Crónicas | Opinión

Once meses después, ha muerto Joan Didion

"Justo once meses después de que nosotras viviéramos aquel amanecer al que no sucedería día ni sol ha muerto ella. Y solo nos sale darle las gracias porque sus libros han sido bálsamo, abrigo, pésame", escribe la autora.

Joan Didion (Penguin Random House Mondadori)

Cuando el 23 de enero de 2021 murió mi padre, descubrí que, al menos durante un tiempo, mis hermanas y yo íbamos a estar también huérfanas de madre. La inesperada muerte de él por un cáncer de pulmón la dejó a ella en un estado de muerte en vida. Cumplía estoicamente con sus horarios y obligaciones cotidianas, pero desde una dimensión paralela al mundo de los vivos, una especie de silencioso limbo de la viudez en el que respiraba, rememoraba su vida en pareja y, sobre todo, buscaba signos de la enfermedad que, pensaba, no había sabido ver, se recriminaba no haberle insistido en que fuese antes al médico, no haberle pedido con más vehemencia que dejase de fumar…

Perder de un día para otro a la persona a la que amas, con la que has compartido toda tu vida adulta, con la que has tenido hijos e hijas, con quien has construido una identidad mestiza, conlleva, en muchos casos, trasladarte con ella a una balsa en medio de la memoria compartida y escudriñarla hasta el menor detalle buscando algo que dé sentido al socavón permanente en el estómago, a la desorientación física y visual, al insoportable y asfixiante peso de su ausencia, a la terrible certeza de que algún día se hará llevadera, porque es ley de vida, pero que sea ley de vida no te libra de la sensación de traición, un temor contra el que se lucha, incluso de manera preventiva, en los primeros días, en las primeras semanas, en los primeros meses, cuando el desgarro de la pérdida lo anega todo y no puedes dejar de pensar en que el dolor emocional duele tanto físicamente que, a veces, preferirías que te estuvieran destripando de verdad para dejar de padecer… y de recordarle. 

En esos momentos, a las hijas y a los hijos, que bregamos con nuestro propio y terrible duelo de la orfandad, con la terrible revelación de saber que ya no hay vuelta atrás, de que no solo hemos perdido al padre, sino también la ilusión de poder postergar lo importante y ese maravilloso espejismo de la juventud eterna, a todo ello se suma la peor de las impotencias: la constatación de que no tenemos forma humana de ayudar a nuestras madres a sobrellevar mejor su dolor, de que no hay mejor manera de sobrellevarlo que como ellas decidan, que ante la extinción de la intimidad que ellos compartían a ti solo te queda estar cerca para que cuando ella decida apartar la mirada un rato de las ascuas, vea que sigue habiendo vida, que algún día la pena dejará paso a la vida, que la vida volverá a merecer la pena. 

Y en esos breves instantes fue cuando, uno tras otro, le fui alcanzando a mi madre los libros sobre el duelo que yo había ido subrayando en los últimos años, sin imaginar que mi interés por la muerte en vida y la vida tras la muerte iba a resultarnos autobiográfico tan pronto. Y ahí, la primera en darnos la mano para decirnos que todo era normal, que todo estaba bien, que el aislamiento no era egoísmo sino supervivencia, necesidad, reparación, fue Joan Didion con El año del pensamiento mágico y, a continuación, Noches azules. No hay consuelo en el dolor de los demás, pero sí en su compañía y comprensión. Ese fue el hallazgo que tanto éxito le reportaron estas dos obras a su autora.

Justo once meses después de que nosotras viviéramos aquel amanecer al que no sucedería día ni sol ha muerto ella. Y solo nos sale darle las gracias porque sus libros han sido bálsamo, abrigo, pésame. Descansa en paz, Joan Didion. Encontraste la universalidad buscando respuestas en lo más íntimo, en tu dolor por la pérdida, en el duelo como proceso común a toda la humanidad. Gracias. Somos heridas en permanente cicatrización.

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