Cultura

La mugre bajo las uñas del franquismo

Alós ganó con 'Los enanos', en 1962, el Planeta. Pero Plaza & Janés, que no se lo quiso publicar, afirmó que tenía los derechos e impidió a la autora recibir el premio. Ahora recupera esta obra La navaja suiza.

Imagen de la portada de 'Los enanos'.

Al editor de Plaza & Janés al que Concha Alós presentó esta novela le pareció demasiado socialista como para publicarla, pero cuando ganó con ella el Planeta en 1962 enseguida se le pasaron los escrúpulos, afirmó que tenía los derechos de publicación e impidió a la autora recibir el premio. Dos años después, lo ganaría con Las hogueras, que aún no he leído, pero, si su calidad se acerca a la de Los enanos, puede ser una de las mejores novelas de la lista más que desigual de las galardonadas con este premio hoy tan desprestigiado.

1962. Imaginemos el contexto. Cuando Concha Alós está escribiendo la novela, España es uno de los países más pobres de Europa occidental. La dictadura no solo ha asfixiado políticamente a los españoles, también su economía. Muy poco antes, el régimen ha reconocido –implícitamente, claro está– el fracaso de su política económica y decidido, de muy mala gana, entregar su gestión a tecnócratas. Porque en España aún hay hambre, la situación de millones de familias es desesperada y los ridículos intentos de los ideólogos del régimen de controlar el mercado mediante edictos fracasan uno detrás de otro. Desde 1959 la miseria material comienza a paliarse; la moral tardará mucho más en hacerlo.

La pensión en la que se desarrolla Los enanos es un microcosmos que refleja ese país en ruinas, su pobreza y su violencia. Pero no, yo no diría que es una novela «socialista» porque eso implicaría algún atisbo de esperanza, de apunte de trasformación, pero Alós se limita, que ya es un paso importante, a constatar la catástrofe, todo eso que la dictadura se empeña en ocultar tras propuestas de destinos imperiales y defensas de la fe, con elogios desmedidos de los valores familiares –mientras destruye a las familias con la pobreza y la represión– y de ese pueblo que debe ser el bastión de Occidente contra marxistas y judíos. Solo un año después de la publicación de Los enanos se celebrarán los fastos de los 25 Años de Paz, aquella auto glorificación con la que se disfrazaba con oropeles el emperador desnudo de la dictadura.

Pero Alós no está en ese mundo de fanfarrias e hisopos; a ella le interesan la desnudez y los harapos, la mugre bajo las uñas, las cicatrices y los moratones, las dentaduras arruinadas, las ratas correteando por el patio.

La novela alterna dos narraciones, una coral, que nos permite asistir más a las desventuras que a las venturas de los personajes de la pensión, y otra en primera persona, íntima, de una mujer que escribe en su cuarto de la pensión, una testigo de esas vidas desbaratadas y de la suya propia; de esta descubriremos que se atrevió a lanzarse apasionadamente a una relación que desafiaba la moral  de la época y de la que salió destruida: «No tengo nada. Ni fe ni esperanza. Sin nada, con mi piel y mis ojos, debo seguir viviendo». Y vive, sintiéndose como si se hubiese «escapado de una postal vieja y descolorida y vagara por mi cuenta», a pesar de todo con sensación de culpa, por mucho que quisiera gritar «a todos que yo no soy culpable de nada, que estoy aquí no sé por qué, que he venido como un papel quemado al que el viento más flojo puede arrastrar y llevarse«.

Desde esa mirada sin esperanza se asoma a la vida cotidiana de los habitantes de la pensión. El texto se llena de conversaciones triviales, plagadas de frases trilladas, con las que los inquilinos van amueblando sus precarias existencias. Porque es probable que si intentasen expresar lo que sienten se pondrían a dar aullidos. Sabina, por ejemplo, que sobrevive vendiendo su cuerpo cada vez menos atractivo a cada vez peores postores, sufriendo abusos e insultos, y que se ha endurecido tanto que considera que es de idiotas acostarse con un hombre si no se le saca dinero a cambio. O Cleo, que rememora los buenos tiempos de cuando era bailarina de espectáculos eróticos en Tánger, ese pasado que idealiza y tiene razón en añorarlo, porque incluso aquello era mucho mejor que un presente de deudas que su marido –el judío, el sefardí, el hebreo, como lo llaman– no puede saldar ni siquiera robando. O Mohatá, el joven boxeador que parece encajar todos los golpes y que en cierto momento decide dar a su cuerpo un uso más lucrativo y menos doloroso –por lo menos de inmediato–. Y sobre todos ellos reinan los dueños de la pensión, la señora Eloísa, que ahorra todo lo que puede en comida a costa de los inquilinos, y su marido, el señor Joaquín, orgulloso condecorado con no sé qué cruz y excautivo de los rojos, cómplice más que voluntario de exprimir el poco jugo que le queda a esa gente a la que apenas se puede estrujar más.

Ah, y el hijo de ambos, Francisco, un niño feroz que muerde y golpea y se entusiasma cuando los inquilinos torturan a una rata que acaban de capturar, porque en ese mundo terrible hasta los niños han perdido la inocencia y la piedad; casi tan de vuelta de todo como los adultos, que desconocen la solidaridad, y son racistas, y malpensados, y murmuradores, y envidian a la vecina que ha prosperado un poco contra todo pronóstico, y se alegran de las desgracias de quien se hunde un poco más.

Usa un lenguaje obsceno, soez, se dijo de esta novela, y que se recrea en lo truculento y lo desagradable. Sucede a menudo, que se acusa a una obra de lo que sucede en el mundo que retrata. Y Concha Alós lo retrata sin piedad alguna, pero no se lo inventa. Todo eso estaba ahí. Como estaba cuando lo retrataron Luis Martín-Santos o Camilo José Cela o Jesús Fernández Santos. Quizá se les podría reprochar a casi todos ellos una visión demasiado parcial, recordarles que en el proletariado, también en el lumpen proletariado, hay algo más, no solo miseria moral; pero el realismo nunca fue un instrumento de visión panorámica, sino que sirve más bien de lupa para fijarnos en aspectos concretos de la sociedad. Y quizá en aquella época era necesario ampliar lo que escondía la cosmética del triunfalismo. Y también una forma indirecta de revelar la brutalidad de la dictadura política y económica que era el franquismo.

Concha Alós puede medirse con cualquiera de los autores de su época a la hora de hacerlo y probablemente los supera en el retrato de unas mujeres aplastadas por una moral que exige su pureza mientras la mayoría de los hombres que las rodean lucha por corromperlas para luego abandonarlas. No recuerdo ningún otro libro que exprese tan bien la mezcla de culpa, asco, desesperación y rabia que sienten. Qué bien que editoriales como La navaja suiza o Editores Recalcitrantes hayan recuperado recientemente algunas de las obras de esta autora indispensable.

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Los enanos

Concha Alós

La Navaja Suiza Editores

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