Cultura
El régimen de los banqueros (2)
Durante el Segundo Imperio, Francia vive una edad de oro capitalista. Del trabajo infantil en las fábricas nacieron fortunas formidables. Se popularizaron las teorías socialistas y anarquistas y las huelgas fueron reprimidas a sangre y fuego.
Capítulo II del ‘Especial Comuna de París’
Victor Hugo condensará en un libro las cuatro jornadas de diciembre de 1851 en las que se desarrolló el golpe de Estado que llevó a Luis Napoléon Bonaparte (sobrino del primer Napoleón) a pasar de presidente de la Segunda República a soberano del Segundo Imperio. El título de su relato es bastante esclarecedor: Historia de un crimen (Hermida Editores, 2014).
Bajo la protección del nuevo emperador Francia vive una edad de oro capitalista. La burguesía desplaza definitivamente a la nobleza como dueña del poder y la riqueza. El trabajo infantil en las fábricas propició el nacimiento de fortunas formidables. Marx describe este periodo como «el jubileo de la estafa cosmopolita». Paralelamente surge la Primera Internacional, que fue perseguida por las autoridades con tanta saña como ineficacia. Las teorías socialistas y anarquistas corrían como la pólvora en un tiempo en el que el proletariado, mal pagado, hambriento y sin derechos, veía nacer una opulenta clase empresarial que se ha perpetuado, de generación en generación, hasta nuestros días.
En esa época aparecen grandes sociedades financieras como Crédit Lyonnais, Crédit Foncier o la Société Générale, que siguen dominando hoy (junto con el BNP Paribas, creado en 1872) el mercado bancario del país. El poder político estaba indisolublemente mezclado con estos intereses. Un ejemplo: el presidente de la Asamblea Nacional, Eugène Schneider, era asimismo consejero del Banco de Francia, administrador de la Société Générale, presidente de la patronal metalúrgica y amo absoluto de las fundiciones de Creusot, principal núcleo industrial del país, donde también era alcalde. Esta era la gente que redactaba las leyes. En palabras de Guillemin, este Segundo Imperio fue el «régimen de los banqueros».
Durante este periodo los salarios subieron un 15%, pero el coste de la vida lo hizo un 40%. Luis Napoléon, que se decía preocupado por la situación de la clase obrera, permite las asociaciones profesionales pero no las huelgas, que a pesar de todo se multiplican y son reprimidas con mano de hierro. En junio de 1869, una huelga minera en La Ricamarie se salda con 14 muertos, entre ellos un bebé de 17 meses. El capitán Gausserand, que dio la orden de abrir fuego contra los trabajadores, recibió la Legión de Honor.
Ese era el ambiente social cuando el emperador, muy dado a los arrebatos aventureros, decide declarar la guerra a Prusia en julio de 1870. La excusa es oscura y sin mucho fundamento: un telegrama supuestamente ofensivo del canciller Otto von Bismarck, que decide no recibir al embajador imperial. El trono de España estaba vacante (por la incorregible tendencia de los Borbones al robo) y aquella visita diplomática tenía por objeto que el candidato prusiano, Leopoldo de Hohenzollern, renunciara a él para siempre. El viejo mariscal, que pretendía unificar Alemania a través de una guerra, lo mandó calculadamente a paseo.
Ambos, Napoleón III y Bismarck, tenían lo que querían: una guerra. El primero creía que una agresión exterior lo afianzaría ante la creciente ola de descontento popular. Ponía en el chovinismo todas sus esperanzas tras organizar un plebiscito que lo ratificó en el campo pero lo desautorizó en las grandes ciudades. El emperador había perdido París y, como escribe Louise Michel, necesitaba «su Austerlitz» (la batalla de 1805 en la que su tío doblegó a los ejércitos de Austria y Rusia, narrada por Tolstoi en Guerra y paz).
La ansiada contienda, sin embargo, estuvo marcada por la desorganización y terminó en desastre bochornoso. Todo el ejército francés, incluido el propio Napoleón III, fue apresado por los alemanes tras la cruenta batalla de Sedán. «La carnicería fue tal, que la ciudad y el campo de alrededor estaban cubiertos de cadáveres. En aquel lago de sangre, los emperadores de Francia y Alemania hubiesen podido apagar con creces su sed», escribió Michel. Dos días después, el 4 de septiembre de 1870, Francia proclamaba su Tercera República. Mientras, las tropas prusianas seguían avanzando hacia París.
Al frente de la nueva república se coloca Adolphe Thiers, un Maquiavelo burgués experto en la manipulación, la fabricación de bulos y los tratos bajo cuerda, servidor del poder económico y enemigo encarnizado de la clase obrera. Thiers es «el gran culpable» de la matanza que se avecina, según el comunero Charles Beslay. Karl Marx le dedica epítetos como «mono» y «enano monstruoso». Louise Michel lo llama «gnomo con garras». Este Thiers negocia una paz humillante con Bismarck.
Antes recorre todas las cancillerías de Europa para tranquilizar a sus dirigentes y lanzar un mensaje a los accionistas: Francia ya no tiene emperador pero no hay que inquietarse, todo seguirá como hasta ahora. Pero los parisinos no están de acuerdo y se unen en torno a la Comuna, que invalida todas las decisiones de Thiers.
Una de ellas, destinada a contentar a los rentistas, era el levantamiento de la moratoria en el pago de los alquileres y de la venta de los objetos depositados en el Monte de Piedad, donde los pobres dejaban sábanas, ropa o zapatos para obtener un poco de liquidez para poder comer. En un primer acto de rebeldía administrativa, la Comuna se niega. Y le seguirán otras decisiones no menos atrevidas: separar Iglesia y Estado, transmitir la cultura a todos (especialmente a las personas con pocos recursos), la abolición del trabajo nocturno, la prohibición de los desahucios, la gratuidad de la justicia, la supresión del ejército…
La defensa de París quedó en manos de la Guardia Nacional, formada principalmente por ciudadanos y cuyos oficiales eran elegidos democráticamente. La retórica que rodeó al fenómeno hablaba de «amor fraternal» y de «verdadera república», la erigida por el pueblo, frente a la oficial, manejada por los oligarcas de Thiers desde Versalles. Esa república, en forma de Comuna, se votó en unas elecciones y se aprobó el 28 de marzo de 1871. Uno de los candidatos elegidos, el ciudadano Beslay, hablaba así desde el ayuntamiento: «La República hará de Francia la amiga de los débiles, la protectora de los trabajadores. La esperanza de los oprimidos del mundo entero y la base de la República universal. La Comuna que fundamos hoy será un modelo para todas las demás».
Thiers y Bismarck, paladines políticos del gran poder empresarial, lo tenían claro: aquello había que frenarlo a cualquier precio.
La gentrificación
En todas las revoluciones vividas en París durante el siglo XIX, que fueron muchas, hubo un elemento común: las barricadas. Estas brotaron con especial virulencia en la revolución de 1848, que consiguió expulsar del trono a Luis Felipe de Orleans, no sin pagar un altísimo precio en vidas humanas.
Desde diciembre de ese año, el presidente de la República será ya Luis Napoleón, puesto que ocupará durante cuatro años antes del autogolpe que lo convirtió en emperador.
Todo ese tiempo soñó con ‘sanear’ París, en principio con la idea de impedir epidemias. Quería grandes avenidas, como las de Londres, por las que circularan mejor el aire, el agua y los habitantes. Y evitar la formación de barricadas, claro. Encargó su nueva capital al barón Georges Eugène Haussmann, que tiró abajo no menos de 18.000 edificios, remodelando el 60% de la ciudad.
El faraónico plan sirvió para dos cosas: primero, para canalizar el excedente de capital (la burguesía ya no sabía dónde meter el dinero), y luego para rebajar el paro que sufría la población. Según un informe del propio Haussmann en 1862, de los 1,7 millones de habitantes que por aquel entonces vivían en París, más de 1 millón lo hacía «en una pobreza cercana a la indigencia». Así pues, los parisinos se pusieron a trabajar en su propia expulsión del centro.
De aquella época datan los grandes bulevares que caracterizan a la capital gala. Según confiesa el arrogante barón en sus memorias, cuando el arquitecto Jacques Ignace Hittorff le presentó su diseño para un nuevo bulevar, él se lo devolvió diciendo: «¿Cree que el emperador estará contento con 40 metros de ancho? Es el doble… No, ¡el triple lo que hace falta! Sí, digo bien, el triple: ¡120 metros!».
Así nació un nuevo París, «un gran centro de consumo, turismo y placer; los cafés, los grandes almacenes, la industria de la moda y las grandes exposiciones cambiaron la vida urbana», como cuenta el geógrafo social David Harvey. Mientras, los trabajadores pobres fueron expulsados a la periferia, donde no pudieran molestar con sus reivindicaciones. Por fin un París sin chusma y sin barricadas. Lujoso, imperial, enteramente burgués. Contaban con que los parisinos fueran a quedarse quietos en sus nuevos barrios. Como sabemos, no fue así.