Crónicas | Opinión

¿Eras tú o era yo?

"La autoestima colectiva será, lo está siendo ya, clave a la hora de sujetarnos entre todos para no caer al abismo", reflexiona Ignacio Pato a partir de una frase muy repetida: "No me da la vida".

Pintada en Granada. IGNACIO PATO

“No me da la vida” es la frase que más escucho a mi alrededor. Duele. La pronuncia gente cercana, amigos, familiares, conocidos, compañeros de profesión, allegados de allegados y es fácil oírla en cualquier marquesina de bus o vagón de metro. Casi siempre es pronunciada en un mismo sentido comunicativo: casi siempre entre personas que se tienen cariño mutuo, amistad o, como mínimo, la confianza que exige reconocer que estás sobrepasado. No a tus superiores. No es a alguien a quien quieres a quien no puedes dejar en leído, es a tu jefe. 

En redes, un lugar que sigue siendo problemático a nivel conductual, pues amor, afecto, sustento y autoconciencia se entremezclan en él, ocurre parecido. No sale en el CIS, pero quizá hace ya tiempo que demos más likes a posibles empleadores que a las personas que, por un motivo u otro o todos a la vez, nos gustan. Recordemos que una de las características del botón me gusta es su problemática unidimensionalidad: es la misma unidad de cariño la que damos en público a una noticia sobre una catástrofe natural que un gol o que a la cara, a la necesidad afectiva de alguien a quien queremos.

El síntoma preocupante es que podemos experimentar que un mensaje digital de apoyo o la propuesta de un encuentro en nuestro WhatsApp personal sean recibidos como factores de estrés que nos saquen la cabeza de la rutina productiva. Cuesta poner en palabras la violencia relacional que ejercen monstruos estructurales como la prisa, el estrés o la ansiedad: ante el derrumbe de horarios fijos y flexibilización de condiciones, la cohesión comunitaria se convierte en el eslabón más débil. Casi invariablemente gana el plazo de entrega y posponemos a los nuestros. A ver si nos vemos o tenemos que hacer por vernos no dejan de sonar como equivalentes sociales, evocando un esfuerzo cuesta arriba, de la terrorífica expresión ganarse la vida.

Pero no miremos el tembleque del dedo en lugar de la risa satisfecha de la luna. Desconectar y abjurar con superioridad moral de las redes o quedar para confesarnos que no nos da la vida no cambiarán gran cosa. Hace unos días se viralizaba la carta al director del lector de un gran diario que se lamentaba de que su hijo no tenía cita para el pediatra, en Madrid, para los próximos quince días. Lo hacía, entre otras cosas, por el contraste que el breve texto oponía a uno viralizado con anterioridad y que defendía, literal y metafóricamente, la felicidad de ser segundo violín en la vida. Sin embargo, lo más interesante de la carta del pediatra no era esa irrupción a doble bombo de batería en una salita mental donde antes nos mecían unas cuerdas sobre madera. “El mundo no está mal, es mi hijo el que está mal”, se leía. Era importante al menos por tres motivos.

Primero, porque ataca una de las líneas de flotación del sistema. Ese que tiende a desdibujar la frontera que separa el decir y el hacer. La meta de este padre no es expresarse, no es salir en un periódico, sino atajar una herida creada, el destrozo de la sanidad madrileña en este caso, que es una construcción política con beneficiarios y damnificados muy concretos. La publicación de la carta es un medio, en ningún caso es el fin de este sufrimiento. 

Segundo, porque absolviendo al mundo, a este mundo nuestro actual, el lector hace añicos la nostalgia selectiva. Ya la conocemos, esa cuyos soldados intentan contagiarte su renuncia individualista a cualquier intento de mejora del estado de las cosas mientras se convierten en aborrecibles quintacolumnistas de la parálisis, la reacción y, no menos peligroso, la depresión. Esa cuyo lema de mayor alcance en nuestro país ha sido “yo fui a EGB”, algo meramente obligatorio, descriptivo y sin potencialidad colectiva, en lugar de “yo fui insumiso” o “yo me enfrenté a la extrema derecha” o “yo hice huelgas generales”.

Porque entonces, tercero, si no es el mundo el que está mal, ¿quién es? “Mi hijo”, nos responde el escritor de la carta. “Mi hijo no puede ir al pediatra por una decisión política y económica”, aclara. La denuncia pública hace claramente contacto con la idea de que no vivimos en la tan cacareada ‘sociedad del cansancio’ sino que, en palabras de Belén Gopegui, “ciertos sectores están muy cansados y otros nada”. La pena, la enfermedad y por supuesto la pobreza de muchos están en gran parte diseñadas y son absolutamente imprescindibles para el disfrute de unos pocos. Los esqueletos reales y los emocionales, en el fondo del mar, garantizan el flotar y el chapotear en la superficie para otros. La falta de tiempo o el saqueo de los servicios públicos no son estaciones meteorológicas ni maldiciones bíblicas. 

Si se difumina el rostro de los culpables, si esto poco menos que nos-ha-tocado, es fácil que nuestro dedo se vuelva contra nosotros mismos, el arma contra nuestra sien. Es lógico, el autodesprecio es otro proyecto disciplinador más del capital como lo es agitar y monetizar nuestro miedo, ya sea a un apagón, al desempleo o a que te entren en casa. Hundidos, igual que endeudados, somos más baratos. Hace años vi en Granada una pintada. “¿Eras tú o era yo?”, preguntaba alguien. Quizá al viento, quién sabe. Al lado, una respuesta: “Eras tú, te odio”. Necesitaremos esa determinación y pasión. La autoestima colectiva será, lo está siendo ya, clave a la hora de sujetarnos entre todos para no caer al abismo.

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Comentarios
  1. Muchas somos las personas sobre todo si somos sensibles que nos sentimos mal, sí, pero es por vivir en esta pocilga en que han convertido al mundo los amos del mundo, los capos del capital, y la inconsciencia colectiva que les hemos dejado hacer.
    Ser realistas no está reñido con luchar por hacer la realidad mejor.
    Al pesimismo de la razón se le opone el optimismo de la voluntad (Antonio Gramsci)
    ***************
    DEFIENDE NUESTRA ATENCION PRIMARIA, TU SALUD ESTA EN JUEGO.
    Nuestro Sistema Nacional de Salud está en riesgo. Llevamos meses denunciándolo. Y aún más la Atención Primaria, que la pandemia ha puesto al límite.
    Además, la pandemia ha sido un duro golpe para la salud mental de la población. Según el CIS, un 42% “ha tenido problemas de sueño”, el 52% ha reconocido “sentirse cansado o con pocas energías” y un 16% ha experimentado uno o más ataques de pánico.
    La salud mental es también un derecho y se atiende, en gran medida, en Atención Primaria: es aquí a donde se dirigen con frecuencia las personas con los trastornos más comunes, como ansiedad y depresión.
    El Ministerio de Sanidad aprobará este año la nueva Estrategia Nacional de Salud Mental, en la que se reconoce el papel clave de la Atención Primaria y la situación extremadamente precaria de nuestra Atención Primaria no puede ser un obstáculo en el acceso y la calidad de la atención de la salud mental. El momento es ahora: urge reforzar las plantillas de la atención primaria y ponerla a la altura de los ratios de profesionales de países de la Unión Europea, e incrementar la inversión asignada a la Atención Primaria para alcanzar el porcentaje del 25% del total del gasto sanitario público tal y como recomienda la OMS, con más inversión tanto en recursos humanos como en infraestructuras y equipamiento.
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