Cultura
La revolución sin caudillo (3)
En la actualidad, se sigue soñando con un cambio radical que no implique la necesidad de un líder. Así ocurrió en la Comuna de París, en el 15-M o con los chalecos amarillos. ¿Esto tiene futuro? ¿No nos enseña la Historia otra cosa?
Capítulo III del ‘Especial Comuna de París’
La Comuna tuvo muchos dirigentes importantes pero no un líder. Tampoco un partido que centralizara las decisiones. De hecho, entre el gobierno electo de la Comuna y la Guardia Nacional hubo disensiones desde el primer momento. Según Trostky, esta falta de dirección fue la causa de su fracaso. «No había nadie que pensara», llegará a decir. Aquella fue una revolución defensiva y acantonada, no enérgica y expansiva. «El proletariado francés carecía de un partido de combate», se lamenta Trotsky, quien llega a hablar de «parloteo idealista», «anarquismo mundano» y «cobardía». Si el gobierno había huido a Versalles, el deber revolucionario era, a su juicio, haberlo perseguido hasta allí y aniquilarlo. El modelo asambleario adoptado por la Comuna, según esta perspectiva, fue una pérdida de tiempo que jugó a favor de la burguesía, que pudo reorganizarse, movilizar a sus tropas (Bismarck liberó a miles de prisioneros de guerra franceses y Thiers los mandó a sofocar la revolución parisina) y aplastar el movimiento.
Sin embargo, aún hoy hay quien sueña con un cambio radical que no implique la necesidad de ningún líder. Así se organizó, por ejemplo, el movimiento del 15-M en sus primeros días. También las primaveras árabes y los impulsores de Occupy Wall Street. Así están dispuestos a manejarse los chalecos amarillos, sin jefes ni portavoces. ¿Esto tiene futuro? ¿No nos enseña la Historia otra cosa?
«Esta ausencia de líderes en la Comuna es la razón por la que interesa tanto a Marx, más incluso que otras revoluciones, como la propia Revolución Francesa, que estuvo marcada por el carácter jerárquico del jacobinismo», explica Germán Cano. «Ese debate sobre la Revolución Francesa sigue abierto precisamente por eso, por su verticalismo, que acabó sofocando las energías utópicas que pretendían una transformación social desde abajo».
En cualquier caso, a juicio de Cano, el análisis de todos los movimientos revolucionarios, los verticales y los horizontales, está hoy mediatizado por el relato impuesto durante la Guerra Fría: «Hay una visión conservadora que empieza en los años setenta y que triunfa definitivamente tras la caída del Muro que dice que todo intento de transformación social está condenado a la catástrofe. La Revolución Francesa, la Comuna, la Revolución Rusa… todo se mete en el mismo saco para decir que cualquier proyecto de cambio profundo acaba en el totalitarismo y el terror. Esa es una lectura ideológica que lo iguala todo, desde la desmesura revolucionaria hasta la más mínima intervención en el mercado. Todo acaba en dictadura. Esa interpretación hay que cuestionarla, lo que no significa renunciar a entender la Revolución Francesa o la Comuna con sus claroscuros».
¿Reforma o revolución?
Layla Martínez, en su ensayo Utopía no es una isla, redacta un catálogo de utopías que podría entenderse como un plan de fuga. La verticalidad viene impuesta de serie en todas las sociedades, por lo que a la hora de construir un nuevo marco político la tentación de hacerlo en un espacio virgen y aislado es muy fuerte. ¿Pero hay que huir necesariamente? ¿Debemos renunciar a cambiar el sistema desde dentro?
«Esa es una de las grandes preguntas históricas de la izquierda: ¿reforma o revolución?», responde Martínez. «Si nos centramos en el sistema económico, que lo inunda todo y que es casi un marco civilizatorio, yo creo que el capitalismo no se puede reformar. Obviamente, dentro del capitalismo hay una horquilla muy grande, que va desde el neoliberalismo desatado a una socialdemocracia que embride al capitalismo por medio del Estado. No son lo mismo y, por supuesto, es mucho mejor un capitalismo controlado. Pero el capitalismo tiene unas lógicas que no pueden ser reformadas. Entre estas está el colonialismo extractivista, sin el que no podría subsistir. Otra sería la lógica mercantil de pretender colonizarlo todo, de convertir el amor, las relaciones sociales o la familia en bienes que intercambiar en el mercado. Otra sería la competición permanente. Todas esas lógicas no debemos mantenerlas porque nos han llevado al colapso ecológico en el que estamos. Ahora bien, ¿cómo acabamos con ellas? ¿Desde la calle o desde las instituciones? Pues yo creo que desde los dos sitios. La urgencia climática es tan grande que no podemos renunciar a ninguno de ellos».
La eurodiputada María Eugenia Rodríguez Palop es de la misma opinión: «La revolución se hace con las piernas. Si tengo que elegir, elijo la calle y las mayorías populares. Las instituciones tienen que ser canales de comunicación, de articulación y de gestión de los movimientos sociales. Sirven para canalizar ese impulso. Por lo menos así las entiendo yo. Creo que no se puede prescindir de ninguno de los elementos».
Caminante, no hay camino, se hace camino al andar.
¿Dónde están los actos de todas aquellas cientos de miles de manos levantadas?
Caminante, son los actos, los actos cotidianos los que hacen el camino.
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Este injusto sistema se debe combatir desde todos los frentes. Desde dentro y desde fuera.
Desde la izquierda parlamentaria y la extraparlamentaria, desde toda persona que sea consciente de que nos está llevando al exterminio del Planeta y de sus criaturas.