Opinión

De la promesa a la nostalgia. Cuatro años del 1-0

"Espero que una nueva energía permita superar el eterno antagonismo entre ‘orden’ y ‘aventura'", escribe el profesor Ignasi Gozalo Salellas.

Los líderes catalanes encarcelados posan frente a la prisión Lledoners después del indulto concedido por el Gobierno de España. REUTERS / ALBERT GEA

Nos acercamos a los cuatro años del 1-0 de 2017, día fundacional para el movimiento independentista catalán y, también, fecha sintomática para la historia reciente de España. Y lo cierto es que poco queda de esa pulsión colectiva desafiante. Catalunya vive hoy inmersa en una espesa neblina que dificulta proseguir el proyecto prometeico de la independencia. Mientras Madrid avanza a toda máquina, de forma casi arrogante, Catalunya bosteza entre la ensoñación y la nostalgia. A día de hoy, está más cerca Madrid de la independencia que Catalunya. ¿Qué ha llevado a ese proyecto de gran calado entre la sociedad a este escenario de abatimiento y de atomización estratégica? No hay respuestas claras, y menos aún soluciones, pero apuntaré algunos elementos a considerar de lo sucedido en los últimos años en esta relación de incesante tensión entre las instituciones del Estado y las catalanas.

Estrategias: de proyecto destituyente a implosión

Ya ha pasado una década desde que arrancara el movimiento soberanista catalán, y estamos en disposición de afirmar que fue la última disputa del sentido de lo que es la soberanía nacional tal y como se describe en la Carta Magna de 1978. Catalunya subrayó las contradicciones de un régimen consensual que, durante más de cuarenta años, funcionó como una imperfecta verdad. En concreto, el Procés actualizó algunas preguntas sobre la soberanía de la nación: ¿la gente o el rey? ¿La voluntad popular o una Constitución intocable? Luego vino el 15-M, y se cruzaron ambos movimientos. Pero en el segundo caso, lo que queda de esa disputa es una toma a ratos esquizofrénica del poder –pensemos en Podemos en el Gobierno central o los nuevos municipalismos–. El rol del movimiento independentista fue el de disputar la soberanía parlamentaria y ofrecer un proyecto de soberanía popular destituyente, aunque de forma un poco difusa: “derecho a decidir”, se decía, como esa potestas romana en manos del pueblo. Esta se oponía a la supuesta auctoritas en manos de un Estado de derecho poderoso y concentrada en figuras decisionistas como el rey, los jueces o el poder policial. Lo cierto es que el modelo español se basa en un ‘derecho constituido’, mientras que el proceso catalán fue concebido como un proyecto de confrontación basado en la idea de proceso constituyente, en vez de destituyente. Su deseo de constituirse en poder (primero con el referéndum, luego con un estatuto y, finalmente, con una nueva constitución) no tuvo la aceptación internacional que sí tuvo la resistencia pacífica del 1-0, por ejemplo. 

El Estado ha virado de estrategia y, por ello, junto a las consecuencias de las causas penales, el movimiento independentista ha perdido su potencial destituyente. Hoy, el sujeto político Estado español es algo mutante. Los sectores más conservadores españoles alertan de que España no sabe qué quiere ser, pero no reparan con que tal vez eso sea hoy una virtud, al menos con respecto al conflicto catalán. 

El proyecto de Estado burocrático del ciclo pasado acabó. Ese proyecto, que lideró el conservadurismo funcionarial de Mariano Rajoy y Soraya Sáenz de Santamaría, encargó el liderazgo de la nación a la razón inamovible de la ley, hasta el punto de derivar responsabilidades ejecutivas propias a jueces, fiscales y cualquier cosa que pudiera ser llamada “cloaca del Estado”. Resumiendo: el poder judicial fue el poder de mando de la nación. El nuevo ciclo sanchista retoma el poder ejecutivo con un intervencionismo evidente sobre el poder judicial. De ahí los indultos parciales a los condenados por el Procés, el intento de modificar leyes del Código Penal como la sedición o hacer públicas las sospechas sobre tribunales con poco pedigrí democrático (Tribunal de Cuentas), pero también la vigilancia sobre tribunales nunca antes discutidos (pongamos que hablamos del Tribunal Supremo).

Eso ha abocado al independentismo a una acción errante. La unidad estratégica ha devenido en lógica pluralidad. Los diferentes sustratos de la familia independentista son tan variables que alejan el proyecto secesionista catalán del complejo movimiento de sinergias del proceso escocés, en que las facciones fueron capaces de apartar ideologías para sumar en un proyecto de fines: el Scottish National Party. Aquí se intentó también, pero el Junts x Catalunya de 2017 nada tiene que ver con la apropiación de la marca electoral por parte de sectores de la superviviente Convergència en 2021. Desde el independentismo sentimental de los años 80 y 90 hasta el secesionismo económico de corte neoliberal de la nueva piel política de Junts, pasando por el izquierdismo soberanista, feminista y ecologista de la CUP o la tradición popular de clases medias de ERC, no parece probable que ante un enemigo disfuncional (el Estado) y poco sólido ideológicamente (el Gobierno) se pueda conseguir unificar un criterio para el futuro del proyecto secesionista.

Del derecho a decidir al vacío institucional

Se ha pasado de un proyecto colectivo a una mitología personalista en el que las figuras del exiliado, el preso y la casa de la soberanía popular han interrumpido el vigor de un movimiento vivo capaz de crear la última utopía colectiva. La tríada Waterloo-Lledoners-Parlament ha lastrado al propio independentismo, ayudado por el Estado, eso siempre. Así es como durante los casi tres últimos años Catalunya ha vivido en stand by. Un Govern dispuesto a no gobernar (Torra) y un Parlament dispuesto a no tener nuevo gobierno (estrategia de Junts, con Laura Borràs como figura simbólica de ese semenfotisme finolis y banal). Bien es cierto que la larga travesía del desierto del parlamentarismo catalán la empezó el gobierno burocrático Rajoy-Santamaría. Al famoso artículo 155 del otoño de 2017, auténtica suspensión de la política que tristemente la España democrática perpetuó del franquismo y de su copia de la Constitución del Tercer Reich, se sumó la paralización de la acción política, de la discusión común y del disenso como motor de avance. 

Como una especie de estado total que torpedea a su propio parlamento, el Consell de la República confunde sus legítimas funciones y fiscaliza el nuevo liderazgo del independentismo, más fragmentado y por primera vez en casi un siglo en manos de una reinventada ERC. De forma consciente, el partidismo lobbista enmienda en su totalidad al parlamentarismo y autotorpedea el sujeto realmente soberano de los catalanes: la Generalitat. ¿Por qué?, se preguntaron muchos. Por una sencilla razón: para las facciones más antiespañolistas del independentismo, la Generalitat no es otra cosa que una institución del Estado.

Liderazgos: mesianismo y antagonismo

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Carles Puigdemont, en marzo de 2021. REUTERS/YVES HERMAN

¿Con qué tipo de líderes cuenta el independentismo? Dejando de lado el intento de “fer foc nou” por parte de los dos partidos mayoritarios en disputa por la hegemonía del Procés 2.0, ERC y Junts, la realidad es que el independentismo vive bajo el hechizo de dos formas de mesianismo hipercarismático que produce un eterno retorno al origen del relato: Puigdemont vs. Junqueras. El mesianismo carlista (no de Carles, sino del aroma carlista que aún se huele en cierta Girona) y el mesianismo judeocristiano de Junqueras se miran al espejo y se reconocen a la vez que se niegan uno al otro. Pero no hay que exagerar ni ridiculizar al movimiento. El mesianismo es común en los tiempos de crisis que corren. En ellos, la figura del mesías emerge como figura central en los proyectos populares y populistas. En el independentismo catalán, este fue el momento de la cárcel de Junqueras y del exilio de Puigdemont a la Europa central. Pero como enviados de la soberanía popular, no parece muy viable que estas dos figuras dimitan de guardianes de la causa mesiánica. No parece que ni el lugarteniente Torra ni el funcionario Aragonés puedan ejercer el momento redentor. Es en este punto en que el mesianismo traiciona su sentido y, sobre todo, arrebata el sentir histórico al pueblo que se entregó a su causa. Hoy, el mesianismo caudillista se ha entregado a los partidos.

Pero no todas las lecturas mesiánicas son trágicas y elegíacas como la que imaginó Walter Benjamin. Un filósofo judío, y trotskista, Michael Löwy pensó la redención mesiánica y revolucionaria como una misión que nos asignan las generaciones pasadas y que se va haciendo con el tiempo. Ese otro mesías más humano no cae del cielo, sino que todos y cada uno de los ciudadanos pueden serlo a su manera. Sobre esta disputa existencial navega el mesianismo procesista: entre una figura mesiánica clásica, benjaminiana, como la de Oriol Junqueras –para quien la prisión simboliza tanto el compromiso como el tormento– y una figura teológica vertical, indiscutible, que ordena y manda, más schmittiana, como la de Puigdemont. 

En medio destaca la acción redentora colectiva y pacifista, elegíaca pero no trágica, de entidades soberanistas como Òmnium y de líderes como Jordi Cuixart, menos nacionalista que progresista. El futuro abre un camino posible para un proyecto independentista renovado a medio plazo. Si no, me temo que el vigor de la llama se irá apagando poco a poco. Las clases medias modernas y progres de los años 90, algún día federalistas y maragallistas (referirse al nieto y político Pasqual es, a la vez, referirse al avi y poeta Joan) que se entregaron a la causa independentista animados por hijos, amigos o simplemente la dirección del viento, puede que pronto vuelvan a la pulsión tripartita que malamente ensayaron desde los cuarteles socialistas durante los 2000, eso sí, con un nuevo aroma soberano. No es imprudente ver las alianzas nacionales –PSOE con los nacionalistas de ERC, mediados por Podemos– como un ensayo general de lo que está por venir en una Catalunya que quiere, siente, volver a tomar un rumbo cierto. Tomo el valor que, según Ferrater Mora, resume a los catalanes: la “continuïtat”. Y así, espero que una nueva y continua energía permita superar el eterno antagonismo entre “orden” y “aventura” que ha alimentado el conservadurismo y el ensimismamiento rebelde. En todo caso, el proyecto por venir parece no ser ni destituyente ni constituyente, sino instituyente.

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Comentarios
  1. SALIR DEL REGIMEN DEL 78 (ESPAÑA) ES UNA OBLIGACION.
    El franquismo dejó atado todo lo importante, empezando por la forma monárquica del Estado, los cuerpos y fuerzas de seguridad, la participación en la OTAN, los privilegios de la Iglesia o el poder de la judicatura y el Ibex. El manto espeso de silencio para encubrir en estos 40 años las torturas y la represión solo es comparable con la realidad virtual que el aparato mediático-publicitario ha edificado con el beneplácito imprescindible de fuerzas autodenominadas progresistas, incluso de izquierda.
    Ante esta realidad de cuestionar de modo critico el Régimen del 78 no se concibe, por errático y contradictorio, bailarle el agua. La idea suprema que consiguiendo 2/3 de los diputados se podrán acometer cambios definitivos, ronda en las cabezas de esa izquierda anoréxica y desclasada, que falta de capacidad de movilización y de militantes, fía en los votos imposibles la solución. No parece que participando en sus instituciones, en sus medios de desinformación masiva, ni compartiendo ejecutivo, ni poniendo en práctica el «que viene la derecha» (la otra) se esté avanzando para acabar con el Régimen del 78. (Insurgente.org – El régimen del 78 como coartada)
    Amunt la CUP!!!

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