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Marc Casals: “Bosnia es una celebración de la vida y su peso”
Entrevista al escritor Marc Casals, quien acaba de publicar el libro 'La piedra permanece' (Libros del KO, 2021), una crónica sobre Bosnia-Herzegovina.
No está mal elegido un día de lluvia para hablar de Bosnia-Herzegovina. El país solo tiene 20 kilómetros de mar, el saliente de Neum, que parte la costa dálmata croata en dos. Al otro extremo, en el norte, el río Sava hace de frontera natural entre ambos países. El Una sirve de límite occidental. El Drina toca con Serbia y fue literariamente inmortalizado por el premio Nobel Ivo Andric. Sus curvas hacen que en el habla popular, cuando un bosnio tiene que resolver algún complicado problema, se dice que tiene que “enderezar el Drina”. A orillas del Sutjeska se libró una de las batallas más importantes para la liberación de la ocupación alemana.
El Neretva es testigo de primera mano del entendimiento de siglos entre etnias en la ciudad de Mostar, a la que dan nombre los añejos vigilantes de su puente, most en bosnio. El derribo del Puente Viejo, el stari most del XVI, saltó a todos los telediarios del mundo el 9 de noviembre de 1993 convirtiéndose en uno de los símbolos de unas guerras yugoslavas aún con eco ahora. La primera vez que Marc Casals (Girona, 1980) contempló el puente, este no llevaba mucho tiempo reconstruido. Él tampoco en suelo bosnio, apenas una hora. Pero se dijo “algún día vivirás en este país”. Hoy lleva más de diez años viviendo en Sarajevo, en la que llama la “ciudad de su vida”, pero a la que sigue mirando con ojos hambrientos. Como a todo el fascinante país que recorre en las dieciséis historias del libro La piedra permanece (Libros del KO, 2021).
Bosnia es un país de interior casi por completo. Sin embargo, el agua, a través de sus ríos, parece tener una papel inesperadamente destacado.
Sí, de hecho el libro comienza con el epígrafe de que el agua fluye y la piedra permanece. Los ríos son importantísimos, cada ciudad establece un vínculo fuerte con el suyo. También los puentes, en la arquitectura otomana. El de Mostar incluso da origen a la ciudad. Cada río tiene una personalidad muy marcada. Incluso un color muy específico. El Drina tiene un azul imponente; el Una es así más verde, más bucólico; el Sava es más fangoso; el Neretva, turquesa. Algunos personajes del libro entablan una relación con estos ríos. En ellos ha pasado desde lo más bonito a lo más atroz.
Supongo que no ha sido fácil saldar la deuda de generosidad que los entrevistados han tenido en el libro.
Sentía mucha responsabilidad. Hay cosas muy íntimas. Bosnia es un país en disputa y polarizado y no quería que hubiera nada que pudiese perjudicar a nadie, aunque eso es difícil de controlar. A casi todos los conocía de antes.
¿Qué es Bosnia hoy, para un chico o una chica de 20 años, para alguien que haya nacido en este, en teoría, pacífico siglo?
No tienen muchas perspectivas. La enseñanza está bastante corrompida, los profesores suelen ser un poco despóticos. Para encontrar un buen trabajo hay que pagar. Los empleos públicos o semipúblicos son los únicos bien pagados; esos y los de las organizaciones internacionales. Muchos chicos terminan yéndose a Alemania o Austria. Hubo una oleada de emigración yugoslava a partir de los setenta a esos países, también a Suecia o Países Bajos, y ya tienen familiares o conocidos allí.
El cliché dice que los Balcanes son un territorio maldito. “Los Balcanes son eróticos”, dice también el escritor Ivan Lovrenovi, especialmente para un Occidente “superficial, que vive el mundo en dos dimensiones sin profundidad”.
Bosnia es un lugar que sí que creo que tiene una fuerza particular. Algo que te agarra. Esa atracción que tienen ciudades como Sarajevo es real, yo la he sentido. He llevado a gente allí, gente que luego se obsesiona, ve documentales, se compra libros. Son países, por otro lado, donde te sientes muy seguro, yo no he tenido apenas problemas. Tuve que encontrar equilibrios más complicados que el que hay entre mostrar esa atracción primaria por los Balcanes y el peligro de estereotipar.
Uno de los capítulos cuenta la historia de la difícil relación de una pareja mixta de serbio y bosníaca, Mladen y Azra. ¿Son hoy una rareza estas uniones?
En Sarajevo hay un 90% de bosníacos; en Banja Luka los serbios son una inmensa mayoría; en Tuzla sí hay una cierta mezcla, pero en Mostar es difícil. Lo digo porque ya ni en las ciudades hay muchas posibilidades de que se conozcan dos jóvenes de etnias distintas.
La huella de la guerra intenta marcar cada mirada hacia Bosnia. En el libro trata mucho el presente. El silencio, por ejemplo, que envuelve a las Madres de Srebrenica y Potocari cuando se apagan los focos del 11 de julio, fecha del aniversario de la masacre. Habla incluso de turistas metiendo prisa en los puestos de souvenirs a las propias familiares de los asesinados, como Fazila.
He ido varias veces a Srebrenica, pero al funeral que celebran cada año solo una vez porque no me quedaron más ganas. Los serbios del pueblo de al lado, Bratunac, están muy nerviosos esos días. Hay toda una bola mediática que se va formando durante la semana. De los pocos problemas que he tenido en Bosnia fue allí, en un restaurante; había unos chavales serbios que me tomaron por bosníaco y me empezaron a decir que qué había ido a hacer allí. Hay un contraste con el resto del año, cuando allí no hay absolutamente nadie y de repente está todo lleno, y a cien metros del funeral de un genocidio los restaurantes están empalando corderos. Luego no pasan ni dos horas y no queda nadie hasta el año siguiente. Me chocó mucho ese contraste con la soledad que viven esas mujeres, los silencios y fantasmas que hay en esas casas. Es algo sobrecogedor.
Los bombardeos de la OTAN contra las posiciones de la República Srpska, por ejemplo los de Pale, causaron ataques de pánico, delirios y visiones a Dobrila, otra de las protagonistas de un capítulo. También recuerdas que hay una generación -en Literatura llamada “atropellada”- nacida a mediados de los setenta que quedó atrapada entre un mundo que ya no existe y otro al que no pertenecerá del todo. ¿Es la salud mental en Bosnia un asunto tan aparentemente principal como desde fuera podría parecer?
Dobrila porque tuvo que ser tratada psiquiátricamente, pero la mayoría no se trata, no habla; los hombres no suelen comunicarlo. Muchos tienen estrés postraumático. Hay silencios, pero también algún giro humorístico a las cosas, y hablan de la guerra recordando anécdotas absurdas, negras, por ejemplo. Es una forma de desviar el dolor. Hay un capítulo que descarté para el libro sobre Slobodan, un psicólogo a quien el ejército bosnio contrató durante la guerra para tratar a los soldados, entre ellos a supervivientes de Srebrenica que huían a Tuzla. En algunas situaciones, el trauma se activa, no como un recuerdo, sino como algo que crees que está volviendo a ocurrir.
Slobodan hablaba de un exsoldado que, caminando por el bosque, se encontró al guardabosques, que iba vestido de color caqui. Pensó que era un soldado enemigo. Una de las consecuencias de ese síndrome es que cuando empiezan a hablar, es un torrente. Si sale el tema, aquello sale a chorros. Me pasó con varias personas. Para las historias es bueno, pero luego hay que quedarse un rato más, haciendo bromas o cambiando de tema, para dejarles en un mejor lugar. Es impresionante la verborrea, quedas consternado.
“No me di cuenta de que tenía garganta hasta que comenzaron a estrangularme”, escribió el poeta Abdullah Sidran. ¿Hay un repunte de la fe y del islamismo?
De la fe, sí. El islamismo político, creo que salvo algunos pequeños núcleos, es un proyecto que ha fracasado. Pero el repunte de la fe también lo ha habido entre los serbios y entre los croatas. La fe es una especie de marcador identitario, y también es cierto que cuando se trata del islam puede llamarnos más la atención. Las identidades son dinámicas, las nuestras aquí también. Es verdad que para mucha gente en Bosnia, por su mezcla, el yugoslavismo era una solución útil al rompecabezas.
La bandera de Bosnia durante Yugoslavia era completamente roja con la federal de la estrella, pequeña, en una esquina. La nueva es eso, completamente nueva. Tiene poco más de veinte años y es un diseño del Alto Representante de la ONU durante la guerra, el español Carlos Westendorp.
Hubo un problema, porque se iba a utilizar el símbolo heráldico de la flor de lis, pero al haberla usado el ejército bosnio, los serbios y los croatas no estaban de acuerdo por considerarlo un símbolo bosníaco. Es una buena metáfora de aquella situación: no se ponen de acuerdo y viene alguien de fuera e impone una solución que no deja contento a nadie. No es que sea una bandera bonita, precisamente.
¿Cuál fue el papel de Bosnia durante el medio siglo de historia de Yugoslavia?
Un papel muy delicado, y no solo por la mezcla. Había territorios también diversos como la Voivodina serbia. Pero en Bosnia y en Croacia fue donde más cruenta fue la violencia interétnica en la Segunda Guerra Mundial. Para el régimen comunista era todo un reto recoser todo. Potenciaron Bosnia económicamente, sobre todo en cuanto a industria. En general, Yugoslavia pasó de ser una sociedad mayoritariamente agraria a una industrial, pero en Bosnia el proceso fue mucho más acentuado. Había una especie de cuotas étnicas informales de las que no se hablaba mucho. Cuando en 1974 el país adoptó una constitución federalizante, sí que hubo un intento de promocionar la cultura y las particularidades bosnias, pero al ser una sociedad donde todo se relaciona con vínculos sutiles cuesta un poco; siempre es más fácil vender un relato nacional monolítico. Entonces resurgieron los nacionalismos y la memoria oculta de la Segunda Guerra Mundial.
Dice «oculta». ¿Desde el propio Estado se intentaba evitar recordar lo sucedido en campos de concentración, como el croata de Jasenovac contra población mayoritariamente serbia o gitana?
Se le ponía un poco de sordina, claro. Había que hacer un país funcional. Estaba el relato de la lucha partisana de liberación nacional contra los ocupantes fascistas y sus colaboradores, pero no se decía muy bien quiénes eran estos, aunque ya se sabía quiénes eran los ustachas y los chetniks. Lo importante era destacar a la milicia plurinacional equivalente al país. Era una estrategia bienintencionada para cohesionar un país que salía de una guerra que en parte fue civil. Durante un tiempo se consiguió, pero algunas historias, en las casas, no se olvidaban.
¿Hay algo de yugonostalgia hoy en Bosnia? ¿Qué dice su termómetro?
Existe. Y quien la tiene creo que lo que echa de menos es una vida mucho más igualitaria y que sentían más digna. Puedes poseer más cosas ahora; antes tenías un coche, un piso y varias semanas de vacaciones, pero estaban todos igual. Hay estudios de psicología social según los cuales la gente no lleva tan mal la pobreza como la desigualdad. Esta genera mayor frustración. Creo que no es específico de Bosnia; en la Europa poscomunista, educados en la igualdad, el trabajo y la estabilidad, de repente entró este capitalismo en vena con millonarios y rezagados. Creo que sentían también que pertenecían a un país que estaba bien. Cuando me hablan de esto les digo que me gustaría tener una máquina del tiempo para viajar y comprobar si es verdad o están idealizando. Se quedan callados un momento, suspiran y dicen “era un buen país”.
Eso sobre todo en Bosnia, claro. En Croacia, por ejemplo, cambia bastante la opinión. Me interesaba mostrar también que Yugoslavia no era un paraíso, sino un lugar en el que la ciudadanía no se manifestaba hasta los 70 u 80 pero había descontento, más en el sentido nacional que social. Me interesaba darle más complejidad a la visión de Yugoslavia para evitar el fetichismo de parte de la izquierda extranjera.
Es muy interesante la tensión que cuenta entre lo urbano y lo rural que se da en Bosnia, tanto la de hoy como la histórica. Tanto en la actual Sarajevo como en esa Mostar en la que habla de la “raja” o sentimiento progresista y yugoslavista en contraposición a lo que muchos habitantes de la ciudad llamaban palurdos, gentes del campo más apegadas a sentimientos identitarios.
Sí, gente de Bosnia Central o de la región serbia con mayoría de bosníacos de Sandžak recibe un desprecio bastante agresivo. Es una distancia entre el campo y la ciudad mayor que la que existe en España. No solo pasa en Sarajevo o en las ciudades bosnias, también en Belgrado o Zagreb. Viví cinco años en Sofía y también lo vi. Son países con capitales muy grandes, macrocefálicos; los que no se marchan al extranjero van a la ciudad y los que ya estaban allí se ponen bastante arrogantes. Ser sarajevita, concretamente, es una identidad muy marcada.
El bosanski lonac, u olla bosnia, es un puchero al que se le echan tantos ingredientes que en la cultura popular es visto como una analogía del cruce de identidades del país. A veces la comida también deja pistas políticas.
Con el café hay por ejemplo toda una semántica. En según qué lugares es café bosnio, con serbios es café casero, con croatas café casero también, o turco. Antes casi todo el mundo decía café turco. Pero el café es el mismo. Hay una política del café en la que si eres extranjero no pasa nada si metes la pata, pero si eres local sí puede ser tomada casi como una provocación.
En Sarajevo, durante los ochenta, surgió la corriente cultural del Nuevo Primitivismo y el programa de sketches Top Lista Nadrealista, una especie de Monty Python con menos academia y más calle. Inventaron, en pleno asedio de la ciudad, la disciplina olímpica de los 100 metros con garrafa cuando ir a por agua de las fuentes era un peligro mortal.
En Bosnia se valora mucho darle un toque de broma a las cosas, ser capaz de tratar temas serios con aparente ligereza. Un chiste es siempre bienvenido. Antes, sobre todo, cuando pasaba algo, empezaban a circular chistes por la ciudad, del típico que estaba en la kafana y se le ocurría algo. Hay humor negro, y es difícil saber si esa negritud la tenían antes de la guerra. Uno muy popular durante el sitio de Sarajevo es el del tío que se encuentra a otro columpiándose y le dice “qué haces”. “Estoy vacilando al francotirador”, le contesta.
Escribe que hay algo profundamente bosnio en noches donde la melancolía no desploma el ánimo, sino que es expresión de una vitalidad indestructible.
Cuando empecé a vivir en Bosnia, leía cosas que no se ajustaban a lo que yo veía a mi alrededor. A los bosnios se les ha mostrado mucho a través de la guerra y hemos solido verlos solo como víctimas desvalidas. Pero yo no veía eso, veía personas que con pasados muy trágicos y circunstancias presentes muy complejas tenían mucha fuerza para sacar su vida adelante. Por eso quería contar estas historias. En este país hay pena, dolor y falta de perspectivas, pero al mismo tiempo emoción y delicadeza. Bosnia es una celebración de la vida con su peso también.