Opinión
Punk sin punk
"Contemplo con estupor que algunos columnistas conservadores y sus palmeros consideran que son los nuevos punks", escribe Jorge Matías
Me da una pereza terrible escribir sobre mi pasado. No lo tengo muy idealizado porque para ello debería haberme ido bien alguna vez. Pero tengo recuerdos, claro. Algunos maravillosos y otros que desearía no recordar. Es la vida, supongo.
Con todo esto presente, contemplo con estupor que algunos columnistas conservadores y sus palmeros consideran que son los nuevos punks. Vivir sumidos en la fantasía de que el sistema está construido para los progresistas, el colectivo LGTBI o los inmigrantes, para todos esos a los que temen, quizá distorsione no solo sus recuerdos. Pero si rascan un poco, seguro que recuerdan que no se habrían acercado a un punk ni para tocarlo con un palo. ¿Es posible identificarse con algo que no conoces?
Mi primer concierto punk, cuando tenía unos dieciocho años, fue el de un señor que salía a escena en pijama, un pijama roñoso y purulento. Se hacía llamar Vinarro ‘El Guarro’, si no recuerdo mal, y mi memoria solo retiene estas peculiaridades, nada más. No eran momentos de estar lúcido. Luego vinieron más, todos ellos de bandas de la zona donde crecí, en el Corredor del Henares. Había que apoyar a la escena local, decíamos.
Recuerdo a Los niños de la pus, Pus, A palo seko, Macías Pajas y su inolvidable megahit de la mugre ‘Vivo en un bote de formol’; en fin, la lista es demasiado larga, pero basta decir que casi todos los grupos tenían nombre de secreción y sonaban como olían los garitos: mal. Tocaban en tugurios en los que en teoría nadie debería tocar, y hacían un ruido de mil demonios. Incluso hubo un festival crust en la Comunidad de Madrid con ese nombre, Un ruido de mil demonios. Los años me llevaron por otras formas de punk, bandas más cercanas al grindcore o también al hardcore deudor de bandas americanas como Gorilla Biscuits o Sick of it All. Algunos de mis amigos formaban parte de bandas ruidosas y mugrientas. Comprábamos sus maquetas en casete y mi hermano pequeño, que durante un tiempo lució el correspondiente mohawk, todavía conserva algunas.
Para unos chavales de izquierdas de clase obrera, bastante politizados y con cierto amor por las sustancias ilegales como nosotros, era algo normal. ¿Dónde íbamos a ir? La mayoría iba a discotecas tipo Radical, pero nosotros estábamos demasiado seguros de nuestras ideas para eso y además éramos un poco freaks. El punk era nuestro ecosistema. En el barrio no había menos suciedad que en los nombres imposibles de aquellas bandas. Era como si toda aquella subcultura hubiera sido creada exclusivamente para personas como yo. Acabé escribiendo en algún fanzine, fui parte más o menos activa en toda esa movida. Intenté creer que estaba ahí porque era mi lugar. Sabía que no tenía mucho futuro y había que tapar aquella sensación terrible con algo de ruido para que doliera menos.
Estos nuevos punks sin punk ni incertidumbre, estos punks que sudan en el gimnasio en lugar de en el pogo, estos punks que llamarían a la policía durante una actuación del salvaje GG Allin en cuanto empezara la sangre, están muy lejos de todo aquello que viví. Aunque yo personalmente también lo estoy ahora, lo cierto es que no me he movido mucho de allí. Es difícil de explicar, pero uno no elige ser un outsider del mismo modo que no elige ser de clase obrera. No es lo que quiero ser, es lo que soy. Para estar en contra del sistema hay que ser consciente de en qué situación estás dentro del mismo, sea cual sea. Y se me hace muy difícil asumir que personas que son los ganadores del sistema estén en contra del sistema que les ha llevado a su posición. Personas que están trabajando para grandes medios de comunicación y hasta ocupando cargos más o menos importantes dentro de ellos se erigen sin sonrojo alguno en los nuevos punks de la escena del barrio Salamanca.
Con los años, las ruidosas bandas punks fueron dejando paso a otras más hardcore cuyos miembros venían de entornos de clase media. Te ibas a un concierto y un miembro del grupo que tocara llevaba varias docenas de talegos en ropa, y empezaban a mirar mal a los ruidosos punks de toda la vida. Esa transformación, la llegada de aquellos niños buenos con actitud de matón, terminó por alejarme de la escena. Recuerdo cierta banda de hardcore que llegó a ser bastante conocida en la que uno de sus miembros vivía nada menos que en La Moraleja. Las letras nos daban mucha risa, llenas de alusiones a la dureza de las calles, como si habitaran en el Bronx en los años setenta del siglo pasado.
Era una cosa de no creer. El sistema oprimiendo a gente que tenía el dinero por castigo. Era la misma sensación que me producen hoy todos estos conservadores que se dicen nuevos punks. Son ridículos, sí, pero están por encima. Pueden ser lo que quieran. Hasta jefes de opinión de un periódico importante.