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Cuarenta y siete formas de matar a un padre
Sara Morante ha concebido 'Flor fané' como un todo, como una escenografía en la que se combinan palabras e ilustraciones de forma interdependiente. Así lo resume Esther López Barceló en #UnaMareaDeLibros
Como una flor marchita, así se siente Olga, una niña que llegará a escribir cuarenta y siete formas de matar a su padre. Así podríamos sintetizar lo que se cuenta en Flor fané (Ed. Astiberri), una historia que ha hilvanado Sara Morante a través del dibujo y la escritura. Un libro exquisito que me resisto a identificar únicamente como «novela» o «libro ilustrado» porque ambos conceptos, aunque correctos, se me antojan insuficientes. Y es que Morante ha concebido esta historia como un todo, como una escenografía en la que se combinan palabras e ilustraciones de forma interdependiente. Tanto es así que no se puede entender el relato sin leer las imágenes que lo acompañan. Esta simbiosis creativa es la culpable de que el lector se sumerja de lleno en las profundidades de la mente de esa niña tan especial que ha imaginado la autora.
Un universo infantil surgido del cielo de Salamanca
A lo largo del libro, Olga va construyendo su propio imaginario como si de una trinchera se tratara, una bien especial, cubierta por una cúpula celeste y estrellada, donde se refugia para resistir los envites del monstruo: su padre. La autora nos confiesa que la inspiración para diseñar ese universo infantil le debe mucho al conocido como cielo de Salamanca –ubicado en el patio de Escuelas menores de esa ciudad–, una maravillosa obra hispanoflamenca del siglo XV atribuida al artista Fernando Gallego y compuesta por un techo de fondo azul lapislázuli, con estrellas rellenas de pan de oro y seres fantásticos que sobrevuelan el firmamento.
Para emprender este viaje, Sara Morante se ha calzado los zapatos de la infancia y ha recreado el universo infantil de Olga intentando abarcar sus múltiples dimensiones: la de lo que imagina, la de lo que piensa, la de lo que teme, la de lo que sueña y, finalmente, la de lo que realmente le pasa. Para ello, la autora se ha servido de la libertad narrativa que le proporcionan sus poderosas armas: los lápices de colores, el gouache, los collages. Porque Morante es una de las ilustradoras más prolíficas e importantes del panorama actual con una veintena de libros ilustrados, entre los que se encuentran obras tan importantes como Cumbres borrascosas, de Charlotte Brontë (Alma), Me moriré en París, de César Vallejo (Nórdica), Una habitación propia, de Virginia Wolf (Seix Barral) y Ariel, de Sylvia Plath (Nórdica). Además, en 2015, publicó su primera historia como autora, La vida de las paredes (Lumen), en la que se desarrollan las vidas cruzadas de los habitantes de un edificio antiguo de Madrid y que recomiendo con fruición.
La importancia de ejercitar la mirada
En Flor fané, la autora toma la arriesgada decisión de contar la historia de Olga a través de los pensamientos que desarrolla en tiempo presente. Una opción narrativa de suma complejidad si se tienen en cuenta los peligros que entraña, porque Morante podría haber caído en el abismo de un lenguaje excesivamente simplón o en las pegajosas redes de una mirada excesivamente adulta. Sin embargo, se atreve a hacerlo porque es consciente de su gran capacidad observadora, de su mirada entrenada para atender a los detalles, de su agudeza para alcanzar a ver lo que al resto nos pasa inadvertido.
No en vano, la autora, en las clases de ilustración que imparte en la escuela Billar de letras, insiste en la importancia de ejercitar la mirada cada día, dando oportunidad al paisaje cotidiano de sorprendernos, ya sea a partir de la forma geométrica de la hoja de un árbol, de la sombra antropomorfa que proyecta la luz en el suelo, o del lenguaje propio de los colores, que por sí mismos también nos transmiten un mensaje.
Así es como, quien escribe estas líneas, aprendió a volver a mirar los lugares habituales como si fuera la primera vez. Y es esa virtud innata para hallar la belleza en cualquier parte la que ha hecho posible este libro. Porque Flor fané, a pesar de ser la historia de una niña que crece temiendo a su padre, desamparada por una madre sumisa y presa de un hogar que se le antoja una cárcel, es de una belleza que apabulla, en la que te quedas atrapada al instante, sin poder resistirte a pasar las páginas antes de hora. Y su lectura es tan fluida que se puede completar en una sola tarde. No obstante, será mucho más el tiempo que pase hasta que el lector consiga evadirse de su influjo. Porque tengo que advertirles de que el personaje de Olga se les quedará clavado en la memoria indefinidamente.
La ira liberadora
Sara Morante no sabe bien de dónde le surgió la chispa que engendró la llama de esta historia. Ella andaba escribiendo sobre una mujer adulta, algo extravagante aunque funcional, cuando se adentró en un flashback que la llevó hasta la infancia del personaje y fue ahí cuando todo cambió y Olga cobró vida. Escribió el capítulo Los patos de porcelana, que acaba cuando la niña entierra la cabeza de su muñeca bajo las hortensias.
Una escena de una tensión terrible que sintetiza la posición que en el relato tomarán cada uno de los personajes principales: «Ese capítulo condensa la esencia de Flor fané. Fue entonces cuando descubrí que era la voz de esa niña la que realmente quería contar». A partir de ese momento, su objetivo fue hacer comprender al lector cómo la vida bajo «el sometimiento de la violencia, de la tensión, del autoritarismo mina el desarrollo de cualquiera, acabando con su autoestima y su capacidad de apego».
Por eso Morante pone el foco en la importancia que para Olga tienen los referentes externos –sus amigas y su abuela– que se erigen en ventanas a las que asomarse, desde las que descubrir otras vidas posibles en las que la violencia no existe. Además, Morante introduce un elemento muy original en la importancia que le confiere a la ira como un sentimiento que en una víctima puede dar paso a un despertar liberador. Es ese odio a su padre el que llevará a la niña a escribir hasta cuarenta y siete formas de matarle: «La ira es necesaria para Olga porque la empujará a no conformarse con esa vida y, para que eso ocurra, es importante que llegue a ser capaz de odiar a su padre». No obstante, la autora no cae en maniqueísmos y nutre de contradicciones el pensamiento de la niña, lo que dota de aún más verdad al relato, convirtiéndose así en una gran radiografía psicológica, sobre todo teniendo en cuenta que Morante no solo imagina sus pensamientos traducidos en palabras sino también las imágenes que sueña, que dibuja, que la envuelven.
La arqueología del dibujo
«Este libro es muy diferente a todos los demás. En ilustración he experimentado con dibujos hechos a mano por completo, ya que apenas he utilizado el ordenador; he practicado lo que llamo ‘arqueología del dibujo’ para recuperar el estilo que se tiene a los cinco años». Para aproximarse a la forma infantil de representar el mundo, Sara Morante ha estudiado los trabajos escolares de sus hijas, analizando los trazos, la gama de colores utilizada, el lenguaje corporal con el que identificaban sus personajes inventados. Por ejemplo, esas observaciones la llevaron, en una de las ilustraciones del libro, a representar al padre con manos y al resto de personajes –Olga y su madre– sin ellas «porque él es quién toma las decisiones, él es el dictador de la historia». Fue con detalles así como llegó a ser capaz de «emular la expresividad de un niño».
La pesadilla inicial de Olga
Sara Morante está en constante proceso creativo. Nos confiesa que ahora mismo tiene en el cajón un puñado de relatos y una novela. Deja en suspenso la decisión de si habrá secuela de Flor fané. Y la verdad es que no importa lo que haga, porque su estilo y su técnica están tan depurados y son tan reconocibles que hablar de sus trabajos es siempre un acontecimiento. Y para muestra, nada mejor que despedir este texto con el fragmento inicial del libro que nos ocupa:
«Estoy rodeada de grillos. No me puedo mover y los insectos caminan sobre mis brazos, sobre mi cara; entran y salen de mi boca y de mi nariz. No puedo respirar. Alzo la mirada y veo a mis muñecas junto a mí. Me dicen: están enfadados los grillos. Yo también lo estoy, les quiero responder pero no puedo porque ahora tengo los labios pegados. Tengo los labios pegados y la garganta llena de grillos. Siento un cosquilleo sobre la cara, acercándose a los ojos. De pronto, todo se apaga. Me despierto sobresaltada con un grito atrapado en la garganta».