Opinión
A cada tiempo su santoral
"Los nombres 'raros' de hoy no se adscriben a una utopía colectiva, sino que buscan serlo –raros– lo más posible; utópicos, si acaso, de una utopía individual".
Cada época tiene su onomástica, y cada revolución revoluciona también los nombres propios. Karl Schlögel lista en El siglo soviético, recién publicado en castellano por Galaxia Gutenberg, algunos de los que se pusieron de moda inmediatamente después de la Revolución rusa. Nacieron entonces niños y niñas a los que se bautizaba Avanchel (de avangard chelovechestva, «vanguardia de la humanidad»), Barrikad («Barricada»), Dinamit («Dinamita»), Detsentralizatsia («Descentralización»), Elektrifikatsia («Electrificación»), Istmat (de istoricheski materialism, «materialismo histórico»), Marselesa (por La Marsellesa), Parizhkomuna («Comuna de París»), Traktor («Tractor»), Volt («voltio»); o Bujarina (por Nikolái Bujarin), Dzhonrid (por Johh Reed), Engelina (por Friedrich Engels), Liebknecht, Luxemburg, Mels (por Marx, Engels, Lenin y Stalin), Robespierre, Vantsetti (por Bartolomeo Vanzetti), Zhores (por Jean Jaurès)…
Una nueva fe y un nuevo santoral: risibles como puedan parecernos, aquellos nombres no lo eran más que Fe, Jesús, Salvador, Asunción, Concepción… No lo era Karlen o Marlen (por Marx y Lenin) más que José María o María José, ni Liublen (de Liubov Lenina, «por amor a Lenin») más que Amadeo o Filoteo («el que ama a Dios»), sino expresiones distintas de la misma búsqueda de la compasión y la protección de los dioses para nuestros hijos. La lista de Schlögel condensa el nacimiento de una civilización: su memoria (memoria ancha, generosa, del jacobino Robespierre al socialista Jaurès, pasando por el anarquista Vanzetti) y sus esperanzas depositadas en una emancipación de turbinas y tractores. Fue otro nombre de aquellos Rem, acrónimo de Revoliutsia, Elektrifikatsia, Mir. Revolución, electrificación, paz/mundo/comunidad campesina rusa. Un programa completo en tres letras.
Toda una generación veía nacer ante sus ojos, y no solo en la Rusia bolchevique, un tumultuoso mundo nuevo. Por las mismas fechas, la España socialista, anarquista y comunista impugnaba también el santoral católico llamando a sus hijos Acracia o Libertad. Quien esto escribe se acordaba, al leer a Schlögel, de Sigfrid Grimau, un sastre catalán al que conoció en Chile, exiliado del 39: su padre, librepensador, masón y teósofo, había puesto a sus hijos, además de Sigfrido (por la ópera de Wagner), los nombres de Armonía, Campoamor, Rizal, Platón, Vida, Mario y Fermín (posiblemente por los anarquistas Mario Buda y Fermín Salvochea). Poetas, filósofos, científicos, libertadores y revolucionarios eran los ángeles de la guarda de una generación dispuesta a cambiarlo todo. Nancy Mitford relata en A la caza del amor que a una inglesa encargada de ayudar a los refugiados españoles en Francia le dijeron que priorizase a las familias con niños pequeños. Cuando preguntó cómo saber si eran pequeños, considerando que la edad no venía en la lista, le respondieron:
«Es muy fácil, con los españoles siempre se sabe: antes de la guerra ponían a sus hijos nombres de santos o de episodios de la vida de la Virgen, como Anunciación, Asunción, Purificación, Consuelo, etcétera. Desde la guerra, se llaman Carlos, por Marx, Federico, por Engels, o Estalina, que tuvo mucho éxito hasta que los rusos los dejaron con dos palmos de narices. O también llevan por nombre bonitas consignas, como Solidaridad Obrera, Libertad y cosas así. Entonces sabrás que los niños tienen menos de tres años».
Hoy, enredados mentalmente en la seguridad del advenimiento de la Catástrofe, nos resulta casi imposible meternos en los zapatos de aquella ciega fe en el Progreso, que iría quedando enterrada bajo los escombros de los desastres del siglo XX. En Rusia no tardó en regresar –nos cuenta también Schlögel– la onomástica tradicional, que en realidad nunca se había marchado: la mayor parte de los padres seguían prefiriendo llamar a sus hijos Mijaíl o Nadezhda. En España, la desaparición de las Acracia y los Lenin fue sencillamente decretada por el franquismo –cuando la Libertad Aurora de ¿Dónde está nuestro pan?, el exitoso libro de relatos de Abel Aparicio, tuvo que pasar a ser Aurora a secas–, aunque tras su final, y con la caída del Muro de Berlín del santoral católico, los Jonathan, las Jennifer, los Christian y las Jessica se volverían nombres predilectos del resto de utopismo de un país que, harto de sí mismo, buscaba en el idealizado extranjero y su imitación la receta de la modernidad. Con el tiempo, en cualquier caso, pasaron también de moda.
Nuestra época pone también sus propios nombres, y esos nombres dicen también mucho de ella, de su Zeitgeist, de qué anhelos anhelan los hombres y las mujeres del siglo XXI. Los nombres raros de hoy no se adscriben a una utopía colectiva, sino que buscan serlo –raros– lo más posible; utópicos, si acaso, de una utopía individual; asignar al niño un nombre especial –que nadie más en la guardería se llame Tarek, Ayana, Kenya, Orión, Noa– para que él, dios de sí mismo, lo sea ya en el jardín de infancia, y desde allá cimente el triunfo futuro en la arena del socialdarwinismo contemporáneo. Nombres que también nos hablan del frívolo juego de la apropiación y la disneyficación cultural, practicado en páginas web con títulos como Nombres japoneses para tu bebé que te van a encantar, en las que se convierte a culturas milenarias en un mero vademécum de vocablos resultones y filosofemas de azucarillo.
Hay una segunda tendencia bautismal de nuestros días que, con mayor sutileza, dibuja sin embargo el mismo electroencefalograma social: nombres de sonoridad castellana, sin las jotas y las cehaches y las tehaches de los Joel y los Christian de los años ochenta, o que obtendrían sin problema el nihil obstat del santoral tradicional, pero por así decir fronterizos, periféricos del castellano, y en los que sopla un aire a onomástica de actor internacional o de top model; la aureola de un mundo de photocalls, limusinas y vestidos destellares de seis cifras para exhibir en alfombra roja. Detrás de muchos Daniela, Valeria, Marco, Bruno, Martina, Alma, Vega, Greta, Leo o Gael palpita la punzada del desclasamiento; la misma frustración autófoba que nos hace comprar perfumes cuyos anuncios nos muestran amantes bronceados dándose el lote en un yate al sol de una isla griega, palacios versallescos o fiestas de la embajada.
Otro tiempo vendrá distinto a este, y traerá consigo nuevos nombres. Es lucha crucial del presente que vayan en la línea de los Acracia y los Libertad o los hijos del porvenir se llamen Ramiro u Onésimo.
Siempre hay alguna señal, algún pasito adelante para conservar la esperanza.
Caminante no hay camino, se hace camino al andar…
Fátima, primera castellanomanchega que se acoge a la eutanasia.
“Si estáis leyendo este mensaje es que ya no estoy viva”. Fátima García Castejón se ha convertido esta semana en la primera persona de Castilla-La Mancha que se ha acogido a la Ley de Eutanasia después de su aprobación en el Congreso de los Diputados.
“Me iré y seré feliz, porque me voy de un cuerpo que no me deja ser lo que soy”