Opinión

¿De qué vamos a vivir?

"El trabajo digno se está convirtiendo en un privilegio de clase, en un bien de lujo al que se accede por herencia o por capital social", escribe Patricia Simón. 

Miembros de los 'chalecos amarillos' reprimidos por policías belgas en una protesta en Bruselas en mayo de 2019 (Yves Herman / Reuters)

Los jóvenes iraquíes a los que entrevisté en marzo de 2020 en Bagdad seguían saliendo a manifestarse mientras les disparaban y asesinaban porque se sentían muertos en vida. Exigían el fin del régimen impuesto en la invasión ilegal de 2003 –basado en un sectarismo y en una corrupción que les asfixiaba–, anhelaban derechos y libertades y, sobre todo, ansiaban un empleo que les permitiera emprender sus vidas como adultos, ayudar a sus familias, acariciar la idea de progreso. “Si esta revolución no triunfa, solo me quedará emigrar como ya lo han hecho tantos familiares y amigos. Todos los que estamos aquí lo pensamos. Sabemos que no será fácil pero, al menos, tendremos una oportunidad”, me decía en la acampada de la plaza de Tahrir Lilian, una veterinaria que durante los seis meses que duraron las protestas, se convirtió en enfermera, atendiendo algunos de los casi 20.000 heridos y más de 600 muertos que provocaron los policías y francotiradores, según organizaciones como Human Rights Watch. 

No eran los únicos jóvenes que por entonces se manifestaban para pedirle al sistema neoliberal que les diera alguna oportunidad laboral, que, por favor, les explotara a cambio de un sueldo mínimamente digno. 

En Francia, unos meses antes, en diciembre de 2019, más de 800.000 personas marcharon, según las cifras del Gobierno galo, durante la huelga general más importante de los últimos años. Los sindicatos casi duplicaban la cifra de los asistentes, y el seguimiento del paro fue de los más altos de los últimos años: por ejemplo, no funcionó el 90% de los trenes de alta velocidad. En París vi cómo decenas de miles de trabajadores y trabajadoras de la sanidad, de la educación, del transporte, de la agroganadería y de todos los sectores económicos estratégicos del país coreaban tantas consignas contra la reforma de las pensiones como a favor de empleos dignos. A su lado marchaban estudiantes, personas desempleadas, activistas del derecho a la vivienda y del movimiento antirracista y feminista, entre muchos otros. Todos pedían a Macron un trabajo que les hiciera libres, iguales, fraternos.

La pandemia de COVID-19 aplastó el ciclo de mayor número de grandes movilizaciones ciudadanas desde Mayo del 68 en todo el mundo. Y aunque cada una tenía causas específicas de su contexto, muchas de ellas compartían un agotamiento ante la precarización constante de las condiciones laborales, una rabia ante la creciente concentración de la riqueza y el aumento de la desigualdad, un desapego por unos sistemas políticos que no dan respuesta a la creciente incertidumbre socioeconómica y, paradójicamente, un consenso con parte de las grandes élites neoliberales: el turbocapitalismo estaba desbocado y solo poniéndole coto este sistema podría sobrevivir –un poco más, teniendo en cuenta la crisis climática– y las democracias liberales recuperar, aunque fuese mínimamente, su función de representar el bien común de la mayoría. La portada de The Economist en septiembre de 2019 titulada Capitalism, time to reset parecía llamada a convertirse en un símbolo de esa refundación que llevaba cacareándose desde el crac de 2008. 

Por entonces, en Iraq, en Francia, pero también en Chile, en Estados Unidos, en la India, en España y en, al menos, una veintena de países, millones de personas salieron a las calles para gritarles a sus gobiernos que querían trabajar, preferentemente en un empleo digno, con el que pudieran vivir y no solo sobrevivir e, incluso, disfrutar algo de la vida y no solo sufrirla, y con el que poder dejarles a sus hijos e hijas el más preciado de los legados: la certeza de que iban a poder hacer lo mismo. 

No solo se trataba de la clase más precarizada, sino también de parte de la clase media que  llevaba más de una década despertándose cada mañana viendo cómo todo siempre iba a peor: los salarios, la capacidad adquisitiva, las pensiones, la calidad de los servicios públicos que pagaba con sus impuestos y, consecuentemente, la salud mental propia y de sus seres queridos. Porque el desempleo y la precariedad están generando mucho sufrimiento y, si no intentamos entender todo ese daño, no comprenderemos buena parte de las dinámicas que determinan la actualidad, como el crecimiento de la ultraderecha.

A la vez, nunca como hoy tantos millones de personas abandonan sus hogares de los países del sur expoliado en busca de un empleo en el norte desnortado. Vivimos en un mundo en huida, que implora por una oportunidad de trabajar para vivir y contribuir así a sus sociedades. Y sin embargo, la robotización de buena parte del mercado laboral, la depreciación de buena parte de los bienes y servicios producidos, así como la falta de poder adquisitivo para el consumo están convirtiendo los empleos de calidad en un lujo al alcance de una minoría. El trabajo digno se está convirtiendo en un privilegio de clase, en un bien de lujo al que se accede por herencia o por capital social. 

Los partidos y líderes políticos que en lugar de crear falsos enemigos para perpetuarse en el poder, decidan gobernar para garantizar el bien común y el bienestar de la mayoría solo podrán garantizarse el tiempo necesario en las instituciones si afrontan el gran reto: el que podrá retejer el contrato y la cohesión social, la convivencia desde la diversidad y la igualdad de derechos y oportunidades: un mercado laboral con empleos de calidad, bien remunerados y con horarios compatibles con la vida.

Por ahora, la única propuesta que conjuga todos estos requisitos desde un análisis sensato de la realidad es la economía de los cuidados, que defiende el deber de reconocer la aportación y remunerar el desempeño de las tareas que garantizan la reproducción de la vida, hasta hoy realizadas mayoritariamente por las mujeres. Implantar, en definitiva, un modelo ecofeminista de sociedad significaría dar por finiquitado un sistema claramente depredador e incompatible con la supervivencia del planeta y avanzar, inexorablemente, hacia la igualdad de todos los seres humanos y con un estilo de vida y de producción comprometido con la adaptación y mitigación de la crisis climática. No es ingenuo plantearlo; sí lo es seguir una senda que, está científicamente demostrado, nos lleva a un colapso rebosante de dolor y violencia. Y para hacer esta transición urgente se requerirán millones de nuevos empleos que deberán repartirse desde el principio de la justicia y la equidad. Por ejemplo, reduciendo la jornada laboral, como tantos y tantas reputadas economistas defienden desde hace años.

Por tanto, sí hay trabajo para todas y todos. Falta reconocerlo, redistribuirlo, dignificarlo y remunerarlo. Así sea mientras en el horizonte conservamos la meta final: la abolición del trabajo. O, al menos, la promesa decimonónica del capitalismo industrial: que los robots vendrían para devolvernos tiempo y regalarnos prosperidad.

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