Opinión
Ensanchar la memoria
Pablo Batalla escribe sobre la necesidad de que la izquierda española instrumentalice políticamente una memoria histórica más amplia que la de la Segunda República y el antifranquismo
Somos una sociedad saturada de pasado. Nos lo dice, con estas palabras, la investigadora francesa Régine Robin, autora de un libro titulado La memoria saturada y en que se nos presenta «un mundo obsesionado» con la historia, con el pretérito, en el que «los discursos de la memoria producen hoy una inmensa cacofonía, llena de sonido, de furia, de clamores y de controversias. Donde quiera que uno mire, un pasado conmemorado u odiado, celebrado u ocultado, narrado, transformado, hasta inventado, queda enganchado en las redes del presente».
Los motivos de esta obsesión son variados, pero descuella entre ellos la conciencia de catástrofe inminente que también atraviesa nuestra era, permeando sin excepción, de izquierda a derecha, a cada una de sus cofradías ideológicas. En algún cataclismo creen todas ellas: hay quienes no creen en el efecto invernadero, pero sí en el asedio y la demolición de Occidente por las migraciones y el marxismo cultural, y a quienes ello zozobra de la misma exacta manera que el cambio climático a las cabezas cabales, viendo en cada crisis migratoria en la valla de Ceuta o la isla Pantelaria la borrasca Filomena o las inundaciones alemanas presagio de su hecatombe.
Reemplazado el mito del progreso inexorable por el del inexorable desastre, todos, los buenos y los malos, buscamos, angustiados, claves en el pasado que nos expliquen cómo llegamos acá y qué se puede hacer para remediar o, al menos, aliviar el horror que se cierne sobre nuestras cabezas. Descreídos de la utopía tras el fracaso sangriento de todas las que hemos perseguido a lo largo de los últimos doscientos años, el resto de utopismo que pervive en nosotros rastrea —decía Bauman— retrotopías; rescates de pasado en los que cifrar nuestra salvación. Presintiendo, también, los grandes estallidos de violencia política que se hallan a la vuelta de la esquina, obramos asimismo como Marx reflexionara al inicio de El 18 Brumario de Luis Bonaparte que es característico de las eras insurreccionales: afanándonos en una acumulación de fantasmas, de espectros del pasado que asistan nuestra insurgencia.
Cada cual convoca a los suyos, porque las eras revolucionarias lo son de revoluciones dobles, triples, múltiples. La revolución revoluciona a los contrarrevolucionarios y ambas revoluciones albergan muchas revoluciones dentro; proyectos en furiosa disputa por ser los ganadores del momento. Y todas se preparan a la vez también en lo respectivo al rearme espectral previo a la insurrección. Espectros lucharán contra espectros.
El 5 de mayo de este año que termina, el presidente Émmanuel Macron pronunciaba, en Francia, un discurso conmemorativo del bicentenario de la muerte de Napoleón Bonaparte, acaecida ese día de 1821, y aunque no dejaba de señalar sus «claroscuros», proclamaba en tono laudatorio que «la vida de Napoleón es una oda a la acción política, a los que se niegan a aceptar los destinos asignados de antemano, las existencias escritas por adelantado. El recorrido de un niño de Ajaccio convertido en dueño de Europa demuestra a las claras que un hombre puede cambiar el curso de la Historia». Jean-Luc Mélenchon lo replicaba conmemorando a su vez la apertura de los Estados Generales que inició la Revolución francesa y tuvo lugar otro 5 de mayo, el de 1789 (y recordando que el 5 de mayo también fue el día del nacimiento de Karl Marx en 1818). Ambos hablaban del presente pareciendo hablar del pasado: Macron, alabando a Napoleón, se alababa a sí mismo; Mélenchon, cargando las tintas contra Bonaparte (golpista, restaurador de la esclavitud y de la subordinación de las mujeres, derogador de la separación entre Iglesia y Estado…), las cargaba contra Macron, y rindiendo homenaje a los revolucionarios de 1789, se lo rendía a la revolución que él aspira a encabezar doscientos treinta años después.
En España hemos visto a Vox iniciar en Covadonga una campaña para las elecciones generales, con Santiago Abascal perorando bajo la estatua de un musculado Pelayo, mientras otros candidatos lo hacían ante el monumento al Cid en Burgos o al Timbaler del Bruc en Barcelona. Mensaje cristalino, descarnado: una Reconquista nueva y una nueva guerra del francés que librar contra los moros y los gabachos del siglo XXI; la izquierda y sus conquistas. Y una convocatoria de espectros estatuarios del pasado que es solo una pequeña parte de un empeño más vasto que compromete a la derecha nacionalista española toda; toda ella —y toda ella es lo que va de Javier Ortega-Smith a Alfonso Guerra— volcada a la elaboración de una propaganda multinivel que acude al pasado —un pasado tergiversado por la mirada nacionalista— para armar sus pedagogías, e incluye acá desde un boom de la novela histórica ambientada en el tiempo de los Tercios o la conquista de América hasta el éxito de la plataforma Academia Play, cuyos sencillos vídeos sobre la historia de España actualizan a la era digital el relato nacionalcatólico de la Enciclopedia Álvarez.
Podría esperarse, enfrente, una izquierda volcada por su parte a satisfacer el hambre de pasado de nuestros días buscando y ofreciendo el suyo; espesando el presente con su propia estantigua: fantasmas antagonistas capaces de derrotar a las apariciones cipotudas que los malvados lanzan al ring de esta noche de ánimas pendencieras. Suele haberla: si en Francia Mélenchon convoca a los convocantes de la Revolución francesa, en Gran Bretaña Jeremy Corbyn presentaba su programa económico para las elecciones de 2019 a la sombra de la estatua dedicada a Robin Hood en Nottingham. «Hood —decía— estaba en lo cierto y aquí en Nottingham tomamos lección de él».
En ambos casos, un pasado profundo, secular, sin supervivientes: tiene que ser así el pasado que se evoque como debe ser robusto y pesado el ariete con que se aspire a derrumbar una fortaleza. Y un pasado que no tiene por qué adscribirse a una épica nacional, sino de clase; de lo hecho y logrado por la clase en este lugar concreto del mundo. No es, antes que nada, un héroe británico Robin Hood, sino uno de los pobres, del proletariado, del reparto de la riqueza.
Sin embargo, el año 2021 toca a su fin sin homenajes de la izquierda a la rebelión comunera o Rafael del Riego, como 2019 se extinguió sin conmemoraciones de la huelga de La Canadiense, fuera de poco más que un tuit de Íñigo Errejón. Hay, ciertamente, un interés intenso en el pasado en la izquierda española, pero en un pasado estrecho, fino en demasía, ceñido a la Segunda República, la guerra del treinta y seis y el antifranquismo, sus héroes y sus mártires, para el que incluso el paro de cuarenta días que en 1919 conquistó la jornada laboral de ocho horas resulta demasiado remoto. Y urge corregir tal insuficiencia.
La voz de la izquierda solo resonará en la contienda dramática que se avecina si sabe proveerse de la caja de resonancia de una historia larga de la que reclamarse admiradores y herederos, y desplegarse en productos populares que conduzcan su pedagogía. Hace falta novela histórica de izquierda, una Academia Play de izquierda, un Augusto Ferrer-Dalmau que pinte la invasión guerrillera del Valle de Arán, a los muchachos de La Canadiense, la Gloriosa, a los comuneros, las guerras remensas; que trace con sus óleos el hilo rojo de una tradición arcaica de luchas de emancipación. Que abra las grandes alamedas de la historia para que pase por ellas la tromba de hombres y mujeres valientes que en cada siglo lucharon por quebrar sus cadenas, y a los cuales debemos que las nuestras sean más livianas de lo que nuestros señores quisieran. 2022 debe ser el año en que lo hagamos.