Cultura
Un ramo de pasionarias
El historiador Diego Díaz publica una biografía que muestra hasta qué punto «hay muchas Dolores en la vida de Dolores Ibárruri».
Recoge Diego Díaz en Pasionaria: la vida inesperada de Dolores Ibárruri (Hoja de Lata, 2021) una cita de Manuel Vázquez Montalbán que pide a gritos ser inicio o final de una reseña de esta biografía: «Si un personaje histórico español», decía el escritor, «no se merece el todo o la nada es Dolores Ibárruri, Pasionaria».
Personaje para cuya semblanza el adjetivo poliédrico emerge como una casi obligación, en Ibárruri se condensó unipersonalmente lo mejor y lo peor de la centuria de todas las centurias que fue la suya; toda la grandeza y la miseria —parafraseando a Morán— del siglo XX. Y está entre las virtudes del libro de Díaz reflejarlo.
Ni hagiografía ni demonografía, el relato no pasa de puntillas por ninguna de las dimensiones de su protagonista. No escamotea su participación en purgas estalinistas que a veces significaron abandonar o humillar a seres queridos como Irene Falcón o Francisco Antón, o la vanidad con la que aceptaba el culto a la personalidad del que era objeto y las prebendas que llevaba aparejadas; pero tampoco las luces numerosas de quien fue con merecimiento un símbolo mundial del combate antifascista y del anhelo de liberación y dignificación de los desheredados de la Tierra.
Díaz empieza, como no podía ser de otro modo, desde el principio. Y el principio es la durísima infancia y juventud en un municipio minero de Vizcaya, Gallarta, donde la futura Pasionaria es la hija de un expósito carlista y una mujer de origen soriano y profunda religiosidad; y, más tarde, la esposa de un minero, Julián Ruiz, con quien tendrá seis hijos de los que solo dos sobrevivirán a la infancia (y solo una, Amaya, a la juventud, muerto Rubén como un héroe soviético en la batalla de Stalingrado). Pero también las posibilidades abiertas por «ese gran proyecto de ilustración de las masas que fue el socialismo, con sus sindicatos, cooperativas, casas del pueblo, ateneos, fiestas y mítines, periódicos y bibliotecas» para una joven curiosa e inteligente, que a lo largo de su azarosa vida será una lectora ávida de literatura e historia de España, y echando la vista atrás durante su vejez pensará que, de haber tenido —de haber podido tener— una vida normal, habría sido maestra.
La vida tuvo otros planes, de todo menos normales, para Dolores Ibárruri, y entre ellos, ser pionera del protagonismo político femenino en un tiempo de desborde igualitario en el que devendría un rostro y una voz muy singulares, distintos de los de Federica Montseny, Margarita Nelken, Clara Campoamor o Victoria Kent.
La biografía de Díaz tiene algunas de sus páginas más interesantes en las que desentrañan, por un lado, la intuición feminista –aunque no la llamara así por aquello de que la palabra era burguesa– de una Ibárruri que, a diferencia de Montseny, comprende la necesidad de crear espacios específicos para mujeres, donde estas se expresen sin que la presencia de los –de sus– hombres las cohíba. Por otro lado, la singularidad de su mero aspecto, su mera imagen; de cómo
«Que hubiera mujeres excepcionales en la política española no era paradójicamente tan asombroso como que apareciera en escena una mujer común. Pasionaria no es ni una intelectual de gruesas gafas redondas como la anarquista Federica Montseny, ni una mujer elegante y sofisticada como la socialista Margarita Nelken, políglota, crítica de arte y de literatura. Tampoco una abogada como Victoria Kent o Clara Campoamor. […] De todas las figuras femeninas del periodo republicano ella es la que más se parece a esa prototípica «mujer del pueblo». […] El moño y el vestido negro reconvertidos en herramientas de propaganda capaces de conectar con unas clases populares que se veían representadas por aquella mujer, común y excepcional al mismo tiempo. ‘Soy como vosotros, una mujer española del pueblo”, escribiría durante la Guerra Civil, en una carta abierta a una obrera soviética, publicada por la prensa comunista: “En mí habla el dolor milenario de las multitudes explotadas, escarnecidas, privadas de toda alegría, de todo regocijo'».
«Hay muchas Dolores en la vida de Dolores Ibárruri«, nos dice Díaz. La Ibárruri que vendría a convertirse en una suerte de Virgen María o Reina Madre roja, refacción bolchevique de piedades tradicionales de las que a veces todo cambió para que todo siguiera igual, es una; pero es otra la mujer liberada que deja en el País Vasco a un marido a quien no ama cuando asciende en el escalafón partidario y marcha a Madrid, que –aunque con gran desgarro– pone su labor política por encima de la de ama de casa y madre, o vive un romance con un Francisco Antón catorce años más joven; romance que será impopular, e instrumentalizado en su contra por sus rivales –que se referirán a Antón como su Godoy–, en un PCE no siempre igual de dispuesto a cambiar la vida que a transformar el mundo.
Muchas Dolores: también una ortodoxa y otra heterodoxa; una rebelde y otra caracterizada por su obediencia militante (¿se convirtió el Partido en reemplazo del cura o del padre o del marido para aquella mujer de educación patriarcal, católica en su juventud y hay quien afirma –lo afirmaba el padre Llanos, aunque Díaz desconfía– que en su última madurez?). También la, si no desobediente –pues no lo era a la directriz de la Comintern de formar frentes nacionales–, sí sorprendente para un lector no lo bastante precavido contra las maledicencias de la propaganda franquista y posfranquista.
Acá también aparece la Pasionaria que, durante la guerra, se encargó personalmente de salvar la vida de un grupo de monjas madrileñas a las que volvería a ver, emocionadas y agradecidas, a su vuelta a España desde el exilio; o la más precoz entendedora de la necesidad de no insultar y sí ser generosos, pacientes y pedagógicos con los católicos y condujo un programa titulado La Virgen del Pilar en la primera Radio España Independiente, la célebre Pirenaica.
«No hay tregua en el combate por la paz:/ desde el cincuenta y seis/ tendimos nuestra mano a todos los demás», canta Víctor Manuel en 1976, en una canción titulada Veremos a Dolores. El libro que empezó por el principio termina por el final: la Pasionaria admirada que llena plazas de toros de más asistentes que votos amasará el PCE (cincuenta mil asisten al de Bilbao en 1977; no pasan, después, de los 47.000 los votos peceros en la Euskadi toda).
Dolores acaba consiguiendo para sí la reconciliación nacional que el PCE predica desde los años cincuenta. «Inmersos en un tiempo de guerras de la memoria», nos cuenta Diego Díaz, «cuesta creer que hubo años en los que podían dedicarse calles a Pasionaria sin apenas votos en contra o en los que todos los grupos parlamentarios vascos, desde Herri Batasuna hasta el Partido Popular, participaban en un homenaje por el centenario de su nacimiento en Gallarta».
El mejor resumen de sí misma lo dio la propia Dolores, y con él cierra Díaz la biografía: «Pensé en ser religiosa y abandoné la fe. Quise ser maestra de niños y fui propagandista revolucionaria. Soñé en la felicidad y la vida me golpeó con dureza, en lo más íntimo, lo más entrañable. Creí en la victoria y sufrí con mi pueblo terribles derrotas».
Ella creo yo es la que mejor se define a sí misma:
«Pensé en ser religiosa y abandoné la fe. Quise ser maestra de niños y fui propagandista revolucionaria. Soñé en la felicidad y la vida me golpeó con dureza, en lo más íntimo, lo más entrañable. Creí en la victoria y sufrí con mi pueblo terribles derrotas».
Por siempre gloriosa Dolores.
En toda vida humana hay luces y sombras.
Que me traigan ramos y ramos de Pasionarias. (y de todas las mujeres luchadoras mencionadas en el artículo)
Aunque el fenómeno de los mitos no es la coincidencia de unas características personales que se ajustan a sus rasgos sino la circunstancia especifica que, el momento y el azar, hacen que estos encajen en un una representación simbólica que la gente asume como tal, puede que sí o que no, que Ibarruri tuviera esos rasgos; lo esencial es que los representó y asumió sus valores en la creencia de la gente. Algo abría que atravesó la apariencia y se transformo en relato, cosiendo adhesión y referencia. Justo esos efectos que el otro lado ha intentado desde entonces diluir en esa propaganda que no quiere saber nada de ellos y que están representado en el mito. La mujer del pueblo que se rebela contra el orden impuesto y, de esta manera, ofrece una esperanza a la gente a la que siempre se la roban. Con más o menos causa para representarlo, lo que cuenta es la verdad que el mito transporta y que se consolida en él, en la representación de encarnada del valor.