Cultura
Mujeres a la vanguardia (5)
Cuando el presidente Thiers ordenó a su ejército que requisara los cañones acumulados por la Guardia Nacional, fueron las mujeres las que salieron a poner su cuerpo delante de las bayonetas.
Capítulo V del ‘Especial Comuna de París’
Existe la idea de que siempre ha habido un mascarón de proa en todas las revoluciones sociales. Hay una locomotora que tira de todas las demás reivindicaciones. El movimiento obrero, por ejemplo, tiró del sufragio universal que empujó, a su vez, la lucha por el voto femenino. En la actualidad, esa locomotora, parece claro, es el feminismo. Detrás de las mujeres van todas las demás. O iban hasta que llegó el coronavirus, porque en el centro de sus demandas está «el elemento corporal, el contacto físico que tiene que ver con el mundo de los cuidados», explica María Eugenia Rodríguez Palop, y ese apartado ha quedado seriamente tocado por la pandemia.
La chispa que dio origen a la proclamación de la Comuna fue precisamente ese: el cuerpo de las mujeres y su presencialidad. Cuando el presidente Thiers ordenó a su ejército que requisara los cañones acumulados por la Guardia Nacional en Montmartre, fueron las mujeres las que salieron a poner su cuerpo delante de las bayonetas. Esos cañones los había pagado el pueblo de París para protegerse de la invasión prusiana. Les pertenecían. No iban a dejar que se los arrebatase nadie, ni las tropas de Bismarck ni la naciente república de millonarios que aspiraba a reproducir el anterior régimen explotador.
«De pronto vi a mi madre cerca de mí, y experimenté una espantosa angustia; inquieta, había acudido. Todas las mujeres se hallaban allí subiendo a la vez que nosotros, no sé cómo», cuenta Louise Michel en su libro sobre la Comuna. «Las mujeres se tiran sobre los cañones y las ametralladoras interponiéndose entre nosotros y el ejército; los soldados permanecen inmóviles», añade. Lo que ocurrió después parece sacado de una película: el general Lecomte ordena abrir fuego sobre la multitud y sus soldados se niegan a hacerlo y se unen a la Guardia Nacional revolucionaria. Marx, Engels y Lenin, que escribieron sobre la Comuna, pasaron por alto este heroico gesto de las mujeres obreras.
«Cuando oigo a un político, también de los afines, decir que ‘estamos en un momento histórico’ o que ‘estamos haciendo historia’, siempre se trata de un hombre. No hay ninguna mujer que se exprese así. Las mujeres ya sabemos que no hacemos historia. Primero, porque no nos han dejado. Y si a pesar de todo lo hemos conseguido, lo más seguro es que después se nos haya borrado», explica Rodríguez Palop. «Además, creo que no tenemos ninguna pretensión de hacer historia. Sí de hacer cosas. Pesa más nuestra conciencia de los deberes contraídos, hablamos antes de colectivos, de comunidades, de nuestras antecesoras».
Durante la Comuna surgió uno de esos colectivos: la Unión de Mujeres para la Defensa de París y el Cuidado de los Heridos, fundada por Nathalie Lemel y Élisabeth Dmitrieff. A pesar del valiente trabajo que realizaron, fueron arrinconadas e ignoradas por los mismos dirigentes comuneros. Además, en esos días se difundió un bulo entre la prensa conservadora que hablaba de mujeres asesinas sedientas de sangre. Eran las nuevas brujas. Las llamaban «las petroleras», porque supuestamente quemaban iglesias y propiedades burguesas con artefactos incendiarios. La represión contra ellas fue implacable.
«Cualquier mujer mal vestida o que llevara un recipiente para la leche, un frasco, una botella vacía, podía ser acusada de petrolera. Entonces se la arrastraba, hecha pedazos, hasta el muro más próximo y se la asesinaba a tiros de pistola», cuenta Prosper-Olivier Lissagaray en La historia de la Comuna de París de 1871 (Capitán Swing, 2021).
Lissagaray, que se exilió a Londres tras la Comuna, mantuvo una larga relación sentimental con la hija de Marx (Eleanor, quien tradujo al inglés esta obra) y demostró más sensibilidad hacia las mujeres que su ‘casi’ suegro. «Es que Marx era muy machirulo y estaba preso del entusiasmo científico de la época», afirma Rodríguez Palop. «Ignoraba totalmente a las mujeres, a pesar de que vivía de su esposa. Y esa tradición misógina se ha perpetuado en la izquierda, desde el siglo XIX hasta la lucha por los derechos civiles en Estados Unidos, como mínimo». En ese sentido, el machismo recalcitrante de Proudhon, por ejemplo, es paradigmático.
Según la eurodiputada, aunque no se ha reconocido el papel de las mujeres como se debería, hay un hecho que demuestra claramente su importancia histórica: el miedo que dan. «La prueba de que las mujeres hemos sido una pieza fundamental en todos los movimientos sociales es que la extrema derecha ha hecho del antifeminismo un eje central de su discurso. El feminismo militante, popular y asociado a los cuidados tiene una potencia transformadora extraordinaria. Es una propuesta económica de cambio del modelo productivo y eso es lo que les provoca pánico».
Las ‘fakes news’
Durante la Comuna hubo una febril actividad periodística a favor y en contra de la revolución. Había centenares de diarios. En principio, el Comité Central apoyaba la libertad de prensa pero su entusiasmo duró apenas mes y medio.
La censura empezó a actuar en abril, cuando la avalancha de libelos conservadores se hizo insostenible. Este es uno de los puntos en los que Peter Watkins hizo hincapié en su película ‘La Comuna’ (2000), un ambicioso retrato de aquellos días y de la manipulación mediática a la que estuvo sometida la población.
Al parecer, tras instaurarse el gobierno revolucionario, el crimen descendió extraordinariamente en las calles de París, hasta el punto de que Marx asegura que ya no hacía falta la policía. El relato diseminado arteramente por los periódicos de derechas hablaban, muy al contrario, de una orgía de violencia anarquista.
Tras la festiva proclamación de la Comuna, el historiador Albert Sorel (nueve veces nominado al premio Nobel) escribirá a un amigo que la capital estaba sumida en “una inundación de fango sangriento”. Así describía una jornada de fiesta popular, con música y bailes en las calles.
El gobierno de Thiers, en la misma línea, se convirtió en una máquina de propalar embustes, que eran fielmente recogidos y aumentados por la prensa afín. A este alud de mentiras atribuye Louise Michel las «inconcebibles salvajadas» ejecutadas después por los soldados en la represión. Al socialista Eugène Varlin lo lincharon y lo arrastraron por las calles de Montmartre. Lissagaray describirá así su suplicio: «Bajo una lluvia de golpes, su joven cabeza reflexiva, que nunca había albergado más que pensamientos fraternales, se convirtió en una masa de carne picada, con el ojo fuera de su órbita. (…) [Como ya no se mantenía en pie], lo sentaron en una silla para fusilarlo. Los soldados machacaron su cadáver a culatazos».
El frenesí anticomunero, excitado por la propaganda, llevó a muchas burguesas al extremo de la sevicia. «Unas desgraciadas elegantemente vestidas –escribe Louise Michel– acudían muy sonrientes a ver el cadáver de Flourens; ya no les infundía temor. De una manera infame y cobarde, hurgaban con la punta de sus sombrillas en la masa encefálica del muerto».