Opinión
No heredaremos libros y plantas
Quiero una casa porque la merezco. La merezco por derecho, el de la propia existencia, igual que la merecía mi abuela y la merece mi madre. Yo no soy más que ellas. Quiero una casa porque la necesito, porque aun con todo lo vivido no me siento adulta.
Justo antes de que se anunciase la nueva Ley de la Vivienda estaba tomando un café con mis compañeros de oficina. Hablábamos, por casualidad, de lo caras que son las viviendas. Tuve un pequeño rifirrafe con una de mis compañeras. Ella defendía que el precio al que alquilaba su piso era el de la zona, yo insistía en que ella sabría si realmente su vivienda costaba lo que pedía.
Al verme agitada, me preguntó que por qué me encendía tanto el tema. Es verdad, llevo un tiempo que no soy capaz de hablar de la vivienda sin alzar la voz y cuando estoy en privado rompo a llorar. ¿Cómo no me va a desgarrar un tema que siempre ha sido central en mi vida?
Desde pequeñita nunca me gustó mi casa. Era un bajo, pequeño, con muy poca luz y no tenía una habitación propia. Me gustaba mucho quedarme a dormir en las casas de mis amigas. Todas eran más grandes y todas tenían habitaciones solo para ellas, incluso varias plantas, como la de mi amiga Claudia, un chalé en Leganés. Esa era mi favorita. Mi madre nunca me lo dijo, pero yo creo que a ella tampoco le gustaba nuestra casa. Antes vivíamos en una más bonita, pero tuvimos que volver a la que la vio crecer a ella. Era la casa de mi abuela. Una especie de epicentro familiar por el que pasaron un montón de personas que, por un motivo u otro, no tenían donde quedarse.
A mi abuela no le gustaba que nos quejáramos. Esa casa fue su oportunidad cuando también ella tuvo que abandonar la suya. La de su pueblo, donde había dado a luz a su hija. Por eso no podíamos quejarnos, porque sin esa casa a ver dónde hubiese ido ella. Porque los curas para los que trabajaba se la dieron y había que estar siempre agradecidas a ellos. Cuando crecí comprendí que no era a los curas a los que había que agradecer nada, sino a sus manos con artrosis que limpiaban y cocinaban del colegio de los curas. A esas manos que entonces no entendía cómo podían doblarse de esa forma.
Como cualquier niña crecí fantaseando con qué iba a ser de mayor y cómo sería mi casa, teniendo la certeza de que lo que le pasó a mi abuela y luego a mi madre a mí no me ocurriría. Con el tiempo fui descartando ideas. Seguramente no podría tener el chalé de Claudia, pero sí un rincón donde guardar muchos libros y plantas. Me gustaba contárselo a mi madre. Ella alimentaba mi fantasía con un “estudia y trabaja, así lo tendrás”. Por eso, como Pablo Casado, creí que con una nómina sería suficiente para el rincón de libros y plantas.
Yo creo que a Pablo de pequeño sí le gustaba su casa. Me la imagino grande, con un salón muy amplio donde hablaba con sus padres de qué sería de mayor y dónde viviría. Seguro que a Pablo el chalé de Claudia no le impresionaría y tendría un plan mucho mejor. Aunque la verdad es que yo creo que la mayor parte de su tiempo no se preocupó por esto. Me lo imagino compartiendo piso mientras estudiaba. Una cosa modesta, nada de excesos para un universitario. Sin más preocupación que sacar buenas notas. Dudo que Pablo pensase a menudo en si iba a tener una casa. Yo en cambio cada paso que daba era en esa dirección. Cuando recorría Madrid de norte a sur para poder llegar a clase después de las prácticas solo veía una cosa: mi rincón de libros y plantas. Cada fin de semana atendiendo a un montón de familias que parecían tener una casa bonita pensaba que después de eso vendrían los libros y las plantas.
Por eso, como Pablo, durante muchos años también pensé lo que el afirmó la semana pasada, que con una nómina podría pagarme una casa. A mí me lo dijo mi madre porque creía que estudiando yo sí lo conseguiría. Seguro que a Pablo también se lo dijeron sus padres, pero con la certeza de quien tiene el patrimonio asegurado por herencia.
Ya han pasado años desde esas conversaciones con mi madre. Yo ya no estoy tan eufórica y ella ya no me dice las mismas cosas. Por cómo me mira creo que también sabe que lo que me decía no era verdad. A veces se pone triste porque piensa que no quiero vivir con ella. Que me enfado tanto por no tener una casa porque es ella la que me molesta. Yo no lo arreglo porque ya no sé hablar del tema. Cada vez que alguien lo menciona me entran ganas de llorar. Me puede una angustia que no soy capaz de controlar. Estoy enfadada, pero sobre todo agotada. Cansada de tener que justificar por qué merezco tener mi propio techo. Mi rincón de libros y plantas. Estoy cansada de explicar por qué no quiero compartir piso, de regañar cada vez que alguien me sugiere que busque vivienda en otro lugar. ¿Por qué tenemos que hacer nosotros esos esfuerzos? Esta nueva Ley de Vivienda habla de grandes propietarios a partir de diez viviendas. Que renuncien ellos. Nosotros ya hemos hecho bastante y con el peor de los resultados: pensar que no ha valido para nada.
Quiero una casa porque la merezco. La merezco por derecho, el de la propia existencia, igual que la merecía mi abuela y la merece mi madre. Yo no soy más que ellas. Quiero una casa porque la necesito, porque aun con todo lo vivido no me siento adulta. Porque hay quien no recuerda con ternura conversaciones en una cocina con su madre porque su casa nunca ha sido segura y necesitan un lugar donde no tener miedo y sí muchos libros y plantas.
No puede sonar todo esto que escribo más loco que la idea de tener asegurada la vivienda por haber nacido en una casa bonita y tener una buena herencia.
Lo que te decía tu madre era verdad Cristina.
Lo que ha sucedido es que por nuestra inmadurez o falta de sabiduría hemos permitido que el neoliberalismo nos haya engañado, nos haya hecho creer que él es la «tierra prometida», hayamos sacrificado a ése dios falso nuestros valores, ahora nos encontramos sometidos a él y sin las armas con la que debemos combatirle si queremos volver a ser libres: PRINCIPIOS Y VALORES.
Luchar persistentemente y sin perder las esperanzas por nuestros derechos y libertades que es luchar por la de todxs.
Vivir con sencillez, pasar de pijos. No manifiestan otra cosa que ignorancia e inmadurez.