Opinión
La hospitalidad de los idiomas
"Los nacionalismos que cierran son los que se construyen desde arriba, no desde abajo. Las lenguas capaces de excluir son las del poder, no las de la resistencia", reflexiona la autora.
¿Sabéis qué? Contra todo pronóstico, lo conseguí. Aquello con lo que soñaba antes de la pausa estival de estos artículos: un verano sin noticias. En estos meses en los que no nos hemos leído he estado viajando, viviendo a tiempo lento, ocupándome de esas labores para las que nunca nos da la vida –y que son, básicamente, la vida–.
Entre las historias de este tiempo que traigo en la maleta, hay una que tengo especiales ganas de compartir. Durante quince días de septiembre estuve participando en una preciosa aventura llamada Ámeto Mítico. Se trata de una iniciativa de la gallega Fundación Uxío Novoneyra, una entidad que cuida del legado del poeta cuyo nombre lleva. Es un autor que dejó escrita, sobre todo, su tierra. La toponimia, la memoria, los paisajes están en el corazón de unos textos que tienen, así, algo de mapa. Es por eso que sus herederas han pensado que una buena forma de honrarle es invitar a otras personas que escriben a conocer ese mundo suyo. Y como para conocer un espacio lo más fructífero suele ser recorrerlo a pie, su propuesta para esa gente a la que invitan es la de lanzarse a hacer el Camino de Santiago, y luego escribir sobre la vivencia.
Así que en esas anduvimos, nunca mejor dicho. Fue un viaje bello e intenso, pero no es eso lo que os quiero contar. Lo que os quiero contar es algo que ocurrió en él y que, en estos tiempos de desfiles hostiles y puertas cerradas, me pareció un pequeño milagro que atesoro desde entonces como un regalo, y también como una ventana desde la que mirar este mundo que tantas veces quiere dejar a la gente fuera.
Aquella comitiva que caminaba junta y escribiendo la componíamos seis personas. Uno era irlandés, otra húngara, la menda y otra compañera veníamos de Madrid (aunque llegadas allí desde otras partes) y dos personas más eran gallegas. Esto, que parece el comienzo de un chiste, era, entre otras cosas, un pequeño Babel. Y es en esa torre de lenguas donde comienza el cuento que traigo.
Uno de los cometidos que teníamos en nuestro viaje era dar talleres de escritura en centros educativos –escuelas e institutos que estaban casi siempre encaramados en montañas a donde no llegan demasiado a menudo las visitas–. En esas sesiones, hay una pregunta que repetíamos siempre. La hacía Luis L. Alonso, uno de los poetas gallegos. Contaba un poco la composición del equipo y entonces planteaba:
-Y toda esta gente, ¿en qué lengua creéis que nos comunicamos?
Las respuestas eran las que cabía esperar. “¡Inglés!”, saltaban los más. “Español”, decían algunos otros.
Nadie daba con la respuesta correcta.
–Pues no –desvelaba entonces Luis–. Nos comunicamos en gallego.
Y era verdad, para perplejidad del auditorio y, a veces, también un poco de nosotras mismas. La lengua vehicular de aquella tribu provisional e itinerante era esa, minorizada y tan largamente castigada, que hablaban entre sí nuestros anfitriones. Era en ella en la que se cruzaban las traducciones de las amistades nuevas, y la que se ponía como destino en el Google Translate para poner en el grupo de Whatsapp mensajes logísticos. Pero lo insólito, para mí, no fue esa elección, que puede ser una opción consciente y política que me resulte relativamente familiar. Lo insólito para mí fue caer en la cuenta de que viví ese hecho como un gesto de hospitalidad.
Creo que no me había ocurrido nunca. Me di cuenta de pronto, mientras caminaba a través de algún bosque intentando seguir a mi com-peregrina Arancha Nogueira el doble paso de las piernas más largas que las mías y de un idioma en el que yo siempre iba algo tarde en las respuestas. Me hablaba de amores y dolores y lo que fuera a toda velocidad en un gallego del que a veces tenía que pedirle traducción, y pensé que habría sido por el contrario hablarme en mi lengua lo que me habría puesto en una condición de forastera.
Qué contraintuitivo, ¿verdad? Tenderíamos a pensar que es al contrario. Cuando nos hablan en una lengua que no es la nuestra, lo habitual es que lo sintamos como una exclusión. Cuando, de hecho, pueden hablarnos en una lengua que sí compartimos y toman otra decisión, podemos sentirlo incluso como una cierta violencia. Y, sin embargo, aquella naturalidad de que se dirigiesen a una en gallego, y de entenderlo casi todo pero siempre un poco a medias, y de responder en castellano pero poco a poco aprendiendo al menos las palabras elementales de la amabilidad, era algo que yo vivía, en aquellos días, como una forma del acogimiento.
Al tratar de desentrañar por qué me ocurría esto, me pareció que la respuesta era tan evidente como la diferencia que media entre el poder y la resistencia. La diferencia entre dejar a alguien a la intemperie y abrir la puerta de un secreto.
Hablarte en una lengua minorizada, maltratada, largamente despreciada, es decirte: confío en ti, puedes entrar a mi casa.
Y entonces me di cuenta también de que yo no tenía la llave para abrir la puerta de la mía. Yo no tengo una lengua que sí podría tener.
–¿No escribes en asturiano? –me preguntaban a veces mis nuevos amigos.
Y yo tenía que decir que no. Que esa lengua que podría ser la mía, no la hablo. Porque cuando era niña no se enseñaba en la escuela. Porque cuando empecé a escribir, eran muy pocas las personas que la valoraban como lengua literaria. Porque ni siquiera se me ocurrió. Porque cuando todo esto empezó a importarme, ya llevaba mucho tiempo lejos de Asturias.
Para abrir a mis nuevos amigos las puertas de mi casa yo solo tenía una lengua del poder, y como mucho algunas pocas palabras sueltas.
Pocos días después de volver a Madrid, seguí a distancia la manifestación que, como cada año, recorría Oviedo para pedir la oficialidad de esa lengua que podría tener y no tengo. Los titulares decían que, tal vez, si las cosas van bien, podría ser la última. Hay cierto optimismo respecto a que el asturiano pronto se convierta en la quinta lengua cooficial del Estado, llevando a meta una lucha de décadas. Las redes ardían como es su costumbre por los comentarios exaltados de alguna gente que se empeña en decir que no existen las cosas que sí existen.
Vivimos en tiempos enfurruñados, en los que reivindicaciones como la de preservar una lengua a menudo se leen como actos de cerrazón o de guerra. Como si se tratara de apuntalar identidades, de andamiar casillas, de tender fronteras. Pero eso bien puede ser un problema de perspectiva, del ojo que mira y juzga. Los nacionalismos que cierran son los que se construyen desde arriba, no desde abajo. Las lenguas capaces de excluir son las del poder, no las de la resistencia.
Después de desvelar en qué idioma nos las apañábamos para entendernos los seis escritores caminantes que parecíamos protagonizar el comienzo de un chiste, en los colegios e institutos Luis siempre lanzaba una misma invitación:
–Ojalá queráis pensar sobre esto. Ojalá reflexionéis sobre cómo queréis recibir a la gente con la que os encontréis en el mundo, sobre cómo queréis comunicaros con quienes vienen de otra parte. Si cambiando para adaptaros a lo que nos han dicho que es más universal, más válido o más importante; o si dejándoles ver quién sois realmente y lo que tenéis para ofrecer.
Ya es otoño y regreso a este espacio de escritura. Y me digo que esta es la pregunta que me traigo también para los meses que vienen, porque va mucho más allá de una cuestión de idiomas.
Como ocurre siempre con los idiomas, por otra parte.
Emocionóme lo que cuntes, Laura, porque amuesa una sensibilidá en contraste con estos tiempos en que paez espardese’l mieu a la diversidá y a que reconocer a otres-yos dea drechos. ¿Una sociedá plural y xenerosa o una medranosa y totalitaria?