Opinión

No pienses en un taladro

"En las redes sociales, no se pueden ganar debates sobre la familia, la pareja, los hijos, las tradiciones o las costumbres", sostiene Jorge Dioni

Brocas de madera. SCHUETZ / Licencia CC0

Un tipo de mediana edad llama a su padre para pedirle el taladro. Cuando va a buscarlo, vemos que el anciano vive solo. El hijo mira el frigorífico, la pila de la cocina o el cesto de lavar para comprobar que todo está bien y, antes de irse, hablan un poco de fútbol. La escena se repite varias veces. En sus visitas, padre e hijo toman café, resuelven un crucigrama o ven la tele. Llega San José y la familia del tipo de mediana edad le regala un taladro para que no tenga que hacer esos viajes a casa de su padre. Una mirada señala el error. En la siguiente escena, padre e hijo juegan al ajedrez y el primero le pregunta si le han regalado algo: estos zapatos, responde mostrando unos mocasines. 

El anuncio tiene unos años, pero sigue siendo un buen ejemplo de concreción, algo en lo que insiste toda la gente que se dedica a las narraciones: escuelas de escritura, publicistas, asesores políticos o religiones de todo tipo. Con ese señor de mediana edad se puede hablar de muchas cosas, pero el taladro es innegociable, porque no es un objeto, sino un mundo, el que comparte con su padre. No se puede comprar otro. No puedes decir este taladro es mejor o hace menos ruido. En política, es importante detectar los taladros para no discutir sobre ellos. Es un esfuerzo inútil.

Por ejemplo. Sevilla. Sábado 16 de octubre. Jesús del Gran Poder sale pasadas las nueve de su basílica, la primera procesión en dos años. Multitud. Durante los diez kilómetros de procesión, 5.000 personas llevan la imagen. Más de diez horas. A las siete y media de la tarde, el Señor de Sevilla llega a la iglesia de la Blanca Paloma, en Los Pajaritos, uno de los barrios más pobres de España. La imagen visitará otras dos parroquias de Tres barrios-Amate. En la zona, el confinamiento no fue fácil. Las familias perdieron los ingresos, los niños no pudieron seguir las clases y abundan los pisos pequeños. 

La imagen no es un objeto, sino un mundo que esas personas comparten. Se puede no entender, pero no se puede discutir sobre algo así. Cabe analizarlo desde una perspectiva académica, pero es una pésima idea trasladar ese análisis a la política. Creará falsos debates, polarizaciones y, finalmente, la separación de esa opción política de las personas que comparten ese mundo. Es decir, su público. De la misma manera que es importante separar la banca de ahorro de la de inversión, hay que separar los proyectos electorales de las visiones teóricas. Si se quiere hablar de ayudas, adelante, pero sin dilemas. Mucho menos, superioridad moral. “Menos imágenes y más ayudas sociales” puede parecer un buen mensaje, pero el dilema emocional-material acaba volviéndose contra quien lo promueve. No se puede ganar una discusión sobre eso. ¿A cambio de qué prescindiría el tipo de mediana edad de su taladro? Correcto. No lo cambiará por nada. 

Ajedrez y crucigramas

Podemos ir un poco más. Podemos dar nombres al tipo del taladro y su padre, Juan y Antonio, por ejemplo, y también podemos añadir una madre fallecida en un accidente de circulación dos años antes; un recuerdo que provoca que el anciano no salga de casa. Incluso, que no quiera ir en el coche de su hijo a ver a los nietos. Concha, que siempre hacía el crucigrama del diario, era profesora de lengua en un colegio donde creó un grupo de ajedrez para los niños que no querían hacer deporte en el patio. Así, tanto el crucigrama como el ajedrez se elevan sobre otros elementos. No llegan al nivel del taladro, pero casi. Con nombres propios y sin el logo de los grandes almacenes, tenemos un relato, una historia humana con la que es complicado no conectar. Podríamos añadir a Mateo, el hijo de Antonio, con el que su abuelo juega al ajedrez y busca palabras en la tableta para que su abuelo Juan complete el crucigrama. 

Si está mínimamente bien construida, es imposible no empatizar con una historia humana porque somos humanos. Podemos ser más individualistas o tener diversos grados de cinismo, pero no podemos dejar de ser humanos y conectar con una narración en la que pasan cosas. Es lo que el profesor Fernández Burgos llama la «teoría del yogur». Después de ver impávidos las noticias del informativo, comienza la serie y, en el momento en el que un anciano muere a pesar de los esfuerzos de Meredith Grey, una lágrima cae en el yogur que estamos tomando de postre. Si el anciano es el señor Juan y el que ha llamado a la ambulancia es su nieto Mateo, que espera junto a su padre en la sala de espera con el crucigrama a medio hacer, es probable que acabemos necesitando clínex. No hay nada que pueda vencer a una historia humana con elementos concretos, salvo otra historia humana con elementos concretos. Los datos, desde luego, no.

Es algo que se explica bien en la película Inside Out. Los datos son bolas negras que se sitúan en interminables pasillos mientras que los recuerdos fundamentales son bolas de colores que sustentan las islas de la personalidad. La tonalidad depende de qué emociones han tocado ese recuerdo porque esa es la clave: los datos sobre seguridad ciudadana importan poco cuando Antonio explica en televisión cómo su padre, el señor Juan, fue agredido en la puerta de su casa cuando bajaba a comprar el periódico cuyo crucigrama hace todos los días. Enfrentar esa bola de colores con la oscuridad de los datos es un esfuerzo inútil. 

No siempre sucede de forma premeditada; pero, con esa base, es posible construir un discurso político: ya no hay seguridad en las calles, las administraciones no hacen nada, la ciudad está en decadencia, etc. Incluso, darle una vuelta más: hay que endurecer las leyes, hay que dar más capacidad a la policía. También, señalar a determinados grupos como responsables de la inseguridad y a otros, como corresponsables por no apoyar las medidas duras. Da igual que se explique que ese endurecimiento no sirve para nada. No hablamos de números, sino del señor Juan. El dilema emocional-material acaba volviéndose contra quien lo promueve. No se puede ganar una discusión sobre eso. La estructura estatal sólo pudo imponerse a la religiosa cuando desarrolló sus propios símbolos emocionales. 

El discurso sobre la ocupación de viviendas se ha construido así, al igual que el que buscaba acabar con los impuestos al rentismo, sucesiones o patrimonio. Un señor Juan aparecía ante las cámaras lamentándose de que alguien le había dejado sin casa o un abogado explicaba cómo un niño Mateo tenía que renunciar a la herencia de su abuelo por los excesivos impuestos. Las historias se presentaban sin el contexto que las explicaba. Los padres del niño Mateo no habían hecho efectivo el pago de los impuestos durante una década y habían dejado acumularse tasas y recargos hasta que la situación había llegado a ser insostenible. Solo ha podido llevarse un juego de ajedrez, dice el abogado, mostrando un peón. Jaque mate del peón. Si el contexto llega después, es complicado que borre nuestra lágrima en el yogur ante un niño que tiene que renunciar a la memoria de su abuelo detrás de un rótulo que lo presenta como “otra víctima del impuesto de sucesiones”. Por eso, apenas hay historias de desahucios en los programas matinales. Las hubo hace años, pero prácticamente desaparecieron. Tampoco ha habido más niños Aylan. 

Trabajo, vivienda y servicios públicos

Entrar a discutir las historias humanas es una trampa, lo mismo que los debates sobre esos elementos concretos que unen a los grupos sociales. En los momentos de crisis, cuando hay un cambio de modelo económico que arrasa con todo, es fácil volver la mirada hacia atrás y buscar las instituciones sociales donde se había desarrollado la vida en común. Los lazos protegen. Discutir sobre eso es inútil. En las redes sociales, no se pueden ganar debates sobre la familia, la pareja, los hijos, las tradiciones o las costumbres. Mucho menos, con argumentos académicos. Mucho menos, cuando son historias humanas con elementos concretos: el crucigrama del abuelo Juan, las lentejas de la tía Adelaida. Incluso, es probable que provoque el acercamiento de esas personas a opciones políticas que aparentan compartir los símbolos. Solo aparentan, ya que también defienden el modelo económico que arrasa esas instituciones. 

Es algo que lleva sucediendo décadas en Estados Unidos y que George Lakoff explicó en No pienses en un elefante: reemplazar el debate político por la contienda de los valores para mantener el modelo económico, aunque arrase con esos mismos valores. Hay que evitar la tentación de debatir y provocar esas falsas polarizaciones: están en contra de la familia, están en contra de la Semana Santa, nos quieren decir cómo tenemos que vivir. La clave es devolver el debate a la política. No pienses en un taladro, sino en trabajo, vivienda y servicios públicos. Ahí también hay historias humanas y es ahí donde se deben conectar conceptos de vida en común como la familia, la pareja, los hijos, el barrio, las tradiciones o las costumbres. No se pueden ganar unas elecciones contra el pasado, sino mirando al futuro. 

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