Opinión

La tauromaquia sí es arte (y debe abolirse)

"El toreo será abolido, si no por decisión parlamentaria –lo que sería lo suyo–, por abandono de una sociedad que ha madurado, se ha sofisticado, da la espalda a los festejos crueles y viene a proclamar: la tortura sí es arte y sí es cultura, pero no debiera serlo", reflexiona el autor.

Una plaza de toros. CIVIO

Uno lo ha gritado en las manifestaciones antitaurinas a las que ha acudido en Gijón (y con las que se ha conseguido que dejaran de celebrarse corridas en la plaza de El Bibio): «La tortura ni es arte ni es cultura». Pero no es cierto. No tenía por qué serlo: una pancarta, el lema de una mani, no son un paper. Acá podemos decir la verdad, en todo caso: la tauromaquia sí es cultura; es incluso arte; es, más aún, aquella Gesamtkunstwerk que anhelaban y perseguían los románticos alemanes, la obra de arte total.

La corrida de toros es –decía Salvador de Madariaga, y tenía razón– un arte de artes al que concurren en tromba el drama, la escultura, las artes plásticas, el ballet, la música. El torero, actor y director de una dramaturgia, escultor de sí mismo, pintor del retrato propio, un bailarín, un Nuréyev de una danza de sangre y muerte en cuyos lances, tercios y suertes resuenan significados profundos que remiten a la pugna entre el ser humano y la –su– naturaleza, al misterio de la vida. Los cronistas repipis tienen razón, alguna razón, cuando dicen que el matador escribe poesía con la muleta, porque hay a veces poesía en la no poesía, todo lo es de algún modo, e igual que hay prosa poética, también pueden ser líricas, poéticas, la tortura y la muerte estetizadas de un gran mamífero.

Se vuelve a debatir sobre los toros estos días de anuncio de un bono cultural del que inicialmente se dijo, se desdijo después, que incluía las corridas. Pendencia antigua esta: ya don Gaspar Melchor de Jovellanos abogaba por la abolición de estos festejos y el Cossío incluye un apartado sobre antitaurinismo porque la oposición al toreo forma parte de la historia del toreo desde sus mismos inicios.

Siguen publicándose panfletos en defensa de la fiesta y en su ataque: Rubén Amón escribe por ejemplo El fin de la fiesta y proclama que «los toros son un arte escénico llevado al extremo»; «un ejercicio extremo de la estética que transita a las cinco en punto de la tarde entre el erotismo y la muerte». Y tiene razón. La tiene porque el arte puede incluir sufrimiento, sufrimiento extremo incluso: el de Marina Abramovich durante sus performances, el de las víctimas del Tercer Reich que Leni Riefenstahl sublimó estéticamente en películas llamadas Olympia o El triunfo de la voluntad y que revolucionaron el Séptimo Arte, el de Elizabeth Siddal posando sumergida en una bañera durante días y en invierno para que John Everett Millais pintase Ofelia y contrayendo una severa neumonía que la volvió adicta a los tranquilizantes, de sobredosis de los cuales acabaría muriendo años después.

El compositor Karlheinz Stockhausen dijo en ocasión célebre que los atentados del 11-S fueron «la mayor obra de arte de todos los tiempos: el hecho de que unos tipos se preparen como locos para un solo acto durante años y lo ejecuten una vez y mueran en la ejecución hace que sea algo único». Polémicas como no podían no serlo aquellas declaraciones –probablemente muy inoportunas–, Stockhausen, también él, tenía razón.

No es la de si es arte si hay sufrimiento la pregunta correcta, sino si el arte, la condición artística, justifica, puede justificar, dignificar, blindar el mal, el dolor, la muerte; si debemos considerar el arte como un círculo excelso de bondad y belleza, libre de, ajeno a, la legislación corriente de los hombres o si, por más que nos maree el síndrome de Stendhal a la vista de la Ofelia de Millais o de una manoletina, podemos decidir que podríamos vivir sin la Ofelia de Millais, y que la Ofelia de Millais nunca debería haberse pintado al precio de truncarle la existencia a Elizabeth Siddal. Si no es saludable ver, con espíritu leveller y gafas de la Alianza de las Fuerzas del Trabajo y la Cultura, en las empresas culturales la misma trascendencia –no menos, no más– que en una piscifactoría o una fábrica de tornillos; en un artista o un literato la de un pescador o un obrero fabril; en una librería o un museo la de una pescadería o una ferretería, todo ello, todos ellos, sostén de nuestra vida de maneras distintas pero complementarias: necesitamos alimento para el cuerpo, alimento para el alma, y tornillos físicos y metafísicos que sostengan los techos que nos protegen. Pero, si sabemos suministrarnos los físicos con leyes sobre cómo deben pescarse los peces o fabricarse los tornillos (para no esquilmar los caladeros, para no contaminar el medio ambiente, para que el trabajo se desenvuelva el condiciones dignas para el trabajador…), debemos promulgarlas también para el arte. «El arte es necesario, pero no imprescindible», decía recientemente Antonio López. «¿Si dejáramos de pintar dos años pasaría algo? Absolutamente nada», decía también. Y tenía razón.

El toreo será abolido, si no por decisión parlamentaria –lo que sería lo suyo–, por abandono de una sociedad que ha madurado, se ha sofisticado, da la espalda a los festejos crueles y viene a proclamar: la tortura sí es arte y sí es cultura, pero no debiera serlo. Y que tiene razón.

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Comentarios
  1. Pensáis que en la RTVE no pueden ahondar más en el pozo de la indigencia profesional? Espera y verás, sujétame el cubata….

  2. Españistan en si misma es en si misma un puro anacronismo.
    » SPECIAL THANKS…………» : P$$$$$$$$$$$$$$$$ (—) €€€€€€€€€€ , ya sabéis…….
    Salud.

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