Opinión
Estar mal no está bien (aquí siempre se llora y frena del mismo lado)
Una cosa es que llorar sea necesario como catarsis emocional y en absoluto algo de lo que avergonzarse -en esto los hombres tenemos todavía mucho camino por delante- y otra que siempre toque llorar en el mismo lado.
Estamos a mil cosas y es fácil que se te forme un titular simplificado en la cabeza. “Abre una llorería en Madrid” ha sido uno de los de estos días. Después ya vimos que era un poco una maniobra comercial con falsos autónomos de por medio, primera sesión gratis y después ya con bajada de bandera en una especie de tienda pop-up del bajón para beneficio de una empresa privada.
La cosa se quedaría ahí si no tuviera implicaciones tan delicadas como el sufrimiento psíquico y emocional. Si la intención es, como se anuncia en dicho negocio, visibilizar este dolor, el atasco es evidente: podemos tirarnos la vida, como un grupo de música protesta que va dejando hasta de sonar de fondo, cantando las verdades del barquero y enseñando problemas sin que nada cambie. Tedioso y frustrante, que si fuera cosa de tener razón la cuestión de vivir vidas mejores, estarías leyendo esto con un daiquiri y no entre trasbordo y trasbordo. Aquí si se ha avanzado en materia de vivienda ha sido bastante más por las plataformas antidesahucios y las patadas en la puerta de madres coraje que por Callejeros preguntándole a los habitantes de una chabola que cómo pueden vivir así.
Parchear la salud mental es querer matar a Michael Myers de Halloween a pellizcos. Visibilizar es el medio, no el fin. Es importante expresar malestares, pero mucho más lo es pasar a la siguiente fase y suavizarlos, curarlos, ahogarlos en soluciones que han de ser políticas. Profesionales públicos bien pagados y legislación e inspección que impida a las empresas disponer de manera ilegal del tiempo de nuestras vidas, ni qué decir tiene maltratarnos en el legalmente estipulado. Excusas y frenos siempre va a haber para que cualquier intento de mejora se encalle. El fascismo vino a eso. No estamos mal porque como sociedad estemos desorientados o seamos víctimas de un hechizo global, ni siquiera podemos decir que estamos mal: unos están de pena y otros no solo no, sino que necesitan que los primeros no levanten cabeza. Las heridas no se hacen solas y las razones por las que es habitual que algún trabajador o trabajadora llore esmorecía en los lavabos de las oficinas no están en los astros.
Estar mal no está bien. Asumirlo se parece a lo que seguramente desearía que aceptemos cualquiera que nos haga sentir así: mal. Poco más y le tenemos que dar las gracias por “vivir la experiencia humana al completo” o algo así. Una cosa es que llorar sea necesario como catarsis emocional y en absoluto algo de lo que avergonzarse -en esto los hombres tenemos todavía mucho camino por delante- y otra que siempre toque llorar en el mismo lado. La frase “una lloradita tranqui y a seguir” puede ser un buen resumen del horizonte a evitar a toda costa. Si Satanás existe, me lo imagino firmando volantes médicos con esa frase.
En esta urgencia emocional que también lo es de tiempo, corremos un peligro. Como ocurre con las crisis económicas que el capitalismo surfea de forma cíclica -ya es imposible diferenciarlas porque el capitalismo es la crisis-, el riesgo es que la responsabilidad caiga siempre donde no es. Todavía estamos esperando a ver cuándo quienes cotizan en el Ibex tienen que practicar la resiliencia, o cuándo quienes marcan opinión pública conservadora o linchan a quien aporta tienen que olvidarse de las redes y entregarse a la ornitología en plan detox digital. Eso sí sería un descanso. Aquí la grinta, bonita palabra del italiano que pinta una mezcla de energía y cabezonería, la tienen que poner siempre los mismos.
Quienes reciben como tareas normalizar lo anormal y parar lo imparable, quienes tienen que respirar hondo y soltar aire lento: los y las mismas. Quienes tienen que moderar sus planes o cancelarlos en lugar de que haga lo propio una junta de accionistas. Quienes tienen que reinventarse y ser resolutivos y estar guapas siempre aunque precisamente la explotación sea más vieja más cutre y más fea que picio. Quienes reciben condescendientes recetas de pausa, freno, ensimismamiento, mirar la pared, hacernos los muertos: los mismos y las mismas. No, perdone, no quiero un chute de heroína sino vivir, mi casero no me baja el alquiler por usar menos las redes sociales ni el tren que tengo que coger a las 9 sale a las 10.
Hay que tener cuajo para acercarse al cuerpo moribundo de un pájaro atropellado por un tren de alta velocidad y decirle hombre, me lo dices y te vendo una armadura. El debate de si sindicato o psicólogo es falso, esto ya se ha dicho. Quizá es tu jefe -entiéndeme, es un poner, un jefe equis, que para esquivar responsabilidades bien que les gusta desdibujar su perfil- el que los necesita a ambos: un sindicato enfrente y también gastarse un tercio del sueldo en terapia pero para él. En esta crisis del tiempo, es un peligro normalizar no llegar e interiorizar culpa por considerarnos demasiado desorganizados, faltos de eficiencia, desconcentrados. Lo es también relativizar nuestros deseos y necesidades sociales. Y también el descanso viciado que no vicioso, el que es mera carga de pilas para seguir. Asusta normalizar que el tiempo libre lo sea a la defensiva. Me decía Azahara Palomeque que en Estados Unidos llaman power nap a una cabezadita en mitad de la jornada: una breve siesta para poder seguir echando carne a la picadora. Que muy normal tampoco debería ser tener más sueño que sueños.
Creo que el grueso de la sociedad padecemos del síndrome de Estocolmo, una de las enfermedades más difíciles de curar pues el paciente o no es consciente o no quiere ser curado.
Me pregunto si amamos o como mínimo sentimos aprecio por nuestros verdugos: capitalismo, franco/fascismo, nacionalcatolicismo, déspotas, caciques, ect. o se trata de que estamos manipulados y desinformados sin percatarnos de las garras que nos tienen sometidos o es que tenemos miedo de enfrentarnos a ellas.
Como decía el CHE: vale más morir de pié que vivir de rodillas.