Cultura
Anatomía de la derrota (y 6)
La única lucha social que se pierde es la que no se da. La Comuna fue reprimida de forma sangrienta pero tuvo una importancia capital en las revoluciones posteriores. A menudo, una derrota es «el prólogo de muchas victorias», explica Layla Martínez.
Capítulo VI y final del ‘Especial Comuna de París’
Para no caer en la melancolía es necesario entender que emprender una lucha social ya es un triunfo, aunque no se consigan los objetivos iniciales. Así lo explica Layla Martínez en Utopía no es una isla. Allí pone el ejemplo de las movilizaciones contra la construcción del oleoducto de Standing Rock, entre Dakota del Norte y Dakota del Sur (EEUU). El enorme tubo de petróleo amenazaba territorios históricos de la tribu sioux y movilizó a miles de partidarios de los movimientos indigenista y ecologista. Estas concentraciones fueron dispersadas violentamente, a golpe de porra, con tanques de agua, con centenares de detenciones y denuncias contra los activistas.
«Tanto para la Comuna como para el caso de Standing Rock conviene no eludir sus repercusiones simbólicas y políticas más allá de lo puramente material», nos explica Layla Martínez. «En el caso de la Comuna, la derrota fue inapelable, fue un movimiento aplastado de forma sangrienta, pero tuvo una importancia capital para los teóricos marxistas y después para los bolcheviques que hicieron la Revolución Rusa. El caso de Standing Rock no tiene la misma dimensión histórica. También fue una derrota porque el oleoducto se construyó, está ahí, pero esa lucha sirvió de aprendizaje para muchos otros movimientos sociales. En varios estados de Estados Unidos y en provincias de Canadá se ha acabado prohibiendo el fracking. Y se ha paralizado la construcción de otros oleoductos. Es decir, la derrota de Standing Rock fue el prólogo de muchas victorias».
Martínez se remite a esa «genealogía crítica» que recomienda para todas las luchas del pasado. «Es conveniente no idealizar la Comuna. Tampoco es bueno quedarse solo con las imágenes icónicas de Standing Rock, las de esas personas de los pueblos originarios americanos vestidas con sus trajes tradicionales y haciendo frente a una excavadora encima de un caballo. Hay que asumir y entender las derrotas, aprender de ellas, rescatar sus herramientas útiles. Vistas así, algunas derrotas son más importantes que muchas victorias».
¿Qué hacer hoy?
La Comuna surgió en un momento de crisis de régimen. Había terminado el Segundo Imperio, Napoleón III se había ido, pero la nueva República que nace pretende reproducir el mismo modelo solo que sin emperador. El paralelismo con la Transición española es inevitable. ¿Para qué buscar una salida si el cambio parece imposible? «Este bloqueo para pensar en nuevas políticas transformadoras es especialmente grave en España porque el discurso ideológico del Régimen del 78 sigue marcando la agenda y los imaginarios a la hora de hacer política», expone Germán Cano. «Hay una crisis en la idea de España muy profunda. ¿Hacia dónde vamos? Casi nadie piensa en esto. La política del día a día siempre acaba arrinconando esta cuestión», añade.
Como ocurre con cada gran transformación histórica (y la Revolución Industrial fue una de ellas, como lo es hoy la sociedad digital) acaban apareciendo corrientes nihilistas. Unas veces se expresaron a través de la filosofía. Otras, de la dinamita. Las más recientes, quizás, en forma de cresta punk. ¿Se avecina un renacimiento del nihilismo? «Totalmente. Ese es un rasgo inequívoco de nuestro tiempo», vaticina Cano. «Y lo peor es que se trata de un nihilismo que viene acompañado de cinismo. El nihilista no cree en nada o ya no puede confiar en los valores tradicionales. Pero el cínico es peor porque entiende que, en esa situación de grado cero del valor, el valor se acomoda o se adapta a la voluntad de poder de cada uno. Esto, en definitiva, es Trump. Es esa idea de que, en un contexto en el que nada es verdad, yo impongo mi verdad. O en el que paso por ser el más auténtico porque no oculto mi mentira. Esto es muy actual. El nihilismo es una consecuencia de la pérdida de horizonte de futuro».
Frente a estos peligros, Layla Martínez enarbola un concepto singular: el «optimismo feroz». A su juicio, «socialmente, necesitamos construir un discurso que sea contrahegemónico para oponerlo a ese otro discurso que presenta el futuro como algo que siempre es peor. Si hemos aprendido algo de la historia, a pesar de todas las derrotas de la izquierda, es que el futuro no está escrito».
Para argumentar este necesario «salto de fe», Martínez recurre al ejemplo de la Revolución Cubana: «¿Quién podría pensar que aquello pudiera triunfar? Eran cuatro tíos sin experiencia militar que quieren derribar una dictadura y organizan un desembarco que, además, fracasa. Y en vez de irse a su casa, que es lo que cualquiera hubiera hecho, se refugian en la selva y pretenden levantar desde allí un movimiento revolucionario. Y contra todo pronóstico, contra toda probabilidad histórica y contra toda lógica, lo consiguen».
Ante un panorama que se antoja negrísimo, Layla Martínez apela a una especie de obligación moral de esperanza. «Creo que tenemos que decidir ser optimistas y defender esa visión con ferocidad», sugiere. «Es verdad que, en un año como este, analizando la situación fríamente, es mucho más probable que las cosas salgan mal. Pero no tiene por qué ser así. Depende de lo que decidamos. Y en esa decisión colectiva hay mucho de fe». Además, es que tampoco hay muchas más opciones: «La crisis ecológica nos ofrece un horizonte muy pequeño. Tenemos muy poco tiempo. Por eso creo que ese salto de fe es más necesario que nunca. Y creo, también, que estamos mejor hoy que hace unos años. Hay más gente dispuesta a trabajar por ese cambio que antes. Desde luego mucha más que en los años noventa y los primeros 2000. Empieza a haber ganas de sacudirse un poco las cenizas de esa derrota histórica que arrastra la izquierda de la generación anterior».
Martínez ve señales de este nuevo ambiente en «el interés que hoy hay por el tema de las utopías, de los nuevos horizontes, de los mundos mejores». Cree que se empieza a hablar de cosas que eran impensables hasta hace poco: «Cuando yo estaba en la Facultad de Políticas, hace 10 años, si alguien hubiera sacado el tema de las utopías le hubieran considerado idiota. O ingenuo como poco. Eso está cambiando, incluso entre los académicos. Todavía es un cambio leve, pero empieza a notarse la necesidad de recuperar el impulso de la utopía».
La Comuna fue una utopía efímera. Jules Vallès, director del periódico Le Cri du peuple y otro de los personajes ilustres de la época, pintaba así, en su novela El insurrecto, el ambiente de fiesta y esperanza que marcó sus primeras horas:
«Este sol tibio y claro que dora la boca de los cañones, este olor a flores, este temblor de banderas, el murmullo de esta revolución que pasa, tranquila y bella como un río azul (…). Tú que tienes, como yo, el pelo gris, ¡abrázame, camarada! Y tú, chaval, el que juega a las canicas detrás de la barricada, sí, ¡acércate para que te abrace también! El 18 de marzo te ha salvado. Podías haber crecido en la niebla, como nosotros, y chapotear en el fango, y rodar en la sangre, y reventar de vergüenza, y haber sufrido el indecible dolor de los pisoteados. ¡Todo eso se acabó! Nosotros hemos sangrado y llorado por ti. Tú recogerás nuestro legado. Hijo de los desesperados, ¡tú serás un hombre libre!».
Lamentablemente, no fue así. ¿Lo será mañana?
‘El tiempo de las cerezas’
En la memoria popular, la insurrección de 1871 tiene banda sonora. Se trata de la canción ‘Le temps des cerises’ y ha sido interpretada por grandes mitos de la ‘chanson française’: Charles Trenet, Yves Montand, Léo Ferré, Juliette Greco…
Lo cierto es que se compuso antes de la Comuna y que se trata de una canción de amor que habla con nostalgia de la primavera, del «alegre ruiseñor y el mirlo burlón» y de enamorados con «el sol en su corazón». Su autor, Jean-Baptiste Clément, escribió la letra en 1866, pero añadió unos versos después de participar activamente en la defensa de la Comuna. Se los inspiró una camillera a la que vio trabajar en la calle de la Fontaine-au-Roi, unas horas antes del trágico final de la revolución:
Siempre me gustará el tiempo de las cerezas.
De aquel tiempo, guardo en el corazón
una herida abierta.
Y aunque a mí viniera la diosa Fortuna,
jamás podría calmar mi dolor.
Siempre me gustará el tiempo de las cerezas
y el recuerdo que guardo en el corazón.
«Sólo supimos que [aquella enfermera] se llamaba Louise y que era obrera. (…) ¿Qué fue de ella? ¿Fue fusilada por las tropas de Versalles como tantos otros? ¿No debía yo dedicarle a esta heroína misteriosa la canción más popular que contiene este volumen?», escribía Clément en una recopilación de sus canciones publicada en 1887.
Louise Michel aclarará años después en sus memorias que no era ella la valiente enfermera que tanto conmovió al autor.
Con el tiempo, la canción se convirtió en símbolo de la lucha revolucionaria e Yves Montand, que la grabó en la década de 1950, la recuperaría en 1974 en el primer concierto en favor de los refugiados chilenos tras el golpe de Estado perpetrado por Pinochet.
El maestro japonés de la animación Hayao Miyazaki también la utilizará en una de sus películas más recordadas, ‘Porco Rosso’ (1994), donde cuenta las aventuras de un aviador hechizado y convertido en cerdo en la Italia de Mussolini. Esta especie de Humphrey Bogart porcino dejará una frase para la historia: «Prefiero ser un cerdo a ser un fascista».
Este especial sobre la Comuna de París fue publicado en #LaMarea81, coincidiendo con su 150º aniversario. Actualización: 29/12/2021.