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Gabriela Wiener y su ‘Huaco retrato’: la épica hazaña de desentrañarse a una misma
"Wiener se cuenta desde tan adentro y desde una verdad tan innata que más que escribirse se desentraña y obliga a una a preguntarse si sería capaz alguna vez de llegar a ese estado de sinceridad consigo misma", escribe sobre 'Huaco retrato' Esther López Barceló.
Escribo esta reseña con la urgencia de quien se sabe en posesión de un secreto y necesita hacerlo aflorar a la superficie. Aunque se trate en verdad de un secreto a voces. Y es que la lectura de Huaco retrato (Literatura Random House) es una experiencia tan necesaria como salvaje. No en balde su escritura cadente, furiosa y precisa emana de la herida. ¡Qué digo de una!, de varias cicatrices abiertas: la de la hija sin padre, la de la amante encelada, la de la descendiente de un saqueador de la propia matria. Podríamos encasillar este libro en la narrativa testimonial pero eso significaría dejar de lado o hacer de menos el carácter ensayístico con el que Gabriela Wiener va hilvanando la crónica de sus pasos, que recuerda a eso que el Nuevo Periodismo llamó «narrador testigo» y del que Joan Didion es una de sus grandes representantes en la Tierra.
Gabriela Wiener, más que confesarse, se delata, se abre en canal mientras contempla detenidamente el reguero de sangre que va dejando, retratando con la pluma los diferentes caminos que forman las estrías que dibuja su cauce. Y lo hace tan rematadamente bien que, como lectora, una se ve obligada a devorar sus vísceras a velocidad de vértigo. También pasa con Nueve lunas (2009), donde narra los nueve meses de su embarazo con la impúdica y descarnada honestidad que caracteriza su forma de contarse. Porque Wiener se cuenta desde tan adentro y desde una verdad tan innata que más que escribirse se desentraña y obliga a una a preguntarse si sería capaz alguna vez de llegar a ese estado de sinceridad consigo misma. Y creo poder aseverar que en Huaco retrato se supera en cuanto a la crudeza con la que rebana cada escena, cada pensamiento, cada hecho presente o pasado.
Todo comienza con la muerte del padre, el hito que marca su regreso al Perú y, con él, un viaje interior más allá de los confines terrestres, el trayecto universal que nos sumerge de lleno en el abismo de imaginar la orfandad completa. «Siento que revisito los sitios que recorrí cuando aún no había perdido nada y ya no son tan familiares». Gabriela atraviesa el duelo desde una forma de amor filial tan libre de prejuicios que es capaz de entrar en el correo de su padre muerto para palpar su intimidad perdida, a pesar de que ello la lleve a adentrarse en las arenas movedizas de un amor paralelo al de su madre. Y todo ello abordado desde la serenidad imposible de quien no juzga sino que ama tanto que quiere alcanzar el conocimiento absoluto de la vida del que ya no existe, del que ya no es ni será más nunca. Leer y conocer su parte oscura e inaccesible será su forma de seguir asida a su cuerpo vacío.
«Un tatarabuelo es apenas un vestigio en la vida de alguien, pero no si este se ha llevado a Europa la friolera de cuatro mil piezas precolombinas». Y el hueco del padre abre el camino a la búsqueda del ascendiente Wiener, de ese con quien comparte el exótico apellido y un devenir que se presupone antagónico –y lo es– pero que, en el transcurso de las páginas, descubrirá que en algunos aspectos no lo fue tanto. Y rectifico porque el origen del libro, aunque en esencia surge como respuesta al duelo, también parte del cabo que deja suelto ese hombre que, para escapar como judío de la otredad, de la subalternidad, de la identidad migrante en un mundo al que parecía haber sido arrojado, se lanzó a la conquista, a la violencia sobre los otros, de aquellos que ni siquiera le merecían la oportunidad que él se había procurado.
«La palabra huaquero viene del quechua huaca, como se llama en los Andes a los lugares sagrados (…) Los huaqueros invaden sistemáticamente estos recintos buscando tumbas u objetos valiosos (…) De ahí que huaquear sea una forma de violencia: convierte fragmentos de historia en propiedad privada para el atrezo y decoración de un ego (…) En aquella época a mover un poco de tierra lo llaman arqueología». La autora examina a Carlos Wiener desde la extrema lejanía de su ligazón familiar, desde su conciencia anticolonial, desde la oscuridad de su piel y la moral –por supuesto– superior de quien se enfrenta diariamente al racismo sabiéndose en el lado más duro, doloroso y, a menudo, perdedor, pero correcto, de la historia.
Y es en ese trabajo arqueológico de exhumar al expoliador familiar del siglo XIX cuando descubre, entre la maleza de la épica verborrea de sus escritos, la existencia de un personaje olvidado al que decide salir a buscar: un niño robado llamado Juan. Pero la autora no se queda ahí, sino que también constata esa oscuridad patológica que se cierne sobre las mujeres, en concreto, sobre aquella que hizo crecer el árbol de su genealogía: «En la familia no hay una solo foto de María Rodríguez. Nunca sabremos cómo era su cara. A la mujer que inicia la estirpe de los Wiener en el Perú, la que llevó un embarazo solitario y amamantó a un semihuérfano, a ella se la ha tragado la tierra. Así como se pierden durante años bajo la arena los rastros de un mundo anterior».
Y mientras padece el duelo y lee en los estratos antiguos de la tierra, la vida de Gabriela se sigue sucediendo, dejando prolija cuenta de ella en cada párrafo, desnudándose metafórica y físicamente, dejándonos asistir al desgarro que el viaje a Perú le provoca. Es ahí donde ahonda en la complejidad del amor libre, del poliamor, de la franqueza ciega de los placeres y su conflicto constante contra el muro que el patriarcado ha erigido sobre los férreos cimientos de un tiempo de siglos. Es ahí donde encontramos un fragmento familiar que ya fue el centro del tema de su obra de teatro Qué locura enamorarme yo de ti… o cómo sobrevivir al poliamor, que llevó a los escenarios a partir de sus textos y de la mano de Mariana Althus en la dirección. Toda una trasgresión de los modelos románticos del amor heteronormativo y, con perdón por la perogrullada, un ejercicio de apabullante valentía. Los celos y la culpa, al igual que allí, serán en Huaco retrato el caldo hirviendo que cuece a fuego, a veces explosivo y a veces lento, el resto de ingredientes del que se nutre este libro.
A lo largo de todo el texto, reverbera el eco de un aullido antirracista del que parece que hayan ido brotando una a una las palabras de Gabriela Wiener. Una ira legítima y urgente convertida en la crisálida de esta bellísima obra literaria, atravesada por la conciencia de clase de quien sabe que «migrar no es volver a nacer,/ es volver a nombrar lo que ya tenía nombre». Y que es capaz de condensar en cinco versos la maldita y miserable condescendencia de este mi –nuestro– país, que se cree metrópoli, a pesar de ser casi colonia, y que –para colmo de los colmos– ha olvidado su migrante genealogía: «Mi profesora de Geografía en Perú,/ la que me enseñó la escala,/ la latitud y la longitud del mundo,/ le cambia el pañal a tu padre, España. / Ten un poco de decencia».
Esperemos que Wiener se mantenga fiel a su genuina forma de narrar y siga haciendo suyas las palabras de la escritora Angelica Lidell, que decía: «Después de haber escrito sobre una misma, no queda nada más que escribir en el mundo». Que así sea.
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