería sonarle a usted esa palabra.

¿Le parece humano ese tráfico organizado por mafiosos? Es fácil jugar a ser las almas piadosas cuando se encomienda a otros el trabajo sucio. Usted debe de ser francés, no?

¿Por qué lo dice?

Ese ligero sentimiento de superioridad. Encaja en su perfil, ofrecer derechos y libertades a los atrasados del antiguo imperio colonial. La limosna de las almas superiores, la lección de la Ilustración. Simple curiosidad, ¿todavía se enseña la universalidad en sus universidades? ¿Qué han hecho ustedes de los grandes principios, el derecho absoluto de auxilio en el mar, el derecho de asilo que dulcifica el exilio, el derecho al alojamiento, el derecho de los desarraigados a ser atendidos? ¿El derecho a ser acogido cuando se ha perdido todo? No solo eso, sino que son ustedes presa del engaño de los traficantes. Son ustedes incapaces de actuar. Cuando matan, lo hacen con nuestras manos.

¿Qué mosca le ha picado de repente? He venido a hablar, no a buscar bronca con usted.

Sígame y observe.

¿Qué es?

Son planos encontrados a un náufrago tuareg. En un doble forro cosido. Nuestras aduanas coladero ni los hubieran olido. Imágenes detalladas de varias iglesias en Extremadura y en
el Sur de Francia. En medio de pueblos apartados. ¿Cree usted que el tipo venía a hacer turismo ante los monumentos religiosos del siglo XIII?

¿Qué demuestra eso?

Esto tenía escondido en el fondo del bolso. Dentro de una bolsa impermeable. Un manual de explosivos. Un cable seguro. Dos cuchillos. ¿Le basta con esto?

Siempre habrá ovejas negras.

Pues forman un rebaño.

Todo eso lo se.

Pero usted no hace nada. Yo sí. Es la diferencia entre nosotros.

Podría usted esperar otras consignas.

¿De quién? ¿De los Estados? Está muerto. ¿De Bruselas? Muerto. ¿De la comunidad internacional? Todavía más muerto.

¿Por qué repite usted: «está muerto»?

¿Ve usted algo vivo por aquí?

¿Hay muchos tuaregs que hacen la travesía?

Me extrañaba que no hubiera reaccionado. No, ellos tienen la revuelta al otro lado, al norte de Mali. Pero algunos no les perdonan a ustedes haber linchado al león libio y haberse despreocupado del destino de su pueblo. Algunos sueñan con fuegos artificiales en su territorio. Reconozca que les quitamos una buena espina del pie.

Pero el calvario de la mayoría no es imaginario. La extorsión. Las descargas eléctricas. Los golpes con una barra de hierro en la planta de los pies que les dejan incapaces de volver a andar. Los meses de mazmorras. Las mujeres violadas que dan a luz entre la suciedad y los detritus.

No lo niego. Ahora entre usted en el cuarto de al lado.

No se ve nada.

Limítese a escuchar.

Siento una presencia. Incluso varias.

Es la sala de los gritos.

¿Qué gritos?

Los subimos con las redes. No sabemos de quién son. Todo tipo de gritos. Gritos sofocados. No tan sofocados. ¿Los escucha usted ahora?

Horrorosamente.

Por eso los encerramos en un cuarto oscuro e insonorizado. Si no, nadie podría dormir tranquilo. Es importante dormir tranquilo. La buena conciencia requiere silencio. Cada cual debe poder creer en su inocencia sin ser importunado.

Se escuchan palabras ahogadas en medio de gritos.

Precisamente, claman por su inocencia. Ellos no han hecho nada. Pagaron la travesía y fueron engañados. Evangelos y yo recogemos cuerpos inertes pero los gritos les sobreviven.

¿Como puede soportarlos?

Ya no los oigo.

Es impossible.

Llevo tapones para los oídos. Salgamos de aquí.

Pero, ¿qué tipo de persona es usted?

El mismo que usted. Sin la hipocresía que ustedes han convertido en arte. Vale, tengo las manos manchadas, pero lo suyo es peor, ustedes no tienen manos. Nosotros separamos al mar de sus muertos como la semilla de la cizaña, eso es todo.

¿Esos zapatos los vende usted?

Es usted un maestro en cambiar de conversación.

No tengo la impresión de haberlo hecho.

Se descalza a los náufragos y se recuperan los zapatos cuando valen algo. Es sorprendente ver a esos desharrapados vestidos a veces como señorones con trajes enrollados en bolsas, corbatas, zapatos de cuero. Niños endomingados con zapatillas Nike falsas recién estrenadas. O los crampones nuevos de los que esperaban jugar en el Manchester United. Soñadores.

No sé en qué podían creer. ¿Desde cuándo se dedica usted a este trabajo?

Este invierno hará tres años.

¿Empezó en invierno?

Sí. Me acuerdo como si hubiera sido ayer. Por la noche, la cresta de las olas era blanca, y en su punto más bajo emergían las máscaras negras de los moribundos y los muertos. Un inmenso tablero de ajedrez.

Cuando empezó no sería para defender las bellas costas de nuestra bella Europa, supongo.

Por supuesto que no.

¿Entonces?

Sabandijas.

¿Cómo?

Sabandijas.

No entiendo.

Uno navega inmerso en pensamientos livianos, pensamientos infantiles. Con la impresión de que las olas le ofrecen el mundo de regalo. De repente, ves un cuerpo flotando, luego dos, luego diez, luego cien, aún más algunas noches, cuerpos inertes, sacudidos por las corrientes o simplemente mecidos por el agua en calma. Apestan a gasoil. Sus pieles brillantes por el fueloil pesado. En ese momento, hablo de la primera vez, es imposible aceptar que sean seres humanos, seres de carne y hueso, semejantes, hermanos. De lo contrario, uno estaría igual de muerto que ellos. Hace falta urgentemente una escapatoria. En la mente, se produce una transformación ínfima, una pequeña oscilación. Aprender a dejar de ver lo que ves. A no creer lo que ven tus ojos. A modificar la mirada para siempre. Son sabandijas. Uno moviliza todo su ser para rechazar lo que puedan tener de humano esas miradas. Lo que agoniza ante tus ojos pertenece apenas al mundo animal. Sabandijas, ¿me sigue?

Difícilmente.

Por supuesto que sí. Para seguir viviendo, basta con deshumanizar lo que percibimos con nuestros propios ojos. Uno pasa a ser pescador de sabandijas. Luego, todo recupera su orden. Lo tienes en la cabeza. En el cerebro. En la mirada. Acuérdese de los esclavos privados de sus nombres. Yo privo a los ahogados de su humanidad, quito las espinas para que no se me queden en la garganta.

¿Va a seguir usted mucho tiempo?

¿Por qué no? Ellos están muertos yo estoy vivo. Limpio. Intercepto. Mientras sigan llegando, ahí estaré. Veo que me juzga con la mirada. Pero debería usted calmarse.

¿Yo qué tengo que ver?

¿Se da cuenta de lo que es la costumbre? Al principio, todos esos muertos en el mar llenaban las portadas de la prensa. Venían periodistas de toda Europa. Merodeaban por mi puesto en busca de una buena historia. Me acuerdo de un tío que quería que le contara la odisea de un sahariano tendido sobre una bandeja de hielo picado, con la cara todavía cubierta de algas pardas. Dije que no la conocía. Él insistía en que inventara lo que fuera, blandiendo sus billetes de 50 euros ante mi nariz. Estaba dispuesto a pagarme por mis patrañas siempre que fuera verosímil. Lo eché como a una mosca cojonera. Ahora los medios pasan de lo que ocurra aquí. Hace bastante tiempo que no hemos visto un reportero por la zona. El cadáver de africano ya no está en boga. Casi ni se molestan en
contar los ahogados cuando son negros. No constan en el inventario. Se han convertido en una especie de ángulo muerto. Nada que hacer, nada que decir. Sin haberlo coordinado, hemos decidido en silencio convertirnos en monstruos.

¿Me lo reprocha a mí?

Su ceguera me confunde. ¿Ha estado usted en Calais?

No, pero he visto imágenes, he escuchado testimonios.

Yo sí que he ido. No a Calais. A la jungla de Calais. Barro. Terrenos inundados. Pinchos de acero de las alambradas. Torres de vigilancia. Tiendas que unas veces arrasa el viento gélido y otras los policías con su cúter. Frío. Hambre. Suciedad. Desmantelamientos sucesivos de los campos. Robos de teléfonos por las fuerzas del orden. Desesperanza hasta romperse la crisma frente los acantilados blancos de Dover. Enfermedades. Nostalgia. Idas que no tienen vuelta. El cementerio de los refugiados. Los muertos en vida que se cosen los labios para protestar. Y olvido lo mejor. Veni, Vidi, Vinci.

¿De qué habla?

Si hubiera estado en Calais lo sabría. Nada más tomar la vía de circunvalación se topa uno con el flamante kilómetro del muro «anti-intrusiones». No tiene pérdida esta maravilla realizada por la famosa empresa de aparcamientos que también sabe difundir música de en sus subsuelos vigilados, en el centro de ciudades mega-controladas. No se repara en medios, lo mejor de lo mejor para proteger las costas de Inglaterra de la lepra migrante. Suspendida en Calais. Los ingleses dijeron «No queremos de eso aquí». Los franceses dijeron, de acuerdo, pero ¿cuánto? ¡Tres millones de euros y el muro de la vergüenza es suyo! Veni, Vidi, Vinci, como le he dicho!

¡Se está pasando de la raya!

Para nada. De hecho, sus amigos frenchies reciben rapapolvos de sus vecinos del otro lado de la Mancha desde que cientos de “small boats” atraviesan el Channel, parece que la costa francesa se ha convertido en un auténtico coladero. Y eso que los policías hacen lo que pueden. Acechan en las dunas sin descanso. Súbitamente salen como furias, corren hasta los botes hinchables y los laceran a cuchilladas. Todo el mundo acaba en el agua, los niños se hunden, pierden un zapato, pierden el aliento, pierden la vida. ¿Usted cree que soy peor que esos policías?

¿Es lo de menos, no le parece?

Es insoportable esa manera que tiene usted de responder a una pregunta con otra pregunta. De acuerdo: el Channel no es el Mediterráneo. Pero la muerte tiene más de un as en la Manga2. Ahora mismo, unos treinta ahogados, entre ellos un eritreo de 27 años y una niñita de cinco. Mañana serán miles.

¿Por qué tendría que ir a peor?

Según la BBC, desde que los migrantes ya no se lanzan a los camiones se han observado más de doce mil travesías, diez veces más que antes. Con buen tiempo, alcanzar las costas de Kent parece un juego de niños. Así que los británicos han encontrado la solución: la devolución en caliente. Violando el Derecho internacional que obliga al auxilio en el mar.

¿Y si le juzgaran a usted?

¿Por qué motivo?

Genocidio. Crimen contra la humanidad. Otro proceso de Núremberg. Con informes de denuncias por omisión de socorro. Esos cuerpos no son objetos perdidos. Son indicios que usted hace desaparecer. Acciones condenables ante un tribunal.

¡Habría tantos delante de mí en el banco de los acusados!

Normal, con más de veinte mil ahogados. El Mediterráneo se ha convertido en el mayor cementerio a cielo abierto del mundo. También es un espejo en el que mirarse, si se tienen agallas.

Un espejo deformante. No estoy seguro de reconocerme en el retrato de culpable que usted dibuja. Si yo soy culpable usted lo es en igual medida. Estamos en el mismo barco, si se me permite.

Creo que la inocencia ha desertado del mundo. Los hombres la han dejado caer como un jarrón frágil que se ha roto. Imposible pegar los fragmentos. ¿Usted qué piensa?

Se lo repito, no tengo tiempo de pensar. No quiero pensar nada. El mar me llama todas las noches. De mis redes chorrean espectros cegados por sus sueños de Europa. Yo recibo lo que sobra. Hago desaparecer la miseria a mi manera. En esos momentos todos los hombres son iguales, sin importar el color de su piel, su origen, su condición social. Ahí están, alineados en nuestros puestos. Pienso en un proverbio africano que me contó un viejo. «Cuando un hombre está muerto sus pies están de acuerdo».

Usted está de acuerdo con todo eso.

Estoy conforme conmigo. Pero usted también está de acuerdo. Usted también está conforme. En caso contrario me impediría hacer lo que hago. Reconozca que le satisface.

No, no acepto.

Claro que sí. A su pesar. Pero con alivio. ¡Acepta, acepta!

Algo en mí se rebela.

Ese algo no debe de ser gran cosa.

¿Usted qué sabe?

Lo sé.

Una época extraña para el Derecho, ¿no?

Yo no tengo ni idea.

No es necesario tener idea para ver que está tan maltratado como esos cascarones del Mediterráneo. ¿Es la idea del Derecho lo que le resulta a usted insoportable? ¿La amenaza de ser juzgado un día por crímenes contra la humanidad?

Yo no hago nada malo. Soy un eslabón al final de una larga cadena de responsables anónimos que pueden vivir sus pequeñas vidas ajenos a mis redes, siempre y cuando yo esté atento. Esa gente será capaz de reprocharme que algunos se cuelen entre las mallas de la red. Pero yo no soy aduanero ni guardia civil, y menos todavía policía. Esos sí que cumplen la ley cuando deciden no salvar a inmigrantes sin papeles que se están ahogando. Un hombre que viola las normas, según las normas no se salva. No soy yo quien fabrica el Derecho. Yo soy un enterrador respetable y sin odio, el sepulturero de la ruindad de todos ustedes. Escúcheme.

Es lo que estoy haciendo. […]

El otro día, una mujer bien vestida, una extranjera, pasó sin detenerse ante el banco de pescado bien surtido de Héphaïstos, uno de mis amigos del puerto. Mantiene unos pocos clientes que compran sus doradas. Pero cada vez es más difícil. Él llamó a la señora para que echara un vistazo a su pescado. Ella le dijo que nunca más volvería a comer pescado del Mediterráneo.

¿Eso por qué?

¡Porque comen migrantes! Fue su respuesta. Increíble, ¿no le parece? Los peces se comen a los migrantes…

Ya no sé lo que es increíble actualmente.

De modo que, si yo pillo algo, créame, mi parte es bastante modesta.

No se justifique. Yo no soy su juez.

Entonces, ¿quién es usted?

Uno de tantos cobardes. Confórmese con esta respuesta.

¿Qué espera usted de mí?

Que me lleve con usted esta noche. Me dejará usted en la negrura del agua.

¿Y eso de qué le va a servir?

Estaré del lado de los migrantes. Estaré a su lado.

¿Y si le recojo en mis redes?

Pues me añade al lote. Mis pies estarán de acuerdo. Si mañana por la mañana queda un sitio entre el de Mali y el de Eritrea, me tumbará usted en él. […]

Traducido por Isabel Romo

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