Opinión

Una ciudad sostenible para las personas

"Los barrios de los márgenes expulsan a sus ciudadanos de siempre. Los nuevos aman la idea de novedad por el concepto de expansión capitalista", escribe Jordi Corominas

FOTO: JORDI COROMINAS

Mientras paseo por Barcelona tengo sensaciones encontradas. Una de ellas, constante, es la de ser una especie de cronista de una desaparición. Eso deviene más acuciante en sus múltiples periferias, donde su misma invisibilidad por no figurar jamás en los titulares conlleva una práctica desaparición de las identidades desde el patrimonio para favorecer la gentrificación, algo continuado sin ningún tipo de respeto por el pasado y la vida de las personas en las decisiones del Consistorio capitaneado por Ada Colau. 

Un caso significativo ocurre en una de tantas fronteras de la ciudad. La Meridiana dividió barrios populares cuando, durante el franquismo, el alcalde Porcioles quiso convertir la capital catalana en una inmensa autopista. 

Esta avenida, entrada y salida de la ciudad, partió en dos el Camp de l’Arpa y el Clot con extraordinaria virulencia. Antes, hasta 1993, solo se juntaban mediante tres puentes esparcidos en su recorrido. Ahora quedan los restos de la tragedia. La mayoría de su antiguo entorno fue reemplazado por bloques verticales. Las pocas viviendas de planta y piso supervivientes son un recuerdo amenazado de un tiempo extinto.

Caminar genera obsesiones. En Meridiana con la calle Trinxant resiste un conjunto de casitas, importantes para mantener la pluralidad de las barriadas por su longevidad. Datan de 1870 y su suerte está echada. El Plan General Metropolitano de 1976 las condenó, y como todas las administraciones democráticas lo han acatado su destino ha sido pudrir su interior para facilitar el derribo. La excusa actual para efectuarlo es construir vivienda social. Nada, a priori, puede objetarse ante tal medida, panacea de panaceas respaldada hasta por la Asociación de Vecinos, partidaria de homogenizar su entorno y perder para siempre sus raíces.

Esto es consecuencia del Modelo nacido en 1992. Los barrios de los márgenes expulsan a sus ciudadanos de siempre. Los nuevos aman la idea de novedad por el concepto de expansión capitalista, asimismo ignorantes porque Barcelona, y quien escribe lo ha propuesto mil veces a representantes municipales, desecha cualquier pedagogía urbana al no desear educar a la ciudadanía desde ningún punto de vista, menos aún sobre qué fuimos para entender qué somos o seremos.

El barrido del pasado es una forma de avanzar sin trabas hacia la destrucción. En los últimos meses, el Ayuntamiento ha lanzado, a nivel publicitario, una de sus mayores especialidades, un plan de rehabilitación de edificios, donde no consta ningún afán por proteger el entramado patrimonial. Nadie se escandaliza por ello. Desde 1987 no se renueva el catálogo patrimonial para favorecer la especulación. Como no se habla de ello la cuestión no figura en la agenda. 

Si cruzo la Meridiana admiro el passatge de Pinyol, antesala de otros dos, residuos de cuando el Clot era una zona fabril, aún con cierto regusto rural. ¿Tiene sentido defender estas estructuras o es un mero fruto de la nostalgia? En 2000 se inauguró la rambla del Raval. Muchos piensan que existe desde siempre al ser muy complicado hallar fotos previas al corte de su cinta. 

La huella de carbono y la comunidad 

En lo relativo a la actividad edilicia, el debate contemporáneo suele llenarse la boca con la consabida sostenibilidad. La huella de carbono es un indicador que refleja la totalidad de gases de efecto invernadero por efecto directo o indirecto de una organización, evento o producto.

Nuestra época tiene algo de Cultura de Trivial Pursuit. Asumimos datos a partir de su repetición. Un sambenito arquitectónico reza lo siguiente: las ciudades compactas y de gran altura limitan la huella de carbono porque tienen la capacidad de albergar más personas en menos espacio.

Esta máxima omite otro dato de mucho relieve. Los materiales de rascacielos y fincas marcadas por la verticalidad requieren hormigón y cimientos más grandes al ser más alto, revirtiéndose el beneficio esgrimido por tantos en el párrafo anterior.

Algunos arquitectos, basándose en ejemplos anglosajones, abogan por un uso más extensivo e intensivo de la madera, pero esta no sirve para esos monstruos con vocación de tapar el cielo. En el recuerdo de esto acude Federico García Lorca y su espanto por Manhattan al no poder vislumbrar la bóveda celeste.

Una vez desmentido el mandamiento, conviene ir a otros dos aspectos. Las casitas de la calle Trinxant con Meridiana se ornan desde el primero de octubre de 2021 con un mural temporal en honor a la tercera edad. Eso me hizo tener la ilusión de conservarlas, desmintiéndome un experto de estos barrios, donde en previsión surgirán, casi como setas, tres hoteles y centros artísticos irrelevantes, porque una cosa es fomentar la creación y otra esperar que un barcelonés del centro acuda a un punto tan lejano de su domicilio para apreciar las obras de tantas jóvenes promesas.

A los guiris, esto de los hoteles les va a las mil maravillas porque conciben el espacio urbano desde el metro o el taxi, sin tanta pereza. La gentrificación de este perímetro aumentará, y la desaparición de su origen se juzga como inevitable, quizá porque aquí aún no se fomenta otra idea según la cual conviene preservar y no destruir. ¿Cómo hacerlo?

Matar dos pájaros de un tiro se revela como una urgencia primordial. Podemos reformar el interior para darle un uso comunitario o rehabilitar las casitas con materiales sostenibles. A simple vista no resulta nada complicado pensarlo. 

La otra solución omitida deriva en la comunidad. En pisos bajos, además de tener siempre presente la inmensidad del cielo, se vertebra mejor la comunidad vecinal, aupada por plazas, zonas verdes y un ambiente agradable para la convivencia. En los bloques verticales nadie se conoce, perpetuándose un modelo franquista de posguerra, cuando el sueño de las ciudades jardín se desvaneció por una apoteosis hacia arriba más bien inhumana al hacinar a centenares de personas en mastodontes arquitectónicos. ¿Recuerdan la película una Giornata Particolare de Ettore Scola? Los protagonistas, encarnados por Marcello Mastroianni y Sofía Loren, malviven en un inmueble donde se han quedado solos porque el resto ha ido a jalear a Hitler en su visita a Roma. 

Si hubieran vivido en un marco más apacible se hubieran conocido antes, saludándose por la calle, sonriéndose en el colmado del barrio y preguntándose por sus respectivas familias. Al residir en una bestia de cemento nunca se habían cruzado. La metáfora tiene validez en el presente. Si queremos disertar sobre la huella de carbono debemos descartar convertirnos en robots que, para más inri, emplean mal los datos, siempre conclusivos, aunque sin considerar cómo ante todo somos personas, y la ciudad debe ser para nosotros, facilitándonos una existencia comunicativa, porque las pantallas, queramos o no, las sufriremos igual, y bastante tenemos con ser esclavos de las digitales. 

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