Cultura
La religión según Verhoeven
“No hay droga lo suficientemente potente en este mundo para provocar un desvarío sensorial tan desaforado” como el que reproduce el director neerlandés en ‘Benedetta’, su última película.
A Paul Verhoeven lo amas o lo odias. Hace un cine salvaje, sin concesiones, y no pide excusas. Tiene tan claro lo que quiere decir, y es tan fiel a su forma sucia y grosera de decirlo, que las críticas le resbalan. Siempre ha sido así y no va a cambiar ahora, cumplidos ya los 80 años. Cada uno de sus títulos es un atentado al decoro y a las buenas costumbres. Cuando compras una entrada para ver sus películas sabes que este viejo rijoso te espera en la sala, emboscado tras las cortinas, con su bate de béisbol en la mano, dispuesto a ejecutar su enésimo acto de terrorismo cultural. Benedetta, por supuesto, no es una excepción. Aúna en ella sus tres grandes obsesiones: sexo, sangre y religión. Y va a por todas.
Ambientada en Italia a finales del siglo XV, en mitad de una epidemia de peste bubónica (un recurso gore que ya explotó en Los señores del acero, 1985), cuenta la historia de una monja ardorosamente enamorada de Cristo, obsesionada con el dolor como purificación y abandonada dulcemente a la tentación sexual con una de sus compañeras de convento. Para hacernos una idea del tono utilizado por el cineasta holandés para narrar este enamoramiento, desvelaremos solamente que el flechazo les llega en la letrina, mientras defecan una al lado de la otra, entre pedos, risas y esfuerzos abdominales. Entonces se miran a los ojos y prende el deseo. Puro Verhoeven.
Cuando le preguntan por la obscenidad de su cine, el director suele justificarla por su aversión a las elipsis: en la mayoría de las películas, si una pareja siente atracción se dirige hacia la cama y, justo en ese punto, se produce un cambio de escena que lleva al espectador al momento inmediatamente posterior al coito. Eso, explica, le saca de quicio porque la vida no es así. Por regla general, tampoco es tan vulgar y tan explícita como en su cine, todo el mundo tiene sus pudores y sus espacios de intimidad, pero en la cabeza de Verhoeven no funciona así. Él es el último mohicano de las vanguardias. Está aquí para incomodar, para escandalizar, para hacer volar por los aires hasta el último reducto de moralidad ortodoxa. No es difícil imaginarlo sonriendo si, como le ocurrió a Buñuel con La edad de oro (1930), le prendieran fuego a los cines en los que se exhiben sus películas.
Y tampoco es cierto que aborrezca totalmente las elipsis. En su obra hay siempre segundos niveles de lectura. Tampoco es que estén demasiado escondidos, pero sí es posible que se pierdan entre la pirotecnia, la sangre, las tetas y los culos. Él cree que el cine está hecho para mostrar, al contrario de lo que piensan otros directores, que creen que está hecho para esconder y sugerir. Pero es que esto también sabe hacerlo, como demostró en Elle (2016), un arriesgadísimo cuento moral donde agresores y víctimas son igual de asquerosos por una razón elemental: son burgueses. Esa película cambió el chip de la crítica, que ahora empieza a decodificar correctamente sus mensajes y a revalorizar algunos de sus títulos más polémicos, especialmente los realizados en Estados Unidos. Su desembarco en Hollywood, visto en perspectiva, fue una broma monumental, una obra maestra del vacile. Los americanos le dieron cientos de millones de dólares que Verhoeven utilizó para escupirles a la cara un mensaje: sois basura.
Verhoeven, maestro del troleo
Robocop (1987) era un cruce de Frankenstein y western de ciencia-ficción con el que reventó la taquilla en el momento de empalme farlopero más chungo de la era Reagan. Presentaba una ciudad (un Detroit distópico) que externaliza los servicios de seguridad para atajar el crimen. La policía pasa a manos de una de esas empresas privadas que hacen de todo: gestionar hospitales y cárceles, construir nuevos barrios, explorar el espacio… «Los buenos negocios están ahí fuera si sabes encontrarlos», asegura uno de los directivos. Y fabrican un hombre-máquina para limpiar las calles, pero éste, inopinadamente, se revuelve contra sus creadores. Y el mensaje era: los asesinos y traficantes callejeros, por brutales que sean, no son peores que los ejecutivos de las grandes empresas. ¿En Hollywood captaron el mensaje? «En Estados Unidos, mientras las películas hagan dinero, tienes carta blanca. El dinero es el rey. Hoy puedes comprar incluso la presidencia del país», explicaba Verhoeven en una clase magistral en la Cinémathèque Française, en 2016, pocos días después de que Trump llegara a la Casa Blanca.
Así que el dinero siguió fluyendo hacia sus proyectos… hasta que aquello se le fue de las manos. O sea, hasta Showgirls (1995), un disparate grosero y decadente que tampoco se entendió en su momento. Seguramente porque Verhoeven no supo explicarse bien o porque le pudo la ambición. Quiso mezclar Ascenso y caída de la ciudad de Mahagonny, de Bertolt Bretch, con Eva al desnudo (1950) y Flashdance (1983), sin renunciar al erotismo más chabacano. La astracanada alcanza cotas de zafiedad fascinantes. Hoy en día es una película de culto. Verhoeven pretendía hacer de Las Vegas una metáfora de toda la sociedad americana, de su doble moral, de su amor por la parafernalia, de su obsesión por el triunfo. ¿Podría haber retratado esa monstruosidad sin tantas tetas y tantos culos al aire? Pues sí, pero no sería Verhoeven.
Su siguiente proyecto, Starship Troopers (1997), significaría su expulsión virtual de la Meca del cine. En ella adapta una novela ultraderechista para hacer otra sátira delirante en la que equipara la política exterior estadounidense con el régimen nazi. Y, lógicamente, esta vez sí, le mostraron la salida.
El trauma nazi
Hay que decir que Verhoeven siempre fue un decidido antifascista, como demuestran sus dos películas sobre la resistencia holandesa en la Segunda Guerra Mundial: Eric, oficial de la reina (1977) y El libro negro (2006). Él mismo nació poco antes de la invasión alemana y abrió sus ojos al mundo en una Haya destruida por los bombardeos. Sus biógrafos cuentan que entonces sufrió un trauma que le marcó de por vida. Ocurrió al final de la guerra, cuando estaba jugando en la calle y unos soldados alemanes le gastaron una broma pesada: le dijeron que se pusiera de cara a la pared porque iban fusilarlo. El niño emprendió el regreso a casa con los pantalones cortos mojados y oyendo las risotadas nazis de fondo. Desde entonces, por resumirlo sucintamente, Verhoeven no está para hostias. Va a tope.
No hay droga lo suficientemente potente en este mundo para provocar un desvarío sensorial tan desaforado como el que reproduce en Benedetta. Las alucinaciones de esta monja lesbiana que se morrea con Jesucristo le sirven para zambullirse en otro de sus temas predilectos: la religión. En El cuarto hombre (1983) ya habló de las severas averías que esta puede producir en las cabezas. Aquí va un paso más allá y, además, ofrece una narración política: los cínicos y descreídos forman parte de la jerarquía de la Iglesia y pelean por mantener su poder. Y los verdaderos creyentes que le disputan este poder (que es fundamentalmente económico, esto queda muy claro desde el principio) o bien son ingenuos, o son ignorantes… o directamente están como las maracas de Machín. O sea, que si no crees, mal; pero si crees es todavía peor.
Este material habría servido a cualquier otro director para hacer una gran película sin exponerse demasiado. No es el caso de Verhoeven, obviamente. Aun a riesgo de que su mensaje principal descarrile, no puede resistirse a desplegar en el convento de las protagonistas todo su catálogo de truculencias y escabrosidades: despelotes, estigmas sanguinolentos, fornicio, dildos de fabricación casera, caca, flagelaciones, torturas inquisitoriales… Hace un completo, vamos.
Hoy en día ya no es fácil escandalizar a nadie, así que, en el fondo, no es tan grave. Dejen que Verhoeven sea Verhoeven. Sus películas, consumidas con la debida distancia, siempre son interesantes. De hecho, es que mala, lo que se dice mala de salir corriendo, solo tiene una: Instinto básico.
‘Benedetta’ se estrena en cines el viernes 1 de octubre.
Abel Azcona estalla ante la “censura ultracatólica” de su obra: “Hacer detonar la mierda no es pecado, sino virtud”. (Público)
El Palacio de las Artes de Nápoles cancela varias ‘performance’ del artista. Azcona lamenta que los responsables de la institución se hayan visto “superados por las protestas y las concentraciones de sectores ultracatólicos en la puerta”.
La muestra de Azcona, integrada en el marco del festival Ceci n’est pas un blasphème, evento que reivindica la libertad de expresión contra la censura religiosa, concitó progresivamente el malestar de sectores ultracatólicos.
“El lugar de mi cuestionamiento es el arte y considero que si los artistas debemos utilizar el arte para implosionar el sistema, así será. Hacer detonar la mierda no es pecado, sino virtud. Miraremos cómo arde y celebraremos que arda violentamente”, lamenta Azcona en un comunicado tras la suspensión de sus performance napolitanas.
La diversidad de opiniones enriquece el debate social y favorece la convivencia democrática. El relativismo moral absoluto, no. Hay principios morales universales, más allá de cualquier diversidad política, ideológica y cultural. Se llaman derechos humanos, y hay que defenderlos en todo lugar, en todo tiempo y a toda costa.
(Rafael Simancas: «Ninguna «cultura» prevalece sobre los DDHH» – Nueva Tribuna)