Internacional

El trabajo y la vivienda, un bucle de problemas

Uno de los principales problemas para las personas sirias refugiadas en España es la búsqueda de trabajo: inseguridad jurídica, falta de redes y el idioma.

Tarjeta roja de refugiado. OKBA MOHAMMAD / BAYNANA

Esta serie de reportajes sobre personas refugiadas de Siria ha sido posible gracias a la colaboración entre La Marea y Baynana y al apoyo de NewsSpectrum e International Press Institute.

Para una persona que huye del conflicto sirio, llegar a España es difícil. Conseguir el estatuto de refugiada que le permita quedarse, también. Pero cuando esos dos escollos están salvados, llega uno más: el de conseguir un trabajo para mantener esa nueva vida. Las dificultades en el acceso al mercado laboral son uno de los problemas recurrentes en las historias de quienes están en esta situación. Buscar trabajo es un laberinto más en el que se cruzan cuestiones administrativas, culturales y socioeconómicas.

En Siria, Sara Al-Ali (a la que nos referimos por este seudónimo para proteger su identidad) era profesora de inglés, aunque su formación universitaria está relacionada con la agricultura y la informática. Hoy le resulta imposible encontrar empleo en España, aunque tiene residencia legal en el país y permiso para trabajar. Su caso es paradigmático de la situación que viven muchas personas refugiadas. 

Hasta que estalló el conflicto, esta mujer de 34 años, madre de dos hijos, llevaba una vida que recuerda como tranquila: «Mi vida con mi esposo antes de la guerra era estable. Vivíamos felices, sin importar cuán difíciles fueran las condiciones de trabajo a veces. Teníamos nuestra propia casa». Cuando estalló el conflicto y tuvieron que abandonar esa casa, esa vida y esa estabilidad, su primer destino fue Turquía, adonde llegaron a principios de 2013. “Perdimos todo y dejamos todo atrás. Y los comienzos siempre son difíciles. En un corto período de tiempo, pudimos integrarnos en la nueva sociedad y aprender el idioma turco», relata. Con ese dominio del idioma, Sara pudo encontrar un trabajo como profesora de árabe, y se convirtió en el sostén de su familia.

En 2018, su marido falleció a causa de un derrame cerebral. Para Sara, su muerte fue un punto de inflexión. Se vio sola con sus hijos en este país, y esto le llevó a nuevas dificultades. Cuando al año siguiente trató de solicitar la ciudadanía turca –a la que creía tener acceso tras pasar siete años en el país–, le fue denegada. A cambio, le informaron de su derecho a solicitar protección internacional a través de la Organización Internacional de Refugiados. Así lo hizo, y a los tres meses recibió una carta en la que se le comunicaba que había aceptado su asilo España. Un país del que, según recuerda, no sabía nada: “Solo del Barcelona y el Real Madrid, porque mi marido era hincha del Real Madrid”. A su llegada a Madrid, Sara y sus dos hijos residieron en uno de los centros de acogida durante todo un año. Pero era finales de 2019: unos meses más tarde, con la crisis de la COVID-19, todo se dificultó. Aprender castellano y buscar un trabajo se convirtieron en retos casi imposibles en esas circunstancias. 

Para María Arós, que ha sido durante cuatro años responsable del equipo de alianzas para la empleabilidad de CEAR (Comisión Española de Ayuda al Refugiado), hay tres problemas clave en la dificultad para encontrar trabajo que enfrentan las personas refugiadas: la inseguridad jurídica, la carencia de redes y el desconocimiento del idioma y del contexto. “Uno de los elementos que marcan el punto de partida es la situación administrativa”, explica. “Una persona solicitante de protección internacional o una persona refugiada tiene una situación distinta a la de una persona migrante, porque su derecho al trabajo viene determinado por la ley de asilo, y no por la de extranjería”, añade.

En términos prácticos, esto implica que su autorización de trabajo temporal comienza seis meses después de presentar la solicitud de asilo –dejando un vacío en este sentido hasta entonces–, y se va renovando también cada seis meses mientras se espera una resolución. Si esta se resuelve favorablemente, viene acompañada de un permiso de trabajo de cinco años. En caso contrario, la persona pasa a no tener derecho al trabajo en España. Es lo que se llama “irregularidad sobrevenida” y, dadas las muy bajas tasas de aceptación de solicitudes de asilo, esa irregularidad sobreviene de hecho en muchos de los casos. Así, “una de las principales barreras es que su solicitud de trabajo es temporal y eso genera inseguridad en el empleador”, explica María Arós.

Otro problema que destaca es la falta de redes: “Por lo general, las personas refugiadas llegan solas o en unidades familiares o comunidades pequeñas, y no cuentan con contactos que puedan facilitarles oportunidades”. Según su experiencia, una tercera dificultad importante es el desconocimiento de los códigos del mercado laboral del país de acogida: desde la identificación de oportunidades hasta la presentación de candidaturas o cómo enfrentarse a una entrevista de trabajo, destrezas que no son las mismas entre los distintos países y culturas.

Estos problemas específicos vienen a sumarse a los generales: temporalidad, salarios bajos, precariedad. Y otro que se pone de relieve en la historia de Sara Al-Ali: las dificultades de conciliación, que afectan sobre todo a las mujeres, y que se agravan también precisamente por esa carencia de redes sociales de apoyo. Para ella, una de las principales desventajas que está encontrando en la búsqueda de trabajo es ser la única cuidadora de sus hijos, y no contar con ayuda para ocuparse de ellos.

Trayectorias laborales truncadas, expectativas frustradas

Las situaciones de las personas refugiadas son muy diversas. La formación de partida, la trayectoria o el mayor o menor dominio del castellano son factores que marcan diferencias importantes. Aun así, sus caminos acaban por desembocar en el mismo lugar: carreras profesionales que a menudo se ven truncadas por la incapacidad del sistema del país de acogida de dar cabida a las capacidades y conocimientos que tienen estas personas, aun cuando corresponden a ocupaciones que hacen falta en las sociedades a las que llegan.

«Tras huir de Siria, comencé mi vida laboral en Jordania, trabajando como chef en un restaurante, pero decidimos venir a España porque pensamos que aquí había un futuro para la vida. Pero desafortunadamente no era así», cuenta Muhammad Al-Rifai, cuya solicitud de asilo en España se aprobó en 2019. Para él, las dificultades de adaptación fueron grandes: “La forma de vida, el idioma, la cultura, las costumbres, todo era diferente”. A su entender, la formación recibida para afrontar estos cambios no fue suficiente, ni en términos lingüísticos ni de capacitación laboral. 

También en su caso, la crisis sanitaria por la pandemia de coronavirus agravó la situación, ya que hizo que todos estos recursos se paralizasen justo en el momento en que los necesitaba. El periodo del programa terminó sin que Muhammad hubiera podido completar ningún curso de capacitación, y se vio obligado a buscar trabajo en esas condiciones. La búsqueda continuó durante meses sin ningún éxito. «Un año y medio no fue suficiente para mí, como refugiado que no habla español, para aprender el idioma, integrarme en la sociedad y participar en el mercado laboral. Nos abandonaron tan pronto como terminó el programa de ayuda, y me encontré perdido y no sé qué hacer”, lamenta.

Raquel Santos, Coordinadora Estatal de Inclusión de CEAR, destaca que una de las principales dificultades es el no reconocimiento de la experiencia laboral del país de origen. Los procesos de homologación de los estudios cursados en los países de origen son complejos y largos, con muchos vericuetos burocráticos. “Esto supone tener que comenzar desde cero independientemente de la experiencia que tenga la persona, incluso en sectores o trabajos que nada tienen que ver con su profesión”, explica Santos, pero a menudo “resulta necesario para poder conseguir cierta autonomía y no depender de las ayudas del sistema de asilo que son temporales y limitadas”.

Así, la trayectoria laboral de estas personas se ve fragmentada, pierde su continuidad. Esto supone un “choque de expectativas, sobre todo con personas con estudios de licenciatura que tienen más probabilidades para acceder al mercado de trabajo”, añade Santos: “Para algunas de estas personas con elevada cualificación, o con una carrera profesional dilatada, verse abocados a desarrollar trabajos de una cualificación más baja, les supone un duro golpe a nivel psicológico, sobre todo si en su país tenían cierta posición/estatus, por ejemplo, los jueces”.

La ausencia de títulos homologados no solo dificulta significativamente el acceso al empleo, sino que también restringe las posibilidades de acceder a procesos formativos, ya que obliga a superar los exámenes de acreditación de competencias clave, que a menudo exigen competencias lingüísticas avanzadas. Este problema llega, añade Raquel Santos, hasta los detalles aparentemente más sencillos: por ejemplo, “la imposibilidad o dificultad de obtener el carné de conducir con la tarjeta roja, con la importancia que tiene para acceder a muchos puestos de trabajo”. Otro hándicap es la brecha digital, que se ha incrementado también con la crisis sanitaria: “Muchas de estas personas no tienen acceso a las nuevas tecnologías por no tener un dispositivo electrónico, por no tener competencias digitales o por no poder hacer frente al coste mensual para tener internet en casa”, enumera la Coordinadora Estatal de Inclusión de CEAR.

Precariedad

Los problemas se suman y las vidas se complican. “Hoy trabajo, pero 12 horas al día con un salario bajo. A fin de mes solo quiero ayudar a mi familia y pagar el alquiler de la casa. Soy un joven enterrado en vida”, se lamenta Muhammad. Sara, mientras, sigue día a día en su búsqueda de empleo, envía su ficha personal a decenas de ofertas de trabajo, pero no recibe respuesta. Había conseguido un trabajo, pero era de noche, así que no pudo aceptarlo para no dejar a los niños solos en casa. Ahora recibe 522 euros de ingreso mínimo vital, pero no alcanzan para cubrir las necesidades de una familia de tres: ni siquiera para pagar el alquiler de la casa, que son 600 euros, y que debe desde abril del año pasado, por lo que se enfrenta a la posibilidad de ser desalojada y demandada. «Espero poder cobrar esta cantidad para dársela al casero, porque no quiero ver a mis hijos en la calle», cuenta.

“Las condiciones en las que viví en España fueron las peores de mi vida. Empeoraron sobre todo cuando terminó el programa de ayudas en febrero de 2021”, cuenta también Abu Qassem, un padre de familia de 30 años. “Sabía que mi nueva vida era aquí, así que fui a muchos restaurantes en busca de trabajo, pero no pude encontrar uno que cubriera las necesidades de mi casa y mi familia. También fui a comercios y a restaurantes árabes, pero me seguían rechazando por falta de dominio del español, un requisito en todos los casos”, explica.

Tras pasar dos meses sin ningún tipo de ayuda, consiguió un trabajo temporal, sin contrato, y cuyo salario tampoco alcanzaba para cubrir sus necesidades, como pagar el alquiler. El dueño de la casa presentó una demanda. «Pero, ¿qué podía hacer? No tengo la capacidad de alimentar a mis hijos, ¿cómo voy a pagar el alquiler mensual? Le intenté explicar esto, pero nunca llegó a apreciar las difíciles condiciones en las que me encontraba”, dice.

Cuando no se tiene trabajo, acceder a una vivienda no solo es cuestión de dinero. La dificultad de abrir una cuenta bancaria con la tarjeta roja es otro elemento de esta ginkana burocrática, a la que también se suma la documentación requerida y las exigencias de tiempo de empadronamiento para el acceso a ayudas a la vivienda. Abu Qassem finalmente optó por intentar salir de España para conseguir trabajo en otro país europeo. “Dudé un poco por casos de otras familias obligadas a regresar por el Reglamento de Dublín. Tengo familia, y sabía que si me hacían volver nos tocaría vivir en condiciones aún más difíciles, como quedarnos en la calle. Sin embargo, ¿no era lo que nos iba a pasar de todos modos? Entonces, ¿por qué no intentarlo?”, se pregunta.

Ideas para mejorar el sistema

Para María Arós, de acuerdo a su experiencia como trabajadora que acompaña en estas búsquedas de empleo, uno de los problemas principales del sistema es que, debido al alto volumen de personas que solicitan protección internacional y al hecho de que los equipos están infradotados, la ratio de atención es muy alta, lo que dificulta ofrecer una atención individualizada, centrada en las necesidades particulares de cada persona. “Lo que se tiende es a ofrecer recursos que mayoritariamente pueden servir. Cursos de formación que tienen que ver con logística, con cuidados sociosanitarios… Nichos donde hay empleo al que pueden acceder perfiles muy distintos”, explica.

Como solución, apunta a una mayor coordinación entre los recursos de financiación pública, y también alianzas público-privado. “Sumando fuerzas se agilizaría bastante”, propone esta especialista en empleabilidad, que considera que “también ayudaría contar con herramientas compartidas y más optimizadas para el registro de los perfiles de las personas que llegan”. Aunque se cuenta con algunas, a su entender sería necesario mejorarlas para aprovechar más las habilidades y conocimientos de las personas refugiadas, que a menudo quedan perdidas en el engranaje burocrático. “De hecho, hay modelos en otros países, que por ejemplo captan a los perfiles sanitarios cuando llegan, de modo que se hace una intermediación para que puedan ejercer aquí”.

Esta mejor definición de los perfiles podría ser útil también en otros sentidos. Por ejemplo, en la actualidad muchas personas que vienen del entorno rural son ubicadas en ámbitos urbanos, en los que tienen más dificultades para desenvolverse, porque buena parte de las entidades que gestionan el sistema de asilo tienen su sede en las ciudades. “Con la situación de despoblación en la zona rural en España y proyectos productivos que no tienen relevo generacional, habría posibilidad de hacer esos enlaces y poder generar este relevo en algunos casos”, propone Arós. También destaca iniciativas que ya están en marcha con buenos resultados, y que se podrían extender, como la mentoría social, un programa de voluntariado que ofrece un acompañamiento a personas recién llegadas por parte de otras que ya han vivido el proceso de integración en determinada empresa o sector profesional.

Son algunas de las pistas posibles para empezar a mejorar un sistema que actualmente ofrece muchas dificultades a las personas refugiadas. Quienes, como señala Sara Al-Ali, solo piden que se cumplan sus derechos: “Que nos ayuden a encontrar trabajo, a asegurar y crear nuestras propias oportunidades laborales. Porque es ilógico que un refugiado que llega a España sin hablar el idioma pueda, en un año y medio, aprender el idioma, realizar cursos de formación y encontrar un trabajo. Es injusto para los refugiados».

Con información de Moussa Al Jamaat (Baynana)

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