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La felicidad de las fotografías, la tristeza del recuerdo

¿Es posible entender la infelicidad o la angustia? De ellos nos habla Rafaela Lahore en 'Debimos ser felices' (La navaja suiza).

¿Es posible entender la infelicidad o la angustia? De dónde vienen, si hubo un hecho esencial que las provocó o una sucesión de desgracias. Por qué tu madre, cuando era joven, escribía notas de suicidio, como esa que la hija encontró años después en un cuaderno de notas.

Rafaela Lahore necesitaba indagarlo, y por eso durante años preguntó a la madre, tomó apuntes; la grababa y después, por la noche, escuchaba la voz contar los pequeños o no tan pequeños detalles de su vida. Pero, como Lahore dice hacia el final de Debimos ser felices, al preguntarse si ese deseo de abandonarse que ella siente a veces es suyo o heredado de la madre –como si no pudiese ser las dos cosas a la vez–, «cuántas generaciones habría que retroceder para empezar a culpar o justificar».

De esas notas y de los propios recuerdos, fragmentarios, a veces apenas atisbos, parece componerse este libro, en el que se suceden pasajes muy breves pero intensos, sugerentes, con un lenguaje muy medido para no caer en el melodrama ni en el efectismo. En todas las familias ocurren desgracias, aunque en unas más que en otras. 

Y, por supuesto, a la hora de intentar entender a esa madre que a veces no quiere levantarse de la cama y que no responde cuando la llaman o que así, sin más, deja de cocinar durante días, lo primero es rebuscar en los padres de ella, en sus hermanos, en la vida que llevaban, y también lógicamente preguntar al padre, del que se separó hace tiempo, y cuya relación con la madre no había sido mala, tampoco apasionada, una relación de buenos vecinos, dice la hija, aunque los hijos a menudo no entienden lo que une y separa a los padres. 

No es que ellos –los que quedan– vayan a dar muchas explicaciones: «Tu madre siempre fue así», le dice el padre, una afirmación que no sirve de mucho, porque, cuándo empieza ese «siempre»: ¿ya de niña, o empezó todo en la adolescencia, o más tarde?, cuándo dejó de encontrar el sentido al hecho de estar viva. Lo que sí le cuenta el padre es que la madre una vez estuvo tentada de arrojarse delante de un autobús arrastrando consigo a la niña, a la que llevaba de la mano. A ver cómo entiendes eso, cómo te asomas a ese pozo, a esa oscuridad.

Es verdad que la vida de la familia materna no fue fácil. Pobreza, como era la de tantos. La lucha por una existencia sin lujos, la madre de la autora y uno de sus tíos fueron a la universidad, el otro se quedó con el rancho; así que no había derroche pero tampoco miseria; no basta para justificar la angustia ni la falta de alegría. Quizá se podría encontrar explicación en un abuelo de tendencias suicidas, que intentó varias veces poner fin a sus días, hasta que lo consiguió negándose a comer, un final parecido al de la abuela, que también cerraba la boca y se resistía a ser alimentada, pero que fue una mujer de carácter: un día, cuando su marido le puso una pistola en la frente porque sentía celos de un militar que pasaba por delante de la casa, hizo la maleta y lo abandonó para siempre. Se mudó con la hija y allí, «fue libre por primera vez». 

Desde luego no nos vale la explicación que les dio un médico: la angustia de la madre «había sido causada por el incesto de los padres». Eran primos hermanos.

Al final, ya lo intuíamos, no hay explicación válida, al menos no una que nos tranquilice y nos permita cerrar el libro con un ajá, era eso. Pero no es eso lo que pretende la autora, o no lo creo. Lo que hace es exponer los hechos fundamentales de una vida que para la escritora es esencial, la de la madre, que no siempre estuvo triste: hay fotografías que lo atestiguan; es verdad que no podemos fiarnos de la felicidad en las fotografías, pero también lo confirman algunos recuerdos de la niña. Y no es tan importante el resultado como la búsqueda, porque buscar a la madre es buscarse a sí misma, reconocer su sentimiento de culpa por no haberse quedado con ella, por no haberle acompañado lo suficiente, como le rogaba la abuela que hiciese, porque «alguien como ella no se puede quedar sola». También el enfado por los chantajes emocionales, y porque le reprochasen no esforzarse lo suficiente, no darle lo que necesitaba, como si ella no tuviese sus propias necesidades. «Debimos ser felices», dice la madre contemplando una fotografía en la que está con su propia madre y con su hija.

¿Cómo habría sido la madre de haber nacido en otro lugar?, una pregunta inútil pero de todas formas se la hace la autora. Si hubiese vivido en Grecia, por ejemplo, ese país, esa civilización que fascinaban a la madre. «Me pregunto qué tipo de mujer hubiera sido. Si hubiera sido, en realidad, distinta».

Somos seres complejos y por eso las explicaciones sencillas son siempre falsas. Lahore no las ofrece, tan solo se asoma, con interés, con preocupación, a la vida de su madre, que también es en parte la suya. Indaga, muestra, se introduce en las imágenes que va creando, y establece continuidades en un hilo que une a tres generaciones, en las que ninguna de las mujeres aparece por su nombre –tampoco el padre, los demás hombres sí–. Produce una biografía conmovedora que nos habla de lo que somos y de que una de las cosas más difíciles de aceptar es que nuestra vida solo es una, pequeña, limitada, no hay ensayos ni variaciones, y la felicidad que perdemos la perdemos para siempre. 


Debimos ser felices

Rafaela Lahore

La navaja suiza, 2021

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