Internacional
La crisis migratoria en Bielorrusia, Polonia y (también sigue) en Grecia
No es solo la frontera entre Bielorrusia y Polonia. Distintas organizaciones acusan a Grecia de realizar expulsiones sistemáticas en medio del mar. Viajamos hasta la isla de Chios para conocer la situación.
CHIOS / GRECIA // “Grecia ya no está experimentando una crisis migratoria”. Así de contundente se mostró el ministro griego de Migración y Asilo, Notis Mitarachi, el pasado agosto. “La llegada a las islas del Egeo de migrantes se ha reducido un 93% entre 2019 y 2020 y un 25% entre 2020 y 2021”, aseguró ante los medios de comunicación. Sin embargo, asociaciones como la vasca Salvamento Marítimo Humanitario (SMH) denuncian una realidad muy distinta: acusan al Gobierno de Atenas de practicar la expulsión sistemática de migrantes y solicitantes de asilo, tanto en las fronteras terrestres como en las marítimas.
La pequeña isla de Chios (del tamaño de Menorca) se encuentra a tan solo 11 kilómetros de la costa turca y, junto a Lesbos, Samos, Kos y Leros, es considerada uno de los cinco puntos calientes del norte del mar Egeo en cuanto a llegada de personas que huyen de sus países por guerras, hambre o las consecuencias del cambio climático. Salvamento Marítimo Humanitario, que también sustenta el conocido barco de rescate Aita Mari, opera en la isla desde el año 2015 y reconoce que la situación ha cambiado mucho desde entonces. “Aquel año había días en los que llegaban barcas cada hora, no dábamos abasto, estábamos exhaustos”, recuerda Vasilis Paundakis, representante legal de la organización. “Con la pandemia y el endurecimiento progresivo de las leyes, ha bajado el número de llegadas. Pero lo más grave –insiste– es que se están dando expulsiones en el propio mar. Las barcas que salen de Turquía hacia Chios son interceptadas por la guardia costera griega y quienes viajan en ellas son transferidos a pequeños hinchables sin motor y arrastrados a aguas turcas. Durante estas devoluciones se repite siempre la misma denuncia, las personas son golpeadas y se les quitan los móviles y sus pocas pertenencias”.
No obstante, también hay quien consigue llegar a tierra, quienes consiguen escapar a los bosques, aunque apenas tienen opciones de continuar su camino porque nadie puede acercarse a ellos. Si un médico, una periodist, o cualquier vecino de la isla lo hace, será acusado de fomentar el tráfico ilegal de personas. “En muchos casos”, cuenta Paundakis, “las autoridades niegan la existencia de estas personas porque nadie las ha visto, entonces aprovecha para detenerlas y expulsarlas a aguas turcas”. En otros casos, sobre todo cuando hay testigos de las llegadas, las personas son enviadas a un centro de cuarentena durante quince días y, después, al campo de personas refugiadas de Vial.
El campo de Vial
“Hay algo que se te encoge en el pecho en un lugar tan hostil e inhóspito como este”, cuenta la médica madrileña Laura Hebeisen, parte de la misión 126 del equipo de SMH. “El campo de personas refugiadas de Vial está apartado de la ciudad para que no lo veas, rodeado de policía con la excusa de protegerlas frente a los neonazis y donde las ratas parecen las verdaderas dueñas del lugar. Un espacio con un olor penetrante y lleno de insalubridad, un sitio que no debería existir”, explica.
Bashir, un joven afgano de 25 años, no tiene una visión tan terrible de Vial. “El campo ahora no está tan mal”, asegura. El lugar está preparado para unas 1.200 personas, pero llegó a tener 7.000. “Como el espacio estaba desbordado, comenzaron a poner cientos de tiendas de campaña en los bosques de alrededor. Cuando yo llegué me dieron una tienda y una manta y me dijeron que me fuera al bosque», cuenta. Al principio –prosigue–, ni siquiera había baños: «Luego pusieron algunos, pero estaban muy sucios. Podías ducharte una vez al mes como mucho, olía fatal y a las tiendas entraban serpientes, cucarachas o insectos. Todo estaba lleno de basura. Apenas había para comer y todos los días había peleas. Era un auténtico infierno”.
El campamento se oraniza alrededor de una nave industrial dentro de la cual se encuentra el centro de atención primaria de “Salvamento Marítimo Humanitario, la única asociación que queda ofreciendo asistencia sanitaria ahora mismo. El espacio lo comparten con distintas oficinas de la Administración griega y cada una de sus puertas está flanqueada por policía que controla mediante registros la entrada de las personas refugiadas, incluidos tres hermanos afganos que necesitan atención sanitaria y que rondan entre los 12 y los 4 años. La imagen de los tres, con sus brazos y piernas extendidas mientras un policía recorre sus pequeños cuerpos con un detector de metal, es descorazonadora.
La otra parte de la nave es una antigua fábrica de reciclaje que ha vuelto a ponerse en marcha este verano y cuyo hedor se extiende en una parte del campamento.
A su alrededor, el campo se divide en tres zonas: A, B y C. Las dos primeras se organizan en función de las nacionalidades y se componen de barracones (allí los llaman contenedores) de unos 20 metros cuadrados que pueden albergar hasta 12 personas. La zona C es para las últimas llegadas al campo. También hay una pequeña zona cerrada de cuarentena para quienes puedan tener COVID-19 (una cárcel dentro de otra), una zona específica para menores no acompañados, una amalgama de tiendas que hacen las veces de mezquita y un pequeño campo de fútbol. Las vallas y los alambres de espino se extienden por todo el campo.
La enfermera vasca Ixone Mendizábal cuenta que aquí la atención es muy similar a la de cualquier centro de salud y que está marcada por las condiciones del campo: “Atendemos muchos golpes y cortes pero también nos encontramos casos de enfermedades ya erradicadas en Europa como la sarna o la tuberculosis”. Es el caso de los tres niños afganos, a quienes habrá que poner, junto a su familia, en tratamiento y procurarles ropa para que se deshagan de la que ahora tienen.
Caso aparte es el de la comida. “Se les suministra tres veces al día pero todos se quejan de que está en malas condiciones. De hecho, vemos numerosos casos de gastroenteritis que pueden deberse a ello. Muchas veces cogen solo el pan y cocinan lo que pueden conseguir o lo que les ofrecen ONG como Biriyani and Bananas, que no tiene permitida la entrada al campo y debe hacer el reparto a varios kilómetros, en medio de una carretera sin asfaltar.
“Pero los problemas mayores llegan cuando necesitas alguna prueba complementaria como una analítica o una ecografía”, cuenta la enfermera mallorquina Cristina Llull. “Las autoridades griegas ponen muchas trabas a cualquier tipo de derivación al hospital y solemos tener que decir a nuestros pacientes que no sabemos cuándo se podrán realizar, ni siquiera si se realizarán. Aquí juega un papel muy importante el coordinador griego Akis P., que mueve cielo y tierra para conseguir esas pruebas. Pero no siempre lo logra”.
En Chios, “entre 500 y 700 personas viven en pisos. Algunas de ellas pueden pagar unos 10 euros por habitación” relata Paundakis. En otros casos, son apartamentos financiados por la Unión Europea y destinados a personas en situación de especial vulnerabilidad, como es el caso de muchas mujeres sirias o afganas con hijos. Aquí también ofrece atención sanitaria Salvamento Marítimo Humanitario, pero su representante legal, Vasilis Paundakis, alerta del próximo cierre de estos últimos apartamentos ahora que han pasado a estar gestionados por el Ministerio de Migración y Asilo.
De los campos a las cárceles
“El campamento también va a cerrar”, comenta resignado. “La expulsión de personas refugiadas y migrantes es muy clara. Las devoluciones en el mar, el cierre de los apartamentos y el del campo, donde ya solo quedan 300 personas. Están enviando a quienes piden asilo al continente, sobre todo a Atenas para conocer la respuesta a su petición. Al 80% se la deniegan y pasan a ser inmigrantes ilegales, sin opción a ninguna ayuda, ni a techo ni a comida. Así que muchas personas están optando por huir a pie hacia Albania o Macedonia, donde comienza a haber auténticos problemas porque todas las fronteras se están cerrando para ellos”.
Pero el griego advierte de que el cierre del campo va a dar lugar a una especie de cárcel. “La van a construir al noreste de Chios, con carácter disuasorio para quien llegue a la isla. En la vecina isla de Samos ya han cerrado el campo y han abierto un centro de este tipo con medidas excepcionales como doble alambrado de seguridad, cámaras, rayos X, puertas magnéticas y horarios restringidos de salida (se 8 a 20h)”.
Está previsto que estas instalaciones se abran en todas las islas que actualmente tienen campos de personas refugiadas, es decir, la propia Chios, Lesbos, Kos y Leros. Infraestructuras promocionadas por la Unión Europea con 250 millones de euros.
Mientras tanto, Bachir, el joven afgano, ha recibido asilo. “Llegué en una embarcación a la isla en 2019 después de pasar por Irán y Turquía. Escapaba de la muerte segura de los talibanes, pero aquí me denegaron dos veces el asilo e incluso me llegaron a meter en la cárcel sin ninguna razón. Finalmente me dieron tres meses para abandonar el país”, explica. “Así que me fui a la frontera entre Macedonia y Grecia. Aquello fue terrible. Intenté pasar diez veces la frontera pero la policía me echaba para atrás mientras me golpeaba en cada uno de los intentos. Durante un mes, viví en un bosque sin apenas comida ni bebida. De hecho, si nos acercábamos a algún supermercado, los dueños llamaban a la policía”.
La suerte de este joven licenciado en nutrición cambió cuando estalló la última crisis de Afganistán en agosto de 2021: “Me llamó una abogada de Quíos y me dijo que volviera inmediatamente. Estaban aceptando el asilo para quienes habían colaborado con fuerzas extranjeras y yo trabajé para la OTAN y podía demostrarlo”.
Pero Bachir sabe que su caso es excepcional. Vasilis también, aunque la experiencia le dice que “ninguna medida, por muy dura que sea, va a conseguir frenar el movimiento de las personas”.
Solo por citar algunos ejemplos, en Etiopía, Madagascar, Sudán del Sur y Yemen, más de 41 millones de personas están al borde de la hambruna, según la ONU.
La misma organización estima que 23 millones de afganos pasarán dificultades por el desastre derivado de la irrupción de los talibanes en el poder, la sequía y una recesión económica que afecta gravemente a los medios habituales de subsistencia y al acceso de la población a los alimentos.
¿Conseguirá Europa blindar sus fronteras frente a quienes huyen de las guerras, el hambre o las consecuencias del cambio climático?