Opinión
Hasta que nadie deba decir que no puede más
Defender la salud mental colectiva implica caminar hacia un trabajo sano en una sociedad antifascista, justa y esperanzada
Por lo visto existen aplicaciones con reclamos como los siguientes. “Manténgase productivo sin importar dónde se encuentre”. “Experimente la productividad como nunca”. A una de estas invitaciones contestaba hace días Nacho Vegas recordando que “tantas cosas bonitas en la vida se hacen de manera no productiva”. El músico ponía varios ejemplos: “amar, soñar, charlar animadamente, follar, canturrear, hallar amparo, escuchar una canción, silbarla, leer un poema y compartirlo, cuidar, holgazanear”.
Si algo, además de la belleza, tienen en común esos verbos, además de sus efectos terapéuticos en nuestro bienestar, es que especialmente abrigan en la helada y refrescan en la combustión.
La salud mental entra en 2022 como tema mainstream, pocas dudas quedan ya. No es solo que ecoansiedad sea una de las candidatas a palabras del año para Fundeu. Ya nadie puede sorprenderse de decir o recibir ese triste “no me da la vida” que solo puede tomar como sinónimo de éxito personal un suicida emocional o alguien a quien le hayan despojado del apego a seguir siendo humano. La lucha será, durante todo el nuevo año y los siguientes, por no anecdotizarlo, no normalizarlo. Por politizarlo.
No se debería poder hablar de salud mental con seriedad sin hacerlo de trabajo. Que es hacerlo de la total falta de empleo o de uno estable o, cuando lo hay, del grotesco robo de tiempo que suponen algunas labores prescindibles y redundantes a estas alturas de la película posindustrial. Poner sobre la mesa cómo está de absurdamente mal repartido entre quien trabaja más de lo que puede y quien lo hace menos de lo que necesita. Visibilizar que un mercado laboral que tiende a la externalización, la atomización, el trabajo discontinuo o por proyectos y la oferta a la baja favorece íntimas inestabilidades.
El reproche por “no llegar” acaba siendo casi siempre contra uno mismo. La empleabilidad sugiere ocultar la fragilidad. Se premian los egos y ambiciones insaciables. Carecer de espíritu competitivo es una desventaja. Delegar o pedir ayuda es una muestra de debilidad. El sosiego es de perdedores. Que todos nos sintamos reemplazables o que seamos lanzados a una constante comparación de aptitudes y logros profesionales son violencias estructurales que también nos ayudan a comprender la gravedad de esta pandemia de inseguridad y pobre autoestima. No se puede abordar en profundidad la salud mental sin una crítica radical al capitalismo.
Hace más porque nunca se fue, pero son más de tres años desde que la extrema derecha llegó a las instituciones. Saben de sobra que la inmensa mayoría de las personas de este país es mejor que ellos. Y nosotros sabemos que uno de sus objetivos históricos no ha sido exactamente nunca el de gobernar, sino inclinar el tablero del sentido común hasta convertir lo monstruoso en admisible o siquiera debatible. Suya es la crispación gratuita, el ruido que aturde. La extrema derecha hace largos en la piscina de nuestra ansiedad. Necesitan que la incertidumbre vital y la sensación de que nos escurrimos hacia escenarios siempre peores sean insoportables. La estrategia del odio obliga a la mayoría de la sociedad, y especialmente a quien es más vulnerable, a un derroche de energía vital, de disposición creativa y de un tiempo que precisamente no sobra. Forzar a ocupar nuestros días defendiéndonos y aplazando la construcción, el disfrute o el descanso es una de sus violencias. Un debate sobre salud mental que quiera ser honesto debe examinar el papel que cumplen la misoginia, el racismo, la transfobia, el clasismo o el nacionalismo excluyente, el abuso verbal y físico, el analógico y el digital, en esta crisis de sufrimiento. No hay bienestar emocional sin antifascismo. La oscuridad final que les suponemos como horizonte importa tanto como las luces que intentan apagar por el camino.
El relato chantajista del capital lleva décadas basado en el eje fortaleza-debilidad. Ahí nunca hay ganancia para el sufriente. O está condenado a soportar un peso desproporcionado o a no poder con ello. Pero aguantar no es vida. Algunos lugares comunes sobre alguien que toma una decisión que de tan compleja es difícil llamarlo decisión nos dicen que esa persona tenía una sonrisa frágil. La pregunta es por qué no consideramos quebradizo un sistema que se alimenta a base de malestar. Se abren grietas en el consenso de que sea mínimamente saludable el único de los sistemas que nos han hecho creer como posible. Será fundamental tirar abajo ese muro, pero la ciudadanía, también en crisis organizativa, no podrá sola. Necesitará el compromiso de partidos que en las instituciones no solo aspiren a la tradicional gestión de daños o a presentar recuperaciones parciales de derechos masacrados como victorias.
Esto no se arregla dejando de contestar mails fuera de horario laboral, con las empresas pagándonos el wifi de casa o subiendo el salario mínimo. Quizá necesitemos no solo el fortalecimiento del cuerpo de inspección de trabajo, sino que este sea capaz de desarrollar exhaustivos exámenes de las dinámicas humanas que se desarrollan en los centros de trabajo. Las causas de muchos sufrimientos en esos lugares no aparecen en ningún contrato o convenio. También es importante recordar que cuando hablamos de bienestar emocional lo hacemos de dinero. Pero no solo de recursos para profesionales. Puede que sea el momento de blindar las bajas por causas de salud mental, de bajar el listón de acceso a una amplia y sostenida cobertura material que garantice urgentemente que parar no sea una necesidad inalcanzable sino una posibilidad real. Tomar ese desvío en carretera no debería ser igual a quedarte tirado en la cuneta. Nos va la vida en ello.
Estamos muy cansados y cansadas, es cierto. El termómetro social dice que somos algo así como animales heridos con solo dos opciones: la furia o la tristeza. Hace ya mucho que la primera de las salidas es patrimonio de una población instalada en la hipérbole del falso agravio: el avance de los feminismos deja en aprietos sus chistes de suegras y el pasaporte COVID les pone el pijama de rayas. Mientras, personas generosas y genuinamente ahogadas viven pausadas en el abatimiento. Recuperar la autoestima colectiva, es decir, conectar la dignidad y fuerza de esa inmensa mayoría que se cuida para cuidar y de quien sigue sin renunciar a un mundo mejor, será clave en el futuro inminente. Imaginando esa electricidad resultante, chisporrotea la frase de Raymond Williams: “Ser verdaderamente radical es hacer la esperanza posible, no la desesperación convincente”.
No va a ser fácil. Necesitaremos ambición. Poder quitarle diques a la emoción. Y por el camino, barrer el miedo, el aislamiento y la desconfianza en el otro —¡incluso entre conocidos!— que ha favorecido la gestión productivista de la pandemia. Con la vista puesta en que tener que explicitar que no estamos bien haga cada vez menos falta, en tomar la visibilización como básico punto de partida y no como fin. En todo caso, en trasladarles ese peso a los causantes de esta gran herida común. Por complicada que sea la vida, que lo es y nunca existió mapa existencial infalible, esta crisis no es ninguna maldición bíblica ni etapa histórica ni borrasca inevitable. Nadie tendría que verse obligado a decir que no puede más. Ese puede ser un horizonte a defender. Nos va la vida en ello.
Excelente artículo.
El papel de la extrema derecha es crispar, dividir y crear confusión, cierto, no sigo la tele ni leo los periódicos del sistema, pero ojo también con la derecha de este país, deja mucho que desear en civismo y juego limpio, ámbas, y también el centro derecha (por llamarle suavemente derecha al PSOE) sirven al capital y hasta la izquierda parlamentaria, si no le sirviera ya no estaría ahí. Le dejan hacer pequeñas reformas para engañar aparentando que vivimos en democracia.
El problema es que la ciudadanía está cada vez más dormida. Yo he sido testigo de como la movilización ha ido bajando y bajando hasta prácticamente desaparecer. Y ya ves lo que votan….
Hay veces que hay motivos para pensar «cuanto más conozco al ser humano más amo a mi perro».
A lxs políticos más honestxs les he oído pedir el algún mitin que necesitaban la movilización de la calle, ya que si la sociedad no acompaña ellos se ven arrastrados por la fuerza del capital.
Ese es el problema: la apatía o el engaño en el que vive la sociedad.
¡¡¡ES EL CAPITALISMO, ESTUPIDO!!! (Clinton) y la falta de lucidez del ser humano que hemos permitido que nos despoje de valores, de sensatez y de dignidad.
Quiere sacar provecho del vacío interior al que nos ha conducido tratando de convencernos de que la felicidad son los bienes materiales y el consumismo.
«Hacer la esperanza posible», que difícil hoy día.
Me quedo con la frase de Gramsci: al pesimismo de la razón se le opone el optimismo de la voluntad, de la acción.