Opinión

Contra la meritocracia

"Es difícil saberse abajo y desprenderse del clavo ardiendo que representa la meritocracia. Pero lo hemos descifrado", reflexiona Azahara Palomeque.

Varias personas en el metro de Barcelona. REUTERS / NACHO DOCE

“Estudia y todo irá bien”. Quizá sea éste el mantra más repetido en una sociedad, la española, que paradójicamente arrastra niveles altísimos de desempleo desde hace décadas en comparación con otros países, y donde la crisis de 2008 se gestionó con unas políticas de austeridad feroces cuyos efectos siguen notándose: desde entonces, se calcula que el trabajador medio ha perdido un 20% de poder adquisitivo.

Sin embargo, nada como un buen eslogan para difuminar una serie de realidades sociales que, más allá de los destellos del marketing, muchos sentimos de manera tangible. “Estudia y todo irá bien” solo funciona si uno se empeña en reducir complejas dinámicas geopolíticas y económicas a la acción del individuo, es decir, si se le atribuyen poderes mágicos que lo expulsen de la historia y le permitan, cual Sísifo empedernido, labrarse una existencia en lucha contra todas las adversidades; cantinela únicamente superada por el consabido “pues haber estudiado”, que es la otra cara de una moneda completamente podrida. Que la vida no era un camino de rosas ya lo sabíamos; aun así, un cierto nivel de madurez colectiva debería ser suficiente como para desmantelar el gran mito de la cultura del esfuerzo y darnos cuenta de las decisiones políticas que nos superan, así como de tendencias que desbordan las lindes nacionales. 

A partir de, mutatis mutandis, la Segunda Guerra Mundial, los países más industrializados vivieron un crecimiento económico que, unido al establecimiento de los estados del bienestar, condujo a una mejora de las condiciones de vida de mucha gente (no toda). En el nuestro, atado a una dictadura que contaba con la protección de Estados Unidos, las cosas transcurrieron de forma bastante distinta, pero también se vio beneficiada España de esa prosperidad generalizada que, junto a la creación de una serie de mecanismos en teoría igualitaristas, entre los que destaca una educación pública de calidad, contribuyó a que creyésemos que las puertas se abrirían allá donde el mérito acumulase la determinación para hacerse con la llave.

El grupo en mi franja de edad –los millennials– contempló aún esos coletazos del progreso prometido hasta que, con el estallido de la burbuja, nuestros sueños se hicieron añicos provocando, no solo un grado de frustración profesional insoportable, sino también una brecha generacional que muchos de nuestros padres no entienden, simplemente porque nos hemos hecho mayores en paradigmas económicos diferentes y asumir ese abismo supone cuestionar todo un sistema consagrado de creencias. Este fenómeno que, a nivel familiar, desata malentendidos y no poco sufrimiento, ha sido estudiado por expertos en muchas disciplinas; así, economistas como Thomas Pikkety o antropólogos como David Graeber coinciden en afirmar lo siguiente: no vamos a vivir mejor que nuestros padres. Ni mi generación, ni los que han nacido más tarde, ni los que vengan. Y no se trata de otra versión de la manida leyenda negra ni un mal de ojo particularmente español: en Estados Unidos, por ejemplo, los millennials acumulan solo un 4.6% de la riqueza, mientras que los baby boomers tienen el 53.2%. No se debe a su edad, ya que cuando estos últimos andaban en la treintena poseían más del 20%. Obviamente, los datos no se explican a partir de una pereza congénita de los más jóvenes.

Si, a pesar de todo lo anterior, hay quien todavía insiste en que el estudio y el esfuerzo individual conforman la receta ideal para salir del atolladero, podríamos remitirnos a la obra del sociólogo francés Pierre Bourdieu, que demuestra la importancia de distintos capitales heredados a la hora de posicionarnos en la jerarquía del espacio social. Según Bourdieu, el capital económico, es decir, al estado de mayor o menor salubridad de nuestras cuentas corrientes, se relaciona directamente con el social –los contactos–, y el cultural, donde se funden la educación reglada y aquella que ha sido adquirida en el seno de la familia. Una abundancia de los tres daría como resultado lo que se entiende por éxito: habitar los estamentos más altos de esa cuesta arriba que algunos llaman ascensor social.

Los títulos universitarios, por sí solos, poco ayudan: el sociólogo argumenta que la universidad actúa como mecanismo de legitimación para la desigualdad social, de manera que se justifica la pertenencia a los círculos privilegiados a partir de grados o postgrados que, para los que no eran ya parte de esos ambientes acaudalados, no son relevantes. Casos como el de famosos políticos que atesoran másters falsos encajan perfectamente con esta teoría. 

Es difícil saberse abajo y desprenderse del clavo ardiendo que representa la meritocracia. Conduce a un estado de angustia profunda reconocer que nos encontramos en una situación donde la movilidad social ha sido trucada para que ganen siempre los mismos y nuestra agencia es limitada. La última vez que lo comprobé fue esta semana, cuando explicaba precisamente a Bourdieu ante un grupo de alumnas esperanzadas respecto a su futuro: sus rostros adquirieron pronto un semblante serio, la lluvia de preguntas no cesó, y su apego al ‘sueño americano’, mismo relato de superación personal, actuaba a veces de barrera entre sus aspiraciones y las lecturas para la clase. Y, sin embargo, al final de la conversación, tras discutir –junto a los datos–, experiencias cotidianas, acabaron por aceptar que algo estaba roto, que nos habían vendido una ilusión que alimenta la conformidad con la explotación, y también que, al menos, no éramos tontas y la habíamos descifrado. Quizá sea esta la lección más valiosa.  

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Comentarios
  1. Es el capitalismo y la herencia franquista…

    Esto del desempleo parece ser que sucede así:
    Niveles altísimos de españoles sin trabajo. Veo a muchos españoles pidiendo en la calle.
    Cientos de miles de inmigrantes con trabajo.
    Me dicen que los trabajos que llevan a cabo los inmigrantes no los quieren hacer los españoles.
    Los españoles que piden en la calle me dicen que son antes los inmigrantes que ellos por tratados entre gobiernos.
    Aún aumentará más el paro con la digitalización de las empresas con la excusa del corona; están echando a cientos de miles de empleados.
    El entuerto viene desde los tiempos de los «paladines» Reagan/Thatcher «No hay vida fuera del capitalismo» y haberles creído nos convierte en culpables del empeoro progresivo hasta llegar a la actual situación unida al pasotismo de una especie de rebaño que parece anestesiado. Y más ahora que están aterrorizados y pendientes de las noticias respecto a la pandemia. Incluso ya nos estamos peleando entre los vacunados y los no vacunados. El capital es muy inteligente, muy taimado y la jugada del corona le ha salido redonda. Todo el mundo se ha olvidado de la crisis sólo le preocupa la pandemia.
    Mientras tanto con demasiada frecuencia te enteras de que alguna chavala/chaval se acaba de suicidar. En la flor de la vida. Lo más triste pero a la gente no parece preocuparle.

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