Economía
Trabajos de mierda
En lugar de abogar por la creación de empleo, afirma David Graeber, más valdría cuestionar la función social del mismo, para qué y por qué trabajar y, si fuera posible, abolirlo directamente.
La tecnología haría posible que trabajásemos 15 o 20 horas a la semana; sin embargo, millones de personas permanecen atrapadas en jornadas infinitas desempeñando tareas inútiles. ¿Por qué? Lo explica el profesor de la London School of Economics, antropólogo y activista estadounidense David Graeber en su último libro publicado en vida: Trabajos de mierda (Bullshit Jobs, 2018).
El estudio, desenfadado y provocador, recoge una serie de entrevistas realizadas a profesionales que dan cuenta de la miseria psicológica que envuelve sus días laborables, además de una historia del empleo moderno y algunas propuestas políticas como la implantación de la renta básica universal. Para Graeber, un trabajo de mierda no tiene por qué estar mal remunerado o realizarse en condiciones precarias (eso sería un shit job), sino que se trata de una labor estúpida, reconocida por el propio empleado, que no beneficia a nadie y que, si desapareciese, no causaría mella en el tejido social (más bien lo contrario).
Así, el CEO de una empresa, un burócrata o un teleoperador entrarían en esta categoría, no tanto una matrona o una profesora –de hecho, la noción de utilidad social en el libro se encuentra muy ligada a los cuidados y el fomento del bienestar en general, por lo que muchos de esos buenos trabajos están feminizados–. Siguiendo con el argumento del autor, existe una relación inversa entre la relevancia social del empleo y el sueldo: los profesionales más necesarios para el funcionamiento de las vidas de todos –sector sanitario y docente, pero también agricultores, basureros y cajeras– ganan bastante poco, mientras que la nómina crece conforme a lo prescindible que sea la profesión, quitando contadas excepciones. Teoría polémica donde las haya, no deja de producir amplios ecos, especialmente en sociedades como la norteamericana o la británica, de donde extrae casi todos los ejemplos.
A diferencia de otros estudios académicos del autor –como En deuda: una historia alternativa de la economía (2012)–, este oscila entre el comentario político y la antropología, el periodismo y el ensayo divulgativo, lo cual tal vez ayude a explicar su gran éxito. No obstante, no puede desdeñarse el hecho de que, en el país de la Gran Dimisión, donde abundan los empleos en el sector financiero, el inmobiliario, o la abogacía empresarial –bastante bullshit, dice el libro– haya tenido tanto impacto. Además de su argumentario principal, destaca una conceptualización de este tipo de trabajos como contrarios a la lógica capitalista: si se busca siempre la eficiencia, ¿por qué se contrata a gente que realiza tareas inservibles?
Tampoco responden estos contratos a la ley de la oferta y la demanda, ni obedecen a ninguna lógica educativa; simplemente, la razón es política y moral, no económica: hay que mantener a la gente ocupada, a saber, disciplinada y sin energía para el disenso. Esto, que parece de una exagerada simplicidad, se demuestra a lo largo de páginas donde también se analiza la ética protestante del trabajo –el sacrificio que otorgaría dignidad y pertenencia al grupo–, junto al surgimiento de las lógicas mercantilistas a partir de la Baja Edad Media, cuando las plazas de Europa comienzan a llenarse de relojes con el objetivo de controlar los tiempos del comercio.
En la época clásica, arguye Graeber, el tiempo de los demás no se podía comprar ni vender, pues era una abstracción: se adquiría a la persona (esclavo) o el objeto que fabricaban sus manos. El profesor, muy activo en movimientos como Occupy Wall Street y a quien se atribuye el lema Somos el 99%, nos advierte así de una condición de esclavitud parcial, no vinculada a objetivos o resultados tangibles de nuestra mano de obra, sino al mantenimiento de la jerarquía social en cuya promoción coinciden tanto sectores de izquierda como de derechas. En lugar de abogar por la creación de empleo, afirma, más valdría cuestionar la función social del mismo, para qué y por qué trabajar y, si fuera posible, abolirlo directamente. En contra o a favor de las tesis de Graeber, lo que está claro es que nadie quedará indiferente.
El desarrollo de la robótica haría posible el milagro que propones. Pero dudo mucho que haya gente que quiera invertir en ese campo si no se le dan garantías. Haría falta una empresa nacional de robótica, que la empresa privada no está por la labor, que yo sepa. Personalmente creo que eso que dices llegará, aunque dudo mucho que yo viva para verlo. Pero sí, la robótica es la tecnología del futuro. De hecho los robots ya están funcionando en muchas empresas; como la del automóvil. El problema será que la empatía y el buen corazón no parece que sean activos en el empresariado heredado de la dictadura. ¿Tendrán en cuenta los empresarios del futuro que el desarrollo de la robótica deberá ir acompañado de la implementación de grandes y poderosas medidas de protección social?. Porque si no es así, volveremos a lo de siempre, a solucionar los problemas a palos.