Opinión

Estamos todos en peligro

"Todo vale para apuntalar al poder. Sacar a la luz, diría Pasolini, el fascismo que ya estaba ahí, oculto, edulcorado, pero siempre útil para quien debe serlo", reflexiona el autor.

Fotograma de 'Saló o los 120 días de Sodoma'.

«Estamos todos en peligro», dijo Pasolini en su última entrevista la tarde antes de ser asesinado. Pienso en él porque este mes de marzo se cumplen cien años de su nacimiento, y porque los aniversarios sirven para recordarnos a personas que fueron importantes para nosotros y que hemos ido olvidando, más bien, que se han ido deshilachando en nuestra memoria aunque queden las trazas, ocultas, entretejidas con otros recuerdos.

Veo ahora Saló o los 120 días de Sodoma, casi su única película que no había visto, por miedo a que me resultase demasiado desagradable –precisamente yo, que he reivindicado la crueldad en el arte–. También leo esa última entrevista que citaba más arriba, y como siempre me encuentro con aquel hombre cansado de explicarse, harto de ver algo que los demás no ven o no quieren ver, asqueado de que incluso aquellos que deberían comprenderlo lo fustiguen y le pongan trampas dialécticas. Y también leo El fascismo de los antifascistas, un librito publicado por Galaxia Gutenberg en el que se recogen varios escritos del cineasta y escritor relacionados, claro está, con el fascismo.

En él, a pie de página, se citan unos versos de su poema El hombre de Bandung: «¡Tened hijos fascistas/ que os destruyan con las ideas/ nacidas de vuestras ideas!/ ¡Con el odio/ nacido de vuestro odio!». Porque Pasolini estaba convencido de que el fascismo está en las entrañas de una sociedad que se considera antifascista, la sociedad burguesa con sus instituciones democráticas, un nuevo fascismo, cuyo «objetivo es la reorganización y la homogeneización brutalmente totalitaria del mundo». Es decir, la imposición por las buenas o por las malas de la sociedad de consumo, supuestamente liberal y tolerante, que lleva sus hábitos y su (doble) moral hasta el último rincón del planeta. Que los hijos de esos burgueses se vuelvan militantes fascistas en un sentido más tradicional –arqueológico, como diría él– le parece un caso de justicia poética.

Hay sin duda cosas discutibles en la visión extremadamente sombría de Pasolini. Pero en sus opiniones se encuentra una intuición, una semilla de verdad que, mirando lo que sucede hoy no solo en Europa, asusta a la vez que ilumina un enigma aparente: ¿cómo es posible que un antiguo líder socialista español pueda preconizar una alianza de su partido con uno conservador corrupto hasta la médula, que lo prefiera a sumarse a otras iniciativas de izquierda? ¿Cómo es posible que un famoso escritor radicalmente liberal ofrezca sus buenos servicios a un candidato presidencial que simpatiza con dictaduras? ¿Cómo es posible que partidos conservadores de tantos países estén cayendo de forma premeditada en discursos y procedimientos que socavan la democracia y se alíen con las tesis de la ultraderecha, a la que hasta hace poco despreciaban públicamente? Y, quizá la pregunta que nos lleva al asunto más grave: ¿cómo es posible que una ciudadanía que aceptaba con más o menos entusiasmo una visión tolerante y democrática de la sociedad se arremoline tras quienes hacen del odio y la mentira su bandera más visible?

Sería demasiado simplista buscar en la hipocresía la explicación de la deriva de políticos, intelectuales y ciudadanos hacia el populismo ultraderechista. Lo que creo es que nuestras democracias se nutren de raíces totalitarias que, aunque soterradas, siguen vivas. Las grandes empresas que sustentaron el auge del nazismo sobrevivieron a su derrota, de la misma manera que jueces, científicos y militares pudieron continuar sus carreras, excepción hecha de una minoría que sirvió de ejemplo y permitió la buena conciencia de la sociedad. Tras la caída de los regímenes comunistas del Este, sus principales valedores acabaron haciéndose con las mejores tajadas de la privatización. Tras la Segunda Guerra Mundial, la mafia italiana se alió con empresarios y partidos –y con células fascistas– para establecer un férreo control sobre la vida política… y los negocios. Como mostraba Antonio Maestre en Franquismo S. A., las mismas familias que se enriquecieron bajo el franquismo siguen mandando en las empresas de la democracia. Lo que se transmite de generación a generación, de sistema en sistema, es eso: el poder económico, que condiciona el poder político y las estructuras del Estado.

Así que cuando el liberalismo tolerante comenzó a mostrar sus límites, cuando se volvió imposible ignorar sus costuras reventadas, los liberales de pro –y muchos socialdemócratas lo eran– aceptaron que los tiempos exigían otros discursos. Para evitar cualquier posibilidad de cambio, de «desorden», era necesario apuntalar a cualquier precio el orden establecido: si el modelo de democracia liberal no sirve ya para sostener las estructuras del poder económico, se reemplaza por uno nuevo. Y la maquinaria, también la de la prensa, se pone en marcha para vender el producto a unos ciudadanos desanimados y rabiosos, como se encuentran siempre en cualquier crisis, aunque en lugar de prometer un futuro tuvieron que especializarse en vender un pasado. 

Ensuciar la democracia cuando la democracia deja de garantizar los negocios. Aceptar lo que no hace tanto habría sido inaceptable porque mejor eso que un cambio radical. Volverse realista. Ver el autoritarismo y la corrupción como males menores. Prestar oídos a los banqueros –tan pulcros, tan racionales, tan gente de orden– y no a los huelguistas de unos astilleros que de todas formas habrá que cerrar un día, porque así lo exige la lógica económica. Volverse cómplices voluntariosos de corruptos, transigentes con la xenofobia y las nostalgias dictatoriales, abrir el palco a reaccionarios extremistas, subvertir las instituciones, sentarse en los consejos de administración que antes despreciaban o en la bancada de la ultraderecha hace poco proscrita, ondear banderas, gritar insultos, pedir mano dura, jalear la violencia contra manifestantes. Todo vale para apuntalar al poder. Sacar a la luz, diría Pasolini, el fascismo que ya estaba ahí, oculto, edulcorado, pero siempre útil para quien debe serlo. 

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Comentarios
  1. AYUSO SE JACTA DE QUE SUS ABUELOS NO LE HABLARAN NUNCA DE LA GUERRA CIVIL PORQUE LA QUERIAN LIBRE DE ODIOS. (Hablando con propiedad de la guerra del 36 o guerra incivil).
    Lógico que no le hablaran, se puede ser criminales hasta la médula; pero presumir de sus crímenes hoy día todavía queda mal, aunque al paso que vamos…

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    Mi abuelo tampoco me habló nunca de la guerra, crecí libre de odio, pero no ignorante
    Isabel Díaz Ayuso, presidenta de la Comunidad de Madrid, se jactaba de que “sus abuelos nunca le habían hablado de la guerra civil porque le querían libre de odios”.
    La relación de confianza que tuviera con sus ancestros pertenece al ámbito privado y, por tanto, ni me concierne ni importa pero, en todo caso, jactarse del desconocimiento de la Historia de España, especialmente de la contemporánea, como se deduce de sus palabras, es algo que me es incomprensible y que, a mi juicio, en la práctica inhabilita para un correcto ejercicio de la acción política.
    Mi abuelo paterno tampoco me habló nunca de la guerra. Lo fusilaron los fascistas en Zaragoza, que no fue frente, en la represión de inicio de la guerra en noviembre de 1936.
    Pero sí me habló mi familia porque si no, no hubiera entendido por qué toda mi familia materna tuvo que abandonar Angüés -Plana de Uesca- en 1939 y exiliarse en Francia, ni cómo pudo salir adelante mi abuela paterna, viuda de un republicano socialista, en un ambiente de genocidio y represión sistemática.
    Y crecí libre de odio, pero no ignorante de mi historia familiar que avivó mi interés sobre la Historia en general y la de Europa y mi país en particular
    Jorge Marqueta Escuer.

  2. BUENAVENTURA DURRUTI, 1896-1936.
    «Ningún gobierno lucha en contra del fascismo para destruirlo. Cuando la burguesía ve que el poder se le escapa de sus manos, alzan el fascismo para mantener sus privilegios».
    Cuanto sabía, que razón tenía Buenaventura.

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