Pensamiento
Nos falta calle
"La ciudad expulsa, segrega y envía a los márgenes todo aquello que no desea ver", escribe Cristina Barrial
Recuerdo mis primeros botellones en el Cerro de Santa Catalina, esos 15 años que iban acompañados de vodka negro lima, pipas o jumpers y fotos para el Tuenti. Casi siempre venía la policía con su control rutinario y nos pedía la identificación, pero la cosa nunca iba a más. No era más que anecdótico, «ya están estos otra vez aquí», «menos mal que no me dejé el DNI en casa», un trámite para continuar con el plan establecido: beber y hablar, y cuanto más bebías, menos te callabas.
Unos años después, en el 2013, aparecía en el Boletín Oficial del Principado de Asturias la Ordenanza Municipal de Protección de la Convivencia Ciudadana y Prevención de Actuaciones Antisociales. Esta norma, que pretendía “regular la convivencia ciudadana”, se enmarca dentro de todo un fenómeno de normativas similares a escala internacional que ha afectado a grandes ciudades como Nueva York o Londres, y que en el territorio español también tuvo sus precedentes y réplicas. El objetivo fundamental de todas ellas era, y sigue siendo, atajar todos aquellos comportamientos que van en contra de la preservación del espacio público como lugar de convivencia y civismo.
Una de esas aristas catalogadas como antisociales es el botellón. La preocupación por la salud pública es la excusa que ampara la privatización del espacio público. Este tipo de normas abogan por la prohibición del consumo de bebidas alcohólicas en la vía pública para trasladarlo a los locales y bares. Algunas de ellas, como la aprobada en Granada en el 2009, llegan a perseguir las apuestas con dinero en la calle con la excusa de proteger a los colectivos vulnerables, mientras Codere, Sportium o Luckia continúan abriendo nuevos establecimientos a lo largo y ancho de las ciudades.
Lo que nunca se tuvo no se puede perder
Podríamos reivindicar el espacio público pre-normativas regulatorias, una arcadia feliz en la que convivíamos, celebrábamos y las plazas no eran más que una extensión de nuestros salones. La realidad es más incómoda: el espacio público no ha muerto, porque nunca ha existido. En el artículo El espacio público contra la calle, Manuel Delgado habla de cómo en las últimas décadas la noción de espacio público como escenario para las relaciones sociales, asociado a la calle, se ha superpuesto con su acepción vinculada con la filosofía política, que lo entiende como categoría abstracta y esfera ideal de la coexistencia pacífica en la que se despliegan los principios éticos de lo cívico y la ciudadanía.
El espacio público no es solamente un concepto urbanístico: también es político. Una creación histórica sustentada en la desigualdad, ya que el acceso al mismo se basa en una ciudadanía ampliamente excluyente. En la teoría todos somos iguales en él, pero este ideal normativo de lo que el espacio público debería ser no es más que un proceso inacabado, y en palabras de Manuel Delgado, «una quimera, el sueño imposible de una confiada clase media universal que desearía vivir en un mundo todo él hecho de consensos negociados y de intercambios comunicacionales puros entre seres libres, iguales y responsables».
El espacio público que se presenta como lugar sin conflicto, armónico y pacificado, de uso libre, no ha muerto porque nunca ha existido. Pensar el espacio público sin conflicto es como imaginar la política como mero consenso: una contradicción. El conflicto forma parte de la naturaleza democrática de la negociación permanente de todos los usos y significados del espacio. Esta visión armónica anula todo lo que conforma la multitud del ahí afuera, el tira y afloja, e implícitamente se señalan los grupos disruptivos que alteran esa supuesta calma, realizando una asociación que estereotipa y estigmatiza a un grupo muy concreto de personas.
Las limitaciones de acceso al espacio público tienen mucha relación con las diferentes posiciones de los sujetos en las relaciones de poder que se desarrollan en la sociedad, en la ciudad. La exclusión en el uso y disfrute de la calle de ciertos segmentos de la población bebe de una idea de civismo y de acceso a la ciudadanía occidentalocéntrica, racista y clasista. El buen uso de la calle, el saber estar, lo que se ha considerado como un comportamiento cívico y respetuoso, no es universal ni aplicable a todos los contextos, no ha sido siempre así, no viene dado. Que en la actualidad algo se considere aceptado es consecuencia de un proceso de normalización de arriba a abajo, un proceso por el que las clases dominantes marcaban –y siguen marcando– el tipo de comportamiento legítimo para vivir en sociedad. Las maneras de vivir y habitar el espacio que difieren de las dominantes son señaladas. En las sociedades occidentales, la otredad, quien es juzgada por no comportarse de manera cívica en la calle o no hacer un buen uso de la misma, es en muchas ocasiones la población migrante y racializada.
Casas de apuestas, exclusión y sociabilidad
Adivinar quién se encuentra dentro de la privacidad opaca de una casa de apuestas es fácil si se observa quién se encuentra fuera, fumándose un cigarro y conversando un rato antes de volver a echar unas monedas en el siguiente partido. El perfil de usuario de los locales de apuestas físicas está muy vinculado al perfil de personas que habitan los barrios donde los grandes magnates de estos negocios han decidido colocar estos establecimientos. El estudio presentado en el otoño del 2019 por la Federación Regional de Asociaciones de Vecinos de Madrid (FRAMV) pone el foco sobre un claro patrón de predominio de estos locales en los barrios donde la renta media de los hogares está por debajo de la media municipal. Las altas tasas de desempleo también son características de las zonas con mayor número de casas de apuestas, pero uno de los datos más relevantes que arroja este informe es la alta proporción de población migrante que vive en los barrios donde más han proliferado este tipo de locales.
Hablar de migración y de casas de apuestas es, paradójicamente, hablar de espacio público. Exponer la relación entre los locales de juego y la población migrante implica abordar, entre otras cosas, la sociabilidad, la ciudadanía, la vida en la calle. La privación del espacio público encuentra su revés en unas casas de apuestas llenas en barrios de mayor proporción de población migrante.
El antropólogo social Mikel Aramburu ha estudiado la sociabilidad migrante preguntándose si los diferentes colectivos de migrantes tienen convenciones distintas relativas al uso del espacio público. Siendo muy consciente del peligro que supone establecer generalizaciones que caigan en una homogeneización –siempre racista–, intenta establecer patrones comunes que ofrezcan información relevante sobre las distintas formas de la población migrante de ocupar o no ocupar el espacio. El acceso al espacio público no responde necesariamente a factores culturales o de costumbres adquiridas en el lugar de origen, sino que muchas veces se explica por variables socioeconómicas más vinculadas con las condiciones materiales de existencia de la población migrante en el lugar de recepción. Quien menos tiene es quien más depende de los equipamientos gratuitos, de los parques, de las plazas. Esta predilección, supuestamente cultural, por el uso del espacio público como lugar de reunión no puede entenderse sin tener en cuenta las condiciones materiales que nos atraviesan.
Que la población migrante haga un uso más intensivo del espacio público no quiere decir que no encuentre resistencias a ello en nombre de la «seguridad ciudadana». Muchas veces estas resistencias logran su objetivo: que abandonen estos espacios o que busquen otros lugares menos a la vista. Esta noción de «seguridad ciudadana» propia de la ciudad neoliberal es ampliamente descrita en la obra Enclaves de riesgo. Gobierno neoliberal, desigualdad y control social (Traficantes de Sueños) y uno de sus rasgos distintivos es su afán por intervenir en la cotidianidad y trabajar sobre la inseguridad subjetiva de la población. Esto quiere decir que el papel de la policía no es solo represivo, sino preventivo, lo cual le hace contar con mayor legitimidad en el espacio público.
Para la población migrante y racializada, el asedio policial constante es una de las aristas securitarias que contribuye a su expulsión del espacio público. Este recordatorio de no pertenencia se materializa en una práctica policial «preventiva» instaurada en nuestro cotidiano urbano: las identificaciones por perfil racial. Esta identificación, popularmente conocida como «redada» cuando afecta a un grupo de personas, tiene objetivos disciplinarios y trata de mostrar quién está legitimado y quién no a acceder al espacio público. La ciudad expulsa, segrega y, en su higienismo reactualizado, envía a los márgenes periféricos todo aquello que, en las diferentes épocas y contextos, no desea ver. La mayoría de las casas de apuestas se sitúan en barrios que nunca son visitados por los máximos agraciados en las relaciones económicas. Las adicciones y los conflictos que se generan en torno a ellas quedan sepultadas, invisibilizadas. Reivindicar el pleno acceso de toda la población a recursos de ocio accesibles es necesario, pero no debemos dejar a un lado el imperativo de repensar la calle, el espacio que se han empeñado en catalogar como «público» que no es ni universal ni vivible. Reivindicar una ciudad donde podamos no estar de pasada, sino quedarnos.
Calle no nos falta. Lo que falta es gente que salga a la calle a defender derechos y libertades que nos son negados y recortados día a día.
La juventud hace tiempo que debía haber cambiado el botellón por la protesta y defender los derechos que conquistaron generaciones anteriores, con más valores, valor y voluntad.
Mis padres me decían que si quería divertirme también tenía que demostrar que sabía trabajar. Hoy día los denunciarían por explotar a menores.
En la URSS de los 80, ciudades como Moscú, con grandísimas extensiones de parques con sus frondosos árboles, que bien se estaba bajo su sombra en verano, proliferaban aristocráticos edificios de la corte zarista convertidos en «palacios del pueblo»y para el pueblo y sin restricciones, los denominaban palacio de la música, de la danza, de la literatura, del deporte, ect. ect. todo era cultura dónde podías permanecer horas y horas.
A mí me daba envidia; sin embargo la juventud rusa lo que más deseaba eran unos tejanos. Muchos viajeros cargaron su maleta con ropa tejana y vendiéndola se pagaron el viaje.
Diría que ahora saben valorar más lo que tenían y se dejaron perder.
El capitalismo es el mismo diablo, es banal, superficial, insensato, egoísta, destructor de valores y sin embargo es él el que arrastra a las masas.