Opinión
Mierda
"Básicamente, el Estado es la gestión de la mierda. En otros terrenos públicos, como la seguridad, la legislación o los ritos, siempre ha habido competencia; sobre todo, de las religiones, pero nadie ha querido meterse con los desechos", reflexiona Jorge Dioni.
El dinero está mejor en los bolsillos de la gente. Pero, ¿y la mierda?, ¿también está mejor en los bolsillos de la gente? La primera frase es uno de los mantras del neoliberalismo y está calando con fuerza. Pagamos muchos impuestos, se dice, una afirmación que siempre hay que desligar de la realidad y unir a algún elemento borroso, casi kafkiano, como la idea de una máquina burocrática e ineficaz que devora recursos con un apetito pantagruélico. Cuando aparece la realidad, llegan los matices. Por ejemplo, esa máquina burocrática e ineficaz ha salvado dos veces al eficiente sector privado en lo que llevamos de siglo. Y las que quedan. En el actual modelo económico, el Estado es la principal fuente de recursos. Se llama colaboración público-privada.
Huir de la realidad parece complicado, pero no lo es. Así, es probable que una persona –o un periódico– se queje de la hipertrofia del Estado y defienda que la administración tiene que adelgazar y, un minuto más tarde –una página más tarde–, se queje de los problemas con el servicio de empleo para tramitar un ERTE o de las dificultades para gestionar un crédito público. Unir ambas cosas parece obvio, pero no lo es. Hacerlo obligaría a modificar las primeras afirmaciones y preferimos vivir con una contradicción tan explícita a admitir que estábamos equivocados o, más aún, a reconocer que la realidad puede hacernos cambiar de opinión. En muchas ocasiones, la visión del mundo es más poderosa que el propio mundo. Como sostenía Mark Twain, es más fácil engañar a un tipo que convencerlo de que ha sido engañado.
Los discursos sobre “luchar contra el Estado” o “enfrentarse al Estado” lo reducen a la parte superior y más visible, el Gobierno, el Tribunal Supremo, la monarquía, etc. Es una reducción que se mueve entre Kafka y Orwell y que tienen más de proyección que de proyecto, ya que se suele hacer desde el propio Estado. Los diversos niveles de la administración, autonómica, provincial o municipal, son también Estado y, si no se llevase haciendo muchos años, parecería insólito cómo se puede sostener que se está luchando contra algo a lo que se pertenece. La lucha “desde dentro” es cada vez más habitual, lo que lleva a un punto en el que es complicado distinguir el odio del auto-odio.
Esa lucha “desde dentro”, además, tiene la confianza de que todo va a seguir igual. Por alguna razón, se considera que el actual modelo de Estado es dúctil, casi irrompible, y que todo va a seguir funcionando más o menos igual por el poder de la inercia. Es decir, que el cierre de centros de salud no tendrá ninguna relación con el consumo ni con la productividad ni con el fracaso escolar ni con la seguridad ciudadana. Ni que estos cuatro factores puedan estar relacionados entre sí. El Estado es como un juguete, lo aguanta todo, hasta que un día alguien se da cuenta de que la risueña barriguitas es un muñeco de vudú y que hay consecuencias. Si se tira el agua, no hay agua cuando hace falta tirarse a la piscina.
Estado mínimo
Volvamos al inicio: ¿qué pasa con la mierda? Básicamente, el Estado es la gestión de la mierda. En otros terrenos públicos, como la seguridad, la legislación o los ritos, siempre ha habido competencia; sobre todo, de las religiones, pero nadie ha querido meterse con los desechos. La recogida de basuras o las canalizaciones de aguas sucias fueron grandes inversiones públicas que se fueron extendiendo al comprobarse que, a más limpieza, menos epidemias. Este verano, las raíces de una encina atoraron la canalización de la casa de un familiar. Gracias a las indicaciones del vecino, maestro albañil, abrimos el suelo y despejamos el cauce; pero, entre tanto, retrocedimos unas décadas y hubo que gestionar la mierda. Es decir, Estado mínimo.
Hay gente que cree que un Estado mínimo es un lugar sin impuestos ni legislación, donde cada uno gestiona su propio dinero y desarrolla sus proyectos sin burocracia. No, un Estado mínimo es un sitio en el que todo el mundo tiene que gestionar su propia mierda. El Estado es que salga agua potable del grifo y poder tener la misma confianza en todo lo que nos llevamos a la boca, ya sean manzanas, yogures, carne mechada o los órganos sexuales ajenos, ya que existe un sistema sanitario público. El Estado es que haya luz por la noche y que, al otro lado del teléfono, haya alguien si pasa algo. No hay nada más Estado que sanidad, educación y seguridad. El que los tres sigan siendo servicios públicos será una de las grandes cuestiones de los próximos años. O no. Igual ya hemos decidido que cada uno se apañe como pueda.
Lo fascinante no es que haya gente que esté convencida de que el sector privado podría proporcionar los mismos servicios, la misma seguridad cotidiana, que el sector público. Es algo que no piensa ni el propio sector privado, que siempre está pidiendo un marco regulatorio estable; es decir, que el Estado le garantice el mecanismo y los resultados. Lo fascinante es que hay gente que cree que, en esa situación, le iría bien. Un Estado mínimo es un sitio en el que todo el mundo se come su propia mierda, salvo que pueda obligar a otros a hacerlo. Es la ley del más fuerte y fuerte quiere decir fuerte; no vale con hacer la pelota al fuerte.
Es curioso que circule el concepto de soberanía individual en Occidente, un lugar donde es escasísimo el número de personas que serían capaces de proporcionarse alimento, vestido o seguridad. Probablemente, todo es cuestión de identidad. Cuando no sabes hacer nada, es interesante mostrarte cínico y duro si eso no tiene consecuencias. Qué autoestima tiene que tener una persona para pensar que podría sobrevivir en Libia, lo más parecido a Estado mínimo que conocemos, cuando el mayor problema que ha tenido que soportar en la vida es que no funcione el aire acondicionado o que al pedido le faltaban las patatas fritas. Supongo que la misma que se necesita para decirle a una deportista olímpica que lo ha hecho mal, la de no haber tenido nunca ningún problema.