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La clase trabajadora lee como, donde y cuando puede
"Los jóvenes de clase trabajadora, al final, leen como, donde y cuando pueden: desde sus móviles o tablets, en el transporte público, mientras hacen cola (ya sabemos que hacer cola es una marca de clase) o antes de acostarse", reivindica el autor.
Hace unos días, mientras volvía a reproducir ese comportamiento ya habitual entre nosotros para exorcizar la angustia que es consultar compulsivamente mis cuentas en redes sociales, llegué a un artículo en el que se debatía cuál era el género literario prevalente en nuestro tiempo. No me sorprendió comprobar que el texto estaba repleto de las acostumbradas frases lapidarias que se han convertido ya en un cliché en este tipo de artículos: «el relato ha muerto», «la literatura ha muerto», etc.: no obstante, declarar la muerte de algo mientras se sigue ganando dinero hablando una y otra vez de esa misma cosa es una de las piruetas más recurrentes de la intelectualidad de nuestro tiempo. En aquellas líneas se abordaba la literatura como un objeto ideal, arrancado de las condiciones materiales en las que se produce, sin tiempo ni lugar. Como si más que una expresión artística de ciertos individuos insertos en una tradición concreta, en un tiempo histórico determinado, en un sistema ya establecido, del que derivan relaciones de poder de las que es imposible abstraerse por entero, la literatura fuera una lucha entre demiurgos incorpóreos que tratasen de alcanzar las cimas de la creación.
Al final, muchos de estos artículos acaban siendo un zurcido de citas de autoridades con un tono vagamente mesiánico que suele sobreestimar la capacidad de las vanguardias literarias para transformar la sociedad, obviando que no solo han fracasado en este objetivo una y otra vez, sino que a día de hoy aquellas cuyos mecanismos no han sido absorbidos por el marketing y la publicidad han quedado reducidas a un grupo de textos que circulan en una suerte de círculos herméticos, textos cuyos integrantes centrifugan una y otra vez buscando precipitados más y más extraños, piedras filosofales capaces de transmutar su posición dentro del grupo, haciéndoles acumular cierto prestigio entre los suyos, con lo que parecen contentarse.
Algo que también se ha vuelto un lugar común entre esta intelligentsia es sentenciar que hay una gran literatura que se escribe desde la madurez (sea lo que sea eso), el sosiego y el trabajo constante, que las prisas son propias de los escritores jóvenes e inexpertos, cuyo exceso de intensidad no puede sino dar lugar a engendros poéticos de lo más infantiles: obras «vulgares». Para estos adalides de las buenas costumbres, la novela es el género superior. Mientras más extensa, mejor, no puede pesar menos que el Ulises, La broma infinita o todos los tomos juntos de Los episodios nacionales. Todo lo demás son minucias, porque de lo que se trata es de escribir «la gran novela de nuestro tiempo», obviando que el tiempo no es igual para todos y que no hay un sujeto universal. Pero como el ombliguismo de estos intelectuales sí que es una broma infinita, ellos lo creen y bajo esta premisa generan debates interminables donde suelen proponer una multitud de obras escritas por sus ídolos, basándose «exclusivamente» en la «calidad literaria», como si el valor de la literatura no fuera algo socialmente construido sino, una vez más, algo etéreo.
Dicho esto, como tengo la buena costumbre (mala, dirán algunos) de situar todo discurso, conozco a la perfección el lugar desde donde se escriben estos alegatos y también que, en el fondo, no son sino una forma de justificar la propia obra y ponerla en valor respecto a las nuevas hornadas de escritores, a los que ven como una posible amenaza para su posición en la pretendida cúspide del panorama cultural. Nada tendrían que temer, pues, al final, la única forma de entrar en su pestilente circuito literario es seguirles el juego. Pero como reaccionarios que son, los temen. Y lo cierto es que de todas maneras no cualquiera puede seguirles el juego. ¿Quién puede permitirse ese sosiego del que hablan, ese trabajo constante, si, en un mundo cada vez más precarizado, las jornadas laborales interminables y la angustia constante por no poder pagar el alquiler impiden la dedicación que consideran necesaria? La respuesta es obvia, pero ninguno de ellos admitirá públicamente que en sus estándares no ha lugar para gran parte de la literatura producida por la clase trabajadora. Y no pueden decirlo no porque no lo piensen, claro, sino porque sería malo para sus ventas.
Sobre esta cuestión, la de las ventas de libros, también tienen una postura clasista — como no podía ser de otra forma— porque, mientras proclaman a pulmón henchido el carácter revolucionario de sus textos literarios y lo necesarios que son para emancipar a la «clase trabajadora», se quejan del poco caso que reciben, de que la gente, sobre todo los jóvenes, son unos «incultos» que nunca abren un libro y que prefieren gastar su dinero en MDMA y videojuegos. Solo una pregunta al respecto: si su posición fuera la de un joven precarizado, agotado y angustiado con muy poco tiempo libre, ¿qué preferirían? ¿Leer unas pocas páginas de una novela larguísima o ver un capítulo de una serie o quizá echar una partida a cualquier juego online? Es más, si, aún así, escogieran leer, ¿preferirían la novela o quizá un relato o unos artículos? Y lo más importante: ¿por qué no se preguntan estas cosas antes de proclamar la muerte de nada?
Por otro lado —y parece mentira que a estas alturas haya que aclararlo— no es cierto que los jóvenes no lean. La gran mayoría de los estudios al respecto se basan en encuestas que preguntan sobre la cantidad de libros que se leen al año. En los resultados se suele señalar la gran diferencia en la frecuencia de lectura entre las personas mayores de sesenta años y el resto de grupos, así como entre las personas de alto y bajo poder adquisitivo. El problema es que las conclusiones que sacan pocas veces tienen en consideración el tiempo del que dispone cada grupo y si se lee otra cosa que no sean libros. Muy pocas veces se plantea si la gente mayor lee más libros porque, en realidad, dispone de mucho más tiempo libre o sencillamente porque los jóvenes leen textos que no son necesariamente libros, como, por ejemplo, artículos, publicaciones en redes sociales, blogs o cómics (cosas, por cierto, bastante más interesantes que la novela del Reverte de turno). Porque los jóvenes de clase trabajadora, al final, leen como, donde y cuando pueden: desde sus móviles o tablets, en el transporte público, mientras hacen cola (ya sabemos que hacer cola es una marca de clase) o antes de acostarse.
Los escritores funcionan un poco igual. Hace unos meses, asistí a la presentación del libro de relatos La genealogía del ciervo, de Sarai Herrera (publicado por la editorial Piedra Papel Libros), que, al ser preguntada sobre los sitios en los que solía escribir y si tenía pensado escribir una novela, respondía que escribía «en todas partes» (en los descansos del trabajo, en los autobuses, casi nunca en papel, sino en las notas de su móvil…) y que, por ahora, no podía escribir una novela porque lo que mejor se adaptaba al ritmo de una persona con una vida precaria eran los relatos, como también era el género que más reflejaba esa vida fragmentaria, interrumpida y sin final que los jóvenes comparten. Se trata de una respuesta en la que muchos escritores jóvenes de clase trabajadora pueden reconocerse e ilustra el asunto que trato aquí, que mientras unos pontifican desde sus torres de marfil, otros solo tratan de expresarse como buenamente pueden.
El problema es que muchos amantes de la literatura se han tragado todos estos discursos clasistas sin rechistar. Viví un ejemplo de esto en primera persona cuando, no hace mucho, en la editorial en la que trabajo, Horror Vacui, publicamos Lo salvaje, un libro de relatos de la escritora estadounidense Julia Elliott. En principio, el tuit que anunciaba la publicación del libro fue compartido por numerosos usuarios de la red social, celebrándolo; pero, al poco, tras los esperados trols machistas que poco menos que amenazaban con denunciarnos por publicar solo a mujeres, vimos que, entre las personas que habían compartido nuestra publicación, aparecían comentarios que intentaban rebajar el valor de la obra, aludiendo a que no se trataba de una novela sino un «simple libro de cuentos». Solo hizo falta indagar un poco en sus perfiles para ver a qué estrato social pertenecían estos individuos o, algo más sangrante aún, no siendo precisamente personas pudientes, de qué ideología se habían empapado.
Lo cierto es que como lector no hay nada que haya agradecido más que la existencia del relato como género literario. Benditos cuentos: un texto que uno puede leer de principio a fin en poco más o poco menos de media hora, o lo que es lo mismo: en el tiempo que duraban mis trayectos en transporte público. No hay que olvidar que, en el siglo XIX, cuando la alfabetización de la clase obrera produjo una explosión de nuevos lectores, muchas novelas se vendían por capítulos, en folletines, y cada entrega podía leerse en más o menos ese tiempo, ya que las jornadas laborales eran larguísimas y los trabajadores no disponían de grandes descansos. Es más, si alguien proclamase, al contrario del artículo al que llegué, que la novela ha muerto (proclamación que, como no es de extrañar, también se ha producido ya) y que en estos tiempos ha de ser construida a partir de una serie de fragmentos interconectados (como también se ha dicho), debería justificarse precisamente por estas razones, porque toda obra está condicionada por la realidad material en la que está inscrita y esa realidad, la de sus creadores, la de sus receptores, ha cambiado.
Y es que si algo tienen en común todos estos discursos que estoy criticando aquí es que parten de una idea profundamente burguesa del arte. Esa que prima la búsqueda de la originalidad de la obra por encima de todo, entendida esta búsqueda como el estudio de toda una tradición para poder enfrentarse a ella y crear una obra nueva que se le oponga y la supere. Evidentemente, si este fuera el único valor de una obra, solo los individuos que dispusieran de una enorme cantidad de tiempo para conocer casi todo lo escrito hasta ahora podrían crear obras valiosas. Adivinen, una vez más, las personas de qué clase disponen de no solo más tiempo libre para leerlas sino de mejores condiciones para acceder a todos esos libros.
En realidad, esta idea está tan extendida como esa otra, propia de los talent show, que nos hace creer que todos somos especiales y que solo debemos descubrir ese algo maravilloso en nuestro interior y ofrecerlo al mundo. Frente a esas dos propuestas, deberíamos empezar a pedirle a la obra de arte otro tipo de originalidad: que nos muestre otras miradas, otras sensibilidades, otras formas de experimentar el mundo, y no necesariamente extravagantes, porque, en definitiva, lo invisible no tiene por qué estar lejos de lo cotidiano; a veces lo invisible es solo un ángulo muerto en la calle más transitada de la ciudad. Y aunque es cierto que para esto, para hacer visible lo invisible, uno necesita conocer las diferentes técnicas de expresión propias de su arte, no hace falta haber leído treinta mil libros, como cierto escritor de novelas para señorones de traje, puro y coñac ha pregonado recientemente por ahí.
No trato de decir que al lector común hay que ofrecerle naderías creadas a partir de un hilado de eslóganes marketinianos, del tipo que nos podrían ofrecer los libros de influencers. Las personas de orígenes humildes también pueden ser curiosas, sensibles, tener intereses diversos; la clase trabajadora no es una masa homogénea, como muchos rojipardos pretenden hacernos creer, quizá como forma de profecía autocumplida, con el objetivo final de que compremos sus libros de mierda o nos suscribamos a sus canales de YouTube. Ese, el de la clase trabajadora como una masa embrutecida, no es más que otro cliché burgués. No somos unos simplones, solo estamos explotados. Y, precisamente porque nuestra forma de estar en el mundo está condicionada por el hecho de que hay un otro que siempre dispone de nuestro tiempo, de nuestras fuerzas, de nuestro ánimo, es muy importante que nadie invalide las obras que creamos, y mucho menos nosotros mismos. Que nos permitamos escribir cuando podamos y de la forma que podamos; leer en el formato que nos venga mejor y, sobre todo, no medir el tiempo como si todos los relojes fueran iguales, porque no lo son, porque un reloj de un oro que se ha extraído mediante el sufrimiento de los nuestros nunca será nuestro reloj.
¡Qué buen artículo! ¡Reflexión estupenda! No me gusta que se indique al principio el tiempo que se necesita para su lectura…¿para qué es? ¿para ver si se tienen 9 minutos de dedicación a su lectura? Tal vez esto sea una nimiedad por mi parte frente a lo interesante que se dice.
Estupenda crítica.