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Diletante y tan contenta
Mercedes Cebrián cuenta en 'Cocido y violonchelo' la aparentemente insignificante historia de una mujer que empieza a aprender a tocar el instrumento a una edad en la que todo el mundo le dice que ya es demasiado mayor para hacerlo.
¿Cuál fue tu afición durante el confinamiento? ¿Fuiste parte de la ola de conversión al horneado o de quienes desempolvaron la caja de acuarelas? ¿Guitarra tal vez? ¿Ajedrez? Quizá bailar. Lo que es seguro es que te acuerdas de algo a lo que dedicaste algún rato: porque llevabas mucho tiempo queriendo, y si no era entonces, cuándo iba a ser. Te pido que hagas memoria hasta llegar solo a un sitio más: el placer ligero y alegre que te dio hacerlo. ¿O no? Un tiempo fuera del tiempo, un vago recuerdo de algo que sabíamos cuando sabíamos jugar. El atisbo de que, en realidad, ese momento de disfrute íntimo y sin objetivos salvaba la vida de la única manera que puede salvarse: salvando el día, que ya bastante es.
En Malgastar, un libro de poemas publicado por La Bella Varsovia en 2016, Mercedes Cebrián escribía: «Noto cómo me rozan el progreso, el liderazgo, el éxito/ y, sin embargo, si hubiera aquí un banquito me sentaba/ a mirar, a ver pasar a gente que entra y sale/ de sitios». Ahora acaba de publicar Cocido y violonchelo (Random House Mondadori, 2022), y una diría que lo consiguió. Sentarse en un banquito, digo.
El libro cuenta una historia, que es suya. La aparentemente insignificante historia de una mujer que empieza a aprender a tocar el violonchelo a una edad en la que todo el mundo le dice que ya es demasiado mayor para hacerlo. Un día se decide y ya está: comienza su rutina de arrastrar por la ciudad un mostrenco de madera en una funda enorme y acariciarlo intentando sacar de él sonidos amables.
Ocuparse de algo, prestarle atención, otorga una nueva mirada sobre el mundo. A lo mejor si tu afición es la repostería, todo empieza a aparecérsete en medidas de harina y huevo. A Mercedes Cebrián el violonchelo se le vuelve una ventana a través de la cual todo lo que nos viene a contar sobre el mundo queda violonchelizado. Su relación con él es el hilo del que tirar para hablar, claro, de muchas otras cosas. De esas infancias de escuela de música en las que aprendimos solfeo sin llegar a ser nunca las niñas prodigio que hoy venden madres gringas en Instagram. De los virtuosos, que siempre venían del Este –como las gimnastas y algún ejército–. De lo que vale un arco, del caballo del que era la crin. ¿Sabías que la ropa que visten aún hoy las violonchelistas tiene que ver con lo subversivo de ver a una mujer tocando un instrumento que tiene que sujetar entre sus piernas abiertas? La furia, la alegría, el hastío: todo queda violonchelizado. Como en una partitura saltarina, como en un diario distraído, se suceden pasajes breves que desgranan a veces aprendizajes anecdóticos, a veces reflexiones que apuntan a un posible corazón del orden del mundo.
Qué inusual es animarse a ser diletante, como orgullosamente reivindica Mercedes Cebrián. Hacer algo que no se nos da necesariamente bien, algo de lo que no vamos a sacar rédito, algo por lo que no seremos recordados en la posterioridad ni celebrados en las redes sociales. En un mundo que monetiza cada minuto, repetir escalas sin más interés que la música misma es un pájaro extrañísimo de ver. Dibujar sin saber, bailar sin ritmo, jugar la pachanga. ¡Qué alivio! Qué alivio las notas equivocadas en las que todo está bien.
Escribir un libro sobre ello, es, por lo demás, algo que no tendría sentido hacer sin relajar un poco el gesto. En Cocido y violonchelo la plena atención va de la mano del desapego. La broma, la mordacidad, la superficialidad incluso, van regalando destellos desde una voz que parece no tomarse del todo en serio casi nada. Sobre todo, no a sí misma.
Y porque además de tímpanos tenemos papilas, en este viaje diletante entra en juego también la comida. Sopas tailandesas con hielo, churros, un kéfir ruso que nunca se deja beber como refresco, una straciatella que no es lo que parece. Los sabores son otra música, otra ventana al mundo. Pero ¿qué une al cocido y al violonchelo? Una respuesta posible: que, en ambos, “si falta sabor es que ha faltado tiempo”. “Las horas de clase particular de lo que sea van siempre espaciadas en el tiempo para que los maestros asistan a sorbitos a nuestros progresos. ¿Qué ocurriría si las recibiéramos todas seguidas, o a lo largo de la semana, como si se tratase de una jornada laboral a tiempo completo?”, plantea Cebrián. Para llevarnos también a un aprendizaje que nunca está de más recordar, en esta época en la que tiempo es lo que nunca sobra: “Lo único que tengo es el día de hoy, gracias al cual logro pequeños avances técnicos”.
Vivir bien es algo muy sencillo y muy misterioso. Otro hilo posible entre cocido y violonchelo es más evidente aún: los dos apuntan a una reivindicación del placer, a un recordatorio del sentido y la perspectiva que pueden dar a nuestra cotidianeidad a esas cosas que, simplemente, nos gusta hacer. Y que llevan, por cierto, a esa misma intuición del “un día detrás del otro”, de que ir iluminando cada uno con algo que nos dé alegría ya es mucho, con tanta oscuridad como acecha por todas partes.
Una advertencia solo antes de acabar. No quiero llamar a error, ni ser injusta con el libro: toda la culpa de estas reflexiones es solo mía. Cocido y violonchelo no viene con leccioncitas, como no vienen con leccioncitas la harina repostera, la caja de Alpino ni el torno de modelar. Este es un libro gustoso, un divertimento, un paseo. (Claro que solo los músicos y los cocineros saben cuántas escalas hay detrás de esos minutos que parecen juguetones, cuánto remover detrás de la delicada textura de una crema, cuánta intimidad con la partitura o la receta antes de poder improvisar). No voy a caer en la trampa de sacar moralejas o metáforas de este ratito de música sonando a través del patio de vecinas al final de la jornada. No lo voy a hacer, no. Te voy a decir solo que este libro se acaba con hambre. Con hambre de lo que sea, con hambre de muchas cosas.
Ya sabrás tú de qué es la tuya. Hazle sitio, pásalo bien.