Opinión
La realidad (también) es otra
"Me cuido bien de no romantizar nada cuando digo que una utopía posible que yo atesoro cuando pienso en 2022 es que volvamos a juntarnos y a pensar en común", escribe Laura Casielles
Era sábado, hacía ese sol de invierno que siempre levanta el humor de una forma especial y las feministas salíamos desde nuestras casas en un punto u otro de Madrid abrigadas como para pasar el Polo. La convocatoria decía: asamblea para empezar a preparar el 8M de 2022. Y también: “traed mantita, que la luz es cara”. Era la primera reunión en dos años en la que no nos íbamos a ver a través de una pantalla (o no todas, porque la opción zoom sigue ahí para quien la necesite, esa herencia de este tiempo nos la quedamos ya).
Faltaban unos días para que los omicrones nos volviesen a meter en el bucle de la paranoia y la cuarentena, pero eso no lo sabíamos aún. De momento ahí estábamos, preparadas para afrontar de nuevo el frío de un centro social a base de lana, termos de café y la alegría de los reencuentros.
Para movimientos como este, los hitos, las efemérides, no son escaparates de ocasión donde mostrar un despliegue de ideas y consignas prêt-à-porter. No se trata de algo así como encontrarse para poner en marcha la churrera de un modo de hacer que ya se conoce. Son, por el contrario, ocasiones para hacer algo juntas, y, con suerte, hacerlo lo bastante bien como para que ese algo desborde y llegue a ser otra cosa. Por ello esa alegría agitada del reencuentro. Por eso esas cabecitas y esos cuerpos bullendo inquietas con posibilidades. Por eso el subidón que da ponerse en marcha para un viaje que no se sabe muy bien a dónde va a llevar.
Y por eso aquel sábado no podía empezar sino por pensar. Preguntas sencillas: qué queremos hacer, y cómo. Repartidas por grupos al azar en distintas salas, empezó el debate. Había caras nuevas y perspectivas variopintas. Muchas pasaban por un diagnóstico claro: el agotamiento de las mujeres tras echarse a la espalda, además de la carga de siglos, todo lo que ha quedado desasistido en estos años de pandemia por el desmantelamiento de los servicios públicos y las garantías sociales. Muchas otras señalaban problemas específicos del cruce concreto en el que a cada una le ha puesto le vida. Entre todas íbamos dibujando una respuesta que convertía en sentido común el hecho de que solo cupiera hablar de confluencia, de organización en la diversidad, y no de algo llamado unidad que a menudo no es sino el nombre en clave de un proyecto homogeneizador y de arrase que ya hemos aprendido que no es lo más fértil.
Llevábamos ya un rato largo listando penas cuando una compañera cambió el rumbo, algo exasperada: “basta ya de lado oscuro, la realidad es otra”. Mientras todo eso pasa, insistía –todo eso: los recortes en recursos y en derechos, la corrupción, las carreteras varias que llevan hacia el fin del mundo–, no hay que olvidar tampoco todo lo otro que viene ocurriendo también: las despensas en los barrios, los grupos de apoyo mutuo, el pensamiento vivo que siempre sigue latiendo. “Bueno, bueno”, matizaban algunas voces más, “pero no podemos legitimar tampoco que nos encarguemos nosotras de lo que nos deberían garantizar las instituciones”.
Se abría el eterno debate entre la autoorganización y las exigencias al Estado –es lo que tiene que sea cierto eso de organizarse desde lo diverso–, pero yo me quedé agarrada durante un rato a un “también” que se me había aparecido. Ese “también” que, entre paréntesis en la frase, es capaz de cambiarlo todo. “La realidad (también) es otra”. Si queremos que nuestra política sea algo alegre, que no vaya a la contra, que no se base en los nombres que les ponen a las cosas los enemigos, tal vez debemos navegar a bordo de ese “también”.
En un mundo cebado a distopías, el embrión de las utopías está en lo que ya conocemos. Lo sabían quienes escribieron las novelas más cautivadoras de la ciencia ficción, situando en otros planetas o en futuros posibles las vidas libres y libertarias con las que solo torpemente somos capaces de soñar aquí. Santiago Alba Rico explica con lucidez la diferencia fundamental que existe entre imaginación y fantasía. Fantasía es fabular sin anclaje, soñar mundos otros en los que no aplican las reglas que conocemos: los caballos que vuelan y los dragones ex machina no nos ayudan demasiado en el pensamiento político que necesitamos desarrollar. Pero la imaginación, sí: porque como trabaja la imaginación es engarzando eslabones, creando alternativas a través del cuidadoso trazado, paso a paso, del camino que tiene que llevar a ellas. De modo que el escenario final, por fabuloso que pueda parecer cuando se ve por sí solo, tenga siempre un pie puesto en la realidad.
Me cuido bien de no romantizar nada cuando digo que una utopía posible que yo atesoro cuando pienso en 2022 es que volvamos a juntarnos y a pensar en común. Y a montar tremendos planes en los que tomemos la calle y metamos poco a poco en el lío a más y más personas. Que sepamos pensar con la lucidez que solo sale de lo colectivo y se nos ocurran ideas magníficas, creativas, divertidas, transformadoras. Que abramos periódicos con ellas y que –como en aquel 2018 en el que se ensanchó para siempre el sentido de la palabra “huelga”– eso cambie un poquito el mundo porque empiece a cambiar para mucha gente la forma de ver sus vidas y de estar en ellas.
A menudo se dice que el objetivo de una lucha es dejar de estar activa por no tener ya sentido. Sí y no. Eso es cierto desde un pensamiento reactivo y de urgencia, desde una lucha que se hace a vida o muerte. Obvio que lo deseable es que deje de hacer falta luchar contra la violencia, contra la pobreza, contra lo injusto en todas sus variantes. Pero yo no querría dejar de juntarme con mis compañeras para imaginar –eslabón a eslabón– cómo vivir. Soñar con mundos en los que nos desconectamos porque hemos conseguido lo que queríamos también es neoliberal –y tal vez incluso un germen de lo que nos dificulta soñar más grande–.
Hay otro filósofo, Amador Fernández Savater, que explica también muy bien esa radical importancia del camino. En un libro reciente –La fuerza de los débiles (Akal, 2021)– decía, hablando del 15M: “El mundo que queremos ganar está ya aquí, en la vida que nos estamos dando”. Quien lo probó lo sabe: esa vivencia, ese goce del pensar y el hacer en común que es central en determinadas formas de hacer política. Como en el amor, como en casi todo lo que nos enriquece como personas, no se trata solo de adonde llegamos, sino de lo que entendemos en el proceso, de lo que nos pasa por el camino.
Pero esto, en la cotidianeidad que vivimos ahora mismo, tiene efectivamente algo de utopía. Unos días más tarde del sábado aquel, una compañera se enfadaba un poco, en otra reunión. Contaba que se sentía agobiada y agotada cada vez que se destacaba, de este tiempo oscuro, lo que se viene haciendo en los pueblos y en los barrios, resistiendo a los embates de las políticas criminales con autoorganización y apoyo mutuo. Claro que esta amiga sentía orgullo de lo logrado. Pero también quería poner sobre la mesa que lo conseguido es a costa de acabar quemadas por la necesidad, por la urgencia, por la disputa, por la frustración.
Es ahí es donde se encuentran, quizá, los cabos sueltos de la discusión eterna. Organizarse, participar políticamente, es una de las cosas bellas que podemos hacer en nuestra vida. Pensar juntas, construir en común, celebrar la satisfacción que da que lo que se tiene al final entre las manos (una manifestación, un periódico, un espacio de encuentro en el barrio, una alcaldía) sea el fruto, imperfecto y magnífico, de un esfuerzo colectivo del que se ha sido parte. La vida, de verdad, es más rica así que comprando o recibiendo soluciones.
El problema es que vivimos un mundo y un tiempo en el que el camino no siempre –o casi nunca– es disfrutable. Porque no nos queda más remedio que hacerlo reactivamente, atenazadas: la lucha feminista es por las asesinadas, la lucha LGTBI por no retroceder, la del clima porque nos achicharramos, la de los barrios por el hambre y por el frío. Y las libramos, además, con las fuerzas mermadas por la precariedad, por el agotamiento, por las prisas. Y también con el cerebro frito por el resultadismo, por el así-no-se-hacen-las-cosas, por el deja-la-política-a-los-mayores.
En mi utopía a largo plazo no estoy tirada a la bartola en un sistema que me lo da todo hecho. En mi utopía a largo plazo habitamos un mundo en el que el gobierno es una cosa que garantiza usos del tiempo y del espacio que permiten al pensamiento colectivo ir ascendiendo hacia sus cumbres como en una de esas escaleras en que una se apoya en las manos de otra, pasito a paso hacia otros modos de repartir, de amar, de pensar, de crear. De vivir.
Por eso, mi utopía de corto plazo, la de 2022, tiene que ver con seguirlo imaginando, eslabón a eslabón. Poder juntarnos sin omicrones que impidan el abrazo de antes y las cañas de después. Ser capaces de debatir, sin personalidades ególatras ni agendas propias que vengan a reventar lo común. Que las condiciones de vida nos permitan estar lúcidas, tener buenas ideas. Divertirnos llevándolas a cabo. Que el mundo que queremos ganar esté, efectivamente, ya en la vida que nos vayamos dando.
Lo quiero así para el feminismo, para la lucha por el clima, para quienes piensan en las elecciones que se vienen, para el entorno seguro de cada diversidad, para los barrios, para las lenguas. Lo quiero para las asambleas en las que estaré y en las que no: esa pluralidad de hormiguitas es en lo que confío. A este 2022 le pido la ilusión alegre del hacer juntas, la utopía en permanente construcción. Esa otra realidad que (también) es. Y que nos encontremos en ella.